martes, abril 11, 2006

Las tragedias del exilio

Bolivia

Por Antonio Peredo Leigue

Abril 9, 2006

Articulistas y escritores han graficado, de mil formas, los sufrimientos del exilio político cuando, en las décadas de los ’60 y ’70 del siglo pasado, miles de latinoamericanos huyeron de las dictaduras militares. Nada de lo que nos ocurrió entonces se acerca a la tragedia que viven los exiliados de hoy: hombres y mujeres que buscan escapar de la miseria y el hambre reinante en sus países.

La realidad de estos “exiliados económicos” es tan brutal, para la mayoría de ellos, que enfrentan el riesgo diario de morir, por falta de aire, hacinados en un “container” o quemados en una pocilga, como ocurrió en Buenos Aires hace unos días.

El modelo de la expulsión

Entre fines de los ’70 y principios de los ’80, se instaló en América Latina el neoliberalismo. Agotadas las dictaduras que destruyeron la posibilidad de desarrollo de esta región, se implementó el programa de “reajuste estructural”, montado sobre la base de una economía de libre mercado. La publicidad difundió la imagen de un resurgimiento económico y una recuperación social a corto plazo, mediante el simple expediente de desatar las amarras del mercado y posibilitar la libertad empresarial para que la bonanza alcance a todos. En realidad, se instaló un modelo que reordenó la estructura económica para que las transnacionales explotaran libremente los recursos naturales de esta región.

Unos cuantos países, en los que se sentaron las bases de este proyecto, se beneficiaron medianamente del plan; el resto, simplemente padeció sus consecuencias. Es más: aún entre los beneficiarios, el alto grado de corrupción gubernamental, hizo desaparecer las posibilidades de mejoramiento económico. Bolivia sufrió ambos males: explotación sin beneficios y corrupción sin atenuantes.

Con una economía en crisis desde los años ’40 y aún antes, viviendo el ciclo perverso de la explotación de un solo recurso hasta su agotamiento, Bolivia se rindió a la aplicación del modelo neoliberal, tratando de librarse del caos y la hiperinflación. Los resultados fueron catastróficos: destrucción del pequeño aparato productivo, entrega de los recursos naturales y endeudamiento interno y externo hasta niveles insostenibles.

Subsecuentemente, la estructura social se desintegró en forma acelerada. Mineros despedidos, fabriles desocupados, pero sobre todo campesinos sin posibilidades, se concentraron en la periferia de las ciudades. En menos de 30 años, la población urbana superó a la rural. Las alternativas de subsistencia se hicieron cada vez más estrechas, hasta desaparecer. No había más alternativa que emigrar.

Talvez, la emigración más temprana se dio entre los profesionales. Cientos de médicos, ingenieros, informáticos e incluso economistas y sociólogos, salieron de Bolivia radicando en países industrializados. Los obreros desocupados y otros trabajadores manuales salieron tras ellos, hacia las vecindades. La zafra del norte argentino, que desde siempre atrajo fuerza laboral boliviana, actuó como catalizador hasta llevarlos al gran Buenos Aires donde, ya en los años ’70, había más de medio millón de compatriotas. Esa cifra se ha duplicado en este tiempo, mientras otro sobrado millón puebla el norte rioplatense.

La infamia de la ilegalidad

Las leyes de inmigración que se establecieron entre el siglo diecinueve y las primeras décadas del veinte, se basaron en la concepción del resguardo de la integridad nacional. La migración entre países es de una rigurosa fiscalización, pese a que el libre tránsito es un derecho fundamental, reconocido internacionalmente. Es más: las oleadas de expulsados han endurecido esa fiscalización, al punto que es más fácil ser ilegal. Más fácil, aunque más peligroso.

Basta complementar ambas cosas, libre mercado e ilegalidad, para tener el cuadro completo de la explotación. Trabajar ocho horas, en cualquiera de nuestros países, es un sueño. Tener un trabajo estable es una suerte. Ganar un salario mínimo, un albur. Hombres y mujeres se resignan a ser explotados sin rechistar. El empleador, por más miserable que sea, está protegido por las leyes; el trabajador no tiene ningún resguardo. Ese es el modelo: lo tomas o lo dejas; en realidad: lo tomas o te mueres… y contigo, tu familia.

El mercader de Venecia

La vieja historia del mercader que, como garantía de un préstamo, reclama un pedazo de la carne de su deudor, se repite groseramente desde entonces hasta nuestros días. No como historia, sino como realidad. Peor aún: el usurero ofrece un salario, a cambio del cual reclama como garantía la propia vida del trabajador, que no es deudor. Igual que en la antigua Venecia del Duce, las autoridades no intervienen, se hacen de la vista gorda hasta que el atropello se convierte en tragedia. Siempre actúan tarde, cuando los hechos ya no tienen remedio.

En Buenos Aires, desde que se instalaron los talleres en que los obreros trabajan encerrados, con sus hijos en otra habitación donde se hacinan sin poder estudiar ni jugar, todos saben que existen pero nadie dice nada. No es particularidad de ese centro; ocurre en todos nuestros países y, en todos, se calla su existencia.

La cadena de la ilegalidad comienza cuando aparecen anuncios ofreciendo oportunidades de trabajo o un reclutador convence al desesperado desocupado. Este, reúne dinero de parientes y amigos (“les devolveré con mi primer sueldo”) y le entrega al traficante. Con dinero suficiente, habrá documentos legales; si hay menos, falsificará papeles y, en último caso, los llevará por pasos que no son vigilados.

Muchos quedarán en el norte, para ocuparse de labores agrícolas; los contratistas pagan al traficante un monto que el migrante debe pagar interminablemente. Otro tanto seguirá hasta la meta soñada: Buenos Aires; allí esperan los dueños de talleres que los encierran. En cualquier caso, los pasaportes legales o falsos son retenidos por el “empleador” hasta que cancele la deuda; los indocumentados sufren un trato peor.

Dos explotados y cuatro niños murieron quemados porque no pudieron salir del taller donde estaban encerrados. Mejor suerte corrieron los otros explotados y sus familias. ¿Mejor? Eventualmente, están alojados en un polideportivo y les están proporcionando documentos legales. Después, ¿podrán encontrar trabajo legal? Probablemente no; probablemente sigan viviendo su miseria, totalmente desatendidos, una vez que pase el alboroto de estos días.

Un mundo mejor

En estos 20 años de neoliberalismo, Bolivia ha expulsado a más de dos millones de hombres, mujeres y niños; los ancianos no tienen posibilidad ni siquiera de tentar suerte. La reconstrucción de nuestros países devastados es la solución en el mediano plazo. Mientras tanto, ¿qué debe hacerse? Los gobiernos de ambas partes, tienen que coincidir en que, el derecho fundamental a la vida, no puede ser vulnerado por formulismos legales. Deben acordar mecanismos coherentes con el flujo migratorio que no pueden impedir ni a éste ni al otro lado de la frontera. Se requiere planificar la superación de las iniquidades que ocurren en esos llamados talleres, ayudando a mejorar las condiciones de trabajo y castigando las transgresiones. Hay que combatir las redes del tráfico humano que lucran con el sufrimiento de las personas.

Pero, sobre todo, hay que restaurar el respeto a nosotros mismos. No es posible que aceptemos tratados, con países de otros continentes, que aceptan la doble nacionalidad y seamos restrictivos cuando se trata de los vecinos. No se puede seguir valorando a las personas por la cantidad de dinero que traen. Es odioso que la discriminación racial sea incentivada con reglamentaciones absurdas.

Proclamamos la integración como el gran objetivo de las políticas nacionales, pero las prácticas siguen siendo de aislamiento y segregación. Estos propósitos sólo serán ciertos cuando las fronteras dejen de ser barreras y se transformen en líneas de encuentro. Para expiar la horrible muerte de esos niños, hay que trenzar los lazos de la integración.

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