Por Rafael Bautista S.
El poder tiene hoy más intelectuales a su servicio, como nunca antes en la historia mundial. El modo de reproducción que muestra el poder, haciendo nido en las más inverosímiles circunstancias es, entre otras cosas, la habilidad discursiva que le brinda una intelectualidad educada para eso: para perpetuar el poder. Esta manera de entender el poder es la que inaugura la modernidad: el poder como asalto, cuya posesión desata un celo capaz de socavar todo (a condición de mantenerlo). De este modo, el poder se entiende en términos de dominio, de uso “legítimo” de violencia.
La burguesía (desde que nace en la arena política) entiende así el poder; se sirve de las revoluciones, manipula sus logros, aprovecha políticamente un poder (manifestado originariamente como “volonté generale”) para luego detentarlo como ejercicio impositivo de sus intereses. Así aparece el poder como dominio (violencia institucionalizada) y así lo entienden los teóricos de la política moderna, desde Hobbes hasta Weber; de lo que se trata, para la ciencia política moderna, es cómo efectivizar y racionalizar tal ejercicio, desapareciendo, del todo, una consideración inicial: ¿qué hizo posible tal ejercicio?
Toda la modernidad encubre el origen mismo del poder: hay una delegación inicial, la soberanía popular que hace posible la constitución del ejercicio del poder. Por eso la burguesía nunca rinde cuentas a quienes hicieron posible la detentación del ejercicio del poder. La revolución francesa no mata solamente al rey y la aristocracia, mata también a los primeros representantes de los derechos humanos: Olympe de Goughes (la feminista) y Babeuf (el líder de la emancipación obrera). Porque una vez consolidada la revolución, lo que se afirma son los derechos pensados a partir del mercado: los derechos del propietario; de allí que, la “liberté, egalité et fraternité”, tengan como su centro las relaciones mercantiles. De allí en adelante, ya no importará la delegación original que hace posible la revolución; sino que toda la política se diluirá en el poder entendido como uso legítimo de la violencia, en la efectivización de sus procedimientos institucionales, en la instrumentalización de todo poder originario constituyente para su subsunción en el poder ya constituido y sacramentado como “lo que no se puede cambiar”.
La intelectualidad moderna es la que trabaja para hacer posible todavía el poder como ejercicio de la violencia. No saben cómo salir de esta aporía: el poder es sólo violencia (la política es lucha por el poder); de ese modo, hacen malabares para subir a él (porque creen ingenuamente que una vez allí pueden cambiar las cosas). Porque consideran que el poder es algo que se asalta. En realidad lo que se asalta son las instituciones, que son sólo mediaciones para posibilitar los fines que proyecta un poder originario (la soberanía popular). Pero, pero otro lado, esta intelectualidad parte, además, siempre de modelos ideales (como toda la modernidad) que, al no encajar en la realidad, entonces la fuerzan para acomodarse al modelo que inventaron en sus escritorios. Es decir, formulan un modelo que, si no funciona, es porque la realidad está mal; entonces hay que intervenir en la realidad (en la sociedad, en los hombres), hay que ejercer dominio sobre ellos para que se ajusten a la teoría. Es decir, piensan (aplican) teorías, pero nunca se dan la tarea de pensar la realidad, la juzgan siempre desde sus teorías, creyendo que la equivocada es ella (y no el que postula la teoría). Pero el ámbito del error no es la realidad, sino lo que se predica de ella: toda tesis es siempre una hipótesis.
La modernidad inaugura un modo defectivo de considerar la realidad: su des-consideración; porque devaluada la realidad a “res (cosa) extensa”, plano homogéneo, a materia estática y previsible, sólo queda hacer de ella una “fría” descripción (ella es “lo que los marcos teóricos han dicho lo que es, y no puede ser más”). El modelo de la ciencia natural entonces prescribe lo que puede y debe hacer la ciencia social. La sociedad se concibe entonces como objeto y el ser humano como un mero ente funcional (otro objeto). Este mito moderno les hace creer que lo conocen todo, por eso sólo se dedican a corroborar la infalibilidad de la teoría.
Ahora podemos entrar en materia. La intelectualidad de derecha ya nos ofreció un aprendiz de brujo; el vicepresidente “ilustrado” Carlos Mesa (cuya “ilustración” se había estancado en el absolutismo del siglo XV: siempre estaba “absolutamente” convencido de “su” verdad, imposibilitando toda posibilidad de diálogo). Ahora la intelectualidad de izquierda nos vende gato por liebre; nos ofrece otro vicepresidente (Álvaro García Linera) que tiene “todo claro”, o sea, otra vez, ¿cómo podría demostrársele algo distinto a quien tiene “todo claro”? Y nos vende gato por liebre, porque debemos asumir “su utopismo” como “nuestra utopía”; es decir, de la crítica al modelo neoliberal, la capitalización, globalización y la consecuente esperanza en un mundo mejor, ahora debemos celebrar ciegamente los vaivenes y los dislates de un gobierno (producto de la movilización nacional-popular) sospechosamente “prudente”. En eso consiste el “utopismo”: en la celebración ciega de las condiciones presentes, porque su mantención “a toda costa” es supuestamente la garantía de ese mundo mejor. Entonces no cabe la crítica y es mejor callarse, porque toda crítica sería un favor a la derecha.
Entonces situemos la crítica. Un gobierno criatura del pueblo es posibilidad de construcción de un Estado-Nacional-Popular. La nacionalización y la constituyente no eran demandas sectoriales o coyunturales; eran y son la condición fundamental para fundar un otro país. El pueblo boliviano, desde sus más olvidados rincones, acuñó estas condiciones después de haber probado todo para hacer entender a los gobiernos que íbamos por mal camino. Pero los gobiernos son sordos y creen siempre que el equivocado es el pueblo (“ellos siempre están bien, lo que está mal es la realidad”, por eso no escuchan), porque son fieles pupilos de la modernidad: quien se resiste a “avanzar” tiene que ser desplazado (“relocalizado”) de la autopista del “desarrollo”.
Una historia. En México (gobierno de Fox) apareció un proyecto sumamente ambicioso: la construcción de un aeropuerto ultramoderno, cuyo único obstáculo consistía en la negativa de los indígenas a vender sus tierras. La sociedad del Distrito Federal miraba “indignada” una marcha protagonizada por indígenas (con mazorcas y machetes) que se resistían a vender sus tierras; Televisa se regodeaba mostrando la “insensatez” y la “irracionalidad” de los indios: ¿por qué no quieren vender sus tierras si el gobierno les ofrece mucho dinero? El periodista despistado (que considera su sorna “objetiva”) no esperaba esta respuesta (de un anciano de mirada cargada de siglos de opresión):
- Yo quisiera preguntarle al presidente Fox si está él dispuesto a vender a su madre. Porque para nosotros la tierra es como nuestra madre. Y la madre no se vende.
Este “nuestro” gobierno está reproduciendo aquella sordera. La sordera viene cuando el poder se torna auto-referente, cuando se hace criterio de sí mismo, cuando se encierra en la certidumbre propia y se amputa toda posibilidad de apertura. El poder es tautológico porque no tiene otro criterio para evaluarse más que el suyo propio, entonces justifica todo, sus desatinos y hasta sus excesos. El paradigma moderno del poder es su fetichización: es el ídolo sobrehumano que toma el lugar de Dios y toda oposición la cataloga como la “enemiga de Dios”). El Estado moderno no es un Estado secularizado y el poder civil sigue siendo tan religioso como en la edad media (sólo que ha cambiado a Dios por ídolos). Y como identifica la toma al poder como la realización del “reino del milenio”, entonces no hay lugar para la crítica. Por ello, toda consecuencia de la política moderna conduce al totalitarismo; el gulag y el holocausto son “occidente in extremis”, como fue la respuesta neoliberal en Bolivia: no importan los muertos, son “costos que el mercado puede sufragar”. Cuando la izquierda asume estos mismos principios entonces reproduce la lógica que deriva en la mantención del poder a toda costa, porque se cree que todo se soluciona desde arriba en forma de imposición de un modelo que algún “genio” quiere hacer realidad.
El proyecto de “nuestro” vicepresidente siempre fue moderno. Su modelo de “capitalismo andino” siempre buscó el desarrollo de las economías informal y tradicional desde la inocente asunción del patrón de acumulación capitalista (fiel al modelo ortodoxo de izquierda: “hay que cumplir las tareas que la burguesía dejó pendientes”). No dándose cuenta que tal proceso de acumulación está pensado a partir del desarrollo de los centros económicos, cuyo crecimiento depende de la postergación de las colonias; es decir, el supuesto “desarrollo” está preescrito por un modelo que ha constituido al “centro” en eje del “desarrollo”, de este modo debe adoptarse un patrón de acumulación que acaba siempre postergando a la “periferia”, porque esa lógica consolida un sistema-mundo que ordena el mercado mundial en torno a la maximización económica del “centro”. Condición de la imposición de la economía capitalista en la “periferia” es la destrucción paulatina de sus economías tradicionales. El capitalismo no es sólo extracción de excedente; es, en primera instancia, des-estructuración de la economía tradicional y de la sociedad para re-ordenarlos en torno a la producción de excedente (exportadores de materias primas). O sea, la sociedad en torno a la producción de excedente es posible porque primeramente se destruye la base económica tradicional para hacerla dependiente de otro patrón de acumulación, en este caso, la maximización del capital. En tales condiciones no hay convivencia “normal” de estas economías; una vive a costa de la otra, la competencia de capitales en la globalización es una lucha donde quien no acumula más valor muere, por ello la explotación en la “periferia” es más despiadada, porque la desigualdad tecnológica y la subordinación política (deuda e inversión extranjera) condena a los países pobres a transferir plusvalor extraordinario (explotación humana al infinito) al “centro”, siempre en ascenso.
La tesis del “capitalismo andino” buscaría intervenir en la economía tradicional para impulsar su “despegue”, o sea, a subsumirse en la lógica de acumulación capitalista. Esa es la “falacia desarrollista”: el único modelo a seguir es el seguido por Europa. Pero no es la economía informal y menos la economía tradicional las que imposibilitan el “desarrollo”. Es, más bien, el sector burgués de la economía el que arrastra a toda la sociedad al subdesarrollo; porque su existencia depende de la mantención de una estructura (nacional y mundial) que hace posible su dependencia sistemática. Por ello, el moderno-sistema-mundo corrompe a las elites de los países pobres para asegurar la estructura económica mundial; beneficia a sus elites a costa del subdesarrollo de sus sociedades, o sea, son ellas y la economía que patrocinan y ejercen la que arrastra a sus sociedades al subdesarrollo. Entonces, la intervención estructural debe hacerse a ese sector: el sector burgués. Para ello, son los principios (filosóficos, económicos y políticos) de la sociedad burguesa los que merecen el des-montaje y su re-consideración desde criterios ético-políticos de defensa de la reproducción de la vida de las víctimas (no del capital). La explotación despiadada de hombre y naturaleza es posible por una lógica que devalúa ambos a la condición de objeto. El sujeto que concibe esta lógica ha pasado del yo-conquisto al yo-pienso y al yo-domino. Se postula universal y portador absoluto de la verdad, devaluando todo pasado e imponiendo su proyecto (estar en la riqueza) como el adelante al que todos deben de someterse. Su libertad es libertad de propiedad, su propiedad es su derecho natural y su derecho es ley sobrehumana. Si estos principios no se ponen en suspenso, entonces todo proyecto, incluso los supuestamente alternativos, caerán en la reproducción de una lógica que, no en vano, lleva más de cinco siglos sofisticándose.
El cuestionamiento a la modernidad ya no es asunto sólo de identidad. Las consecuencias de su lógica son cruelmente evidentes: 80% de la humanidad arrastrada a la miseria, daños medioambientales que desatan consecuencias irremediables; el 20% más rico del mundo derrocha el 80% de los recursos naturales y el resto pobre no tiene ni siquiera un acceso afectivo para repartirse el 20% sobrante. La lógica de acumulación capitalista ya no puede ni quiere solucionar el desempleo masivo (incluso en sus respectivos países); después de la caída del muro (festejada con la construcción de nuevos muros) ya no le interesa demostrar a nadie sus supuestas “bondades”. Se impone sin más. Y si ya no le interesa incluir más trabajo, tampoco le interesa construir más democracia. De este modo nos movemos en una aporía: una liberación que promueve la falacia desarrollista acaba logrando, de modos más efectivos, un nuevo sometimiento. Una izquierda intelectual que cae en semejante autocontradicción, acaba claudicando sus principios ante las consecuencias de sus invenciones; por ello no es de extrañar que “nuestro” vicepresidente nos advierta que la constituyente sólo será una reforma: “sólo se cambiará un 20% (los números suelen ser paródicos). Para convencerse (y convencernos) después de que la equivocada no es la teoría sino la realidad, la intelectualidad patrocina un falso realismo que es, en realidad, el sometimiento a lo dado (el sistema-mundo-moderno) como lo “natural”, lo que no hay que tocar, sino aceptarlo: “queremos ser modernos e insertarnos en la globalización”. Pero vivimos insertos en la globalización desde el 1492 y nuestro lugar, dentro de ella, siempre ha sido y será la parte perdedora; porque su lógica de acumulación es concéntrica. Quien no considera esto es porque nunca cuestiona los principios de los cuales parte la modernidad y asume ingenuamente su pantalla emancipatoria, sin escarbar jamás lo que hay detrás de ella. El mito sacrificial que inaugura, la “acumulación originaria” (que habla Marx), es la devaluación de nuestra condición humana como condición de la superioridad aria-europea-occidental-moderna. Esta superioridad ideológica no es sólo práctica sino también teórica y se expresa de modos sumamente sofisticados en la ciencia social contemporánea, seduciendo a una intelectualidad ávida de modas: “estar en lo último” (las teorías como las flamantes mercancías en el mercado de la información).
No en vano “nuestro” vicepresidente era el prototipo del analista, cuyo quehacer “científico” sólo consistía en “describir” los hechos (objetividad neutra que postula el que piensa entre cuatro paredes, como Descartes), cuantificar estadísticas y, una vez en el poder, sacar, como varita mágica (las fórmulas de Bourdieu o Negri, Habermas o Rorty, la última moda intelectual) la solución de todo. Sus vaivenes mediáticos (contentando a unos y otros) y sus coqueteos a la elite de Santa Cruz (creyendo ingenuamente que los oligarcas hacían eco de su propuesta de autonomía, también a la española o a la belga), muestran ahora un proceder cuyo combustible era el atractivo del poder. Por eso sus lecturas de la realidad se miden según la obtención de más poder, lo cual, inevitablemente, le lleva a pactar con quienes detentan el poder; por eso sus interlocutores ya no son los “movimientos sociales” (la “multitud” según su óptica, es decir, lo in-forme, lo que hay que dar forma, siempre, desde arriba), sino los que se aferran desesperadamente al poder. Un gobierno nacional-popular se sostiene no por sus elites sino por su base popular (el interés privado debe ser constantemente interpelado por el bien común); esta base es el poder en su sentido originario, que delega su voluntad de cambio a un gobierno determinado y que siempre tiene el derecho de reclamarle sus acciones. El “mandar obedeciendo” es el principio político que relativiza el poder que domina y le devuelve su fundamento: una política de liberación tiene como última referencia al pueblo oprimido.
Pero cuando la última referencia es uno mismo, entonces desde arriba se acaba imponiendo un modelo que debe garantizar la tenencia del poder, condición “sine qua non” la realización del modelo previsto es imposible. Entonces todo deviene en “lo mismo”, porque la lógica del poder se ha reproducido, y su mantención genera, otra vez, la sordera primero y la imposición después. La constituyente era una demanda histórica nacional-popular. Por eso la desesperada oposición de las elites. El momento histórico, nacional e internacional, era y es todavía el ideal para posibilitar una democratización de todas las áreas de la sociedad boliviana; pero la miopía política del sector intelectual del gobierno muestra el típico encogimiento del sorprendido por la libertad (que aún le cuesta creer su nueva realidad y se mueve timorato en el espacio que siempre le fue negado).
Esa miopía intelectual les hizo leer mal los tiempos en política; confiados en el apoyo popular como carta blanca, van aplazando las medidas radicales para un después que no llega y se apresuran a una convocatoria constituyente que, previo pactos (con quienes no debieran pactar: los grupos de poder que ya se muestran prepotentes en la oposición parlamentaria, las prefectura y los comités cívicos de Tarija y Santa Cruz), consolidan una representación excluyente que privilegia a los partidos de la derecha (PODEMOS, UN, MNR, ADN, etc.), sumado a ello, la imposición de una autonomía que garantiza, eso sí, perpetuar la estructura colonial de este país (favor hecho a los terratenientes, latifundistas y otros grupos de poder). El apoyo internacional logrado y la legitimación popular de la última elección nos brindan la mejor posibilidad de empezar una serie de cambios estructurales (mientras la derecha no se sostiene en su derrota y el pueblo empieza a creer en sí mismo). Pero el gobierno se apresura en una constituyente sin saber siquiera qué irá a hacer allí (hasta mete la pata en sus propios cálculos de representación) y posterga hasta no se sabe cuando la nacionalización (y otras medidas, como la anulación del decreto 21060, gracias al cual, el neoliberalismo hace nido en Bolivia, o aquel decreto hecho por el actual prefecto de Tarija cuando era presidente de la cámara de diputados, “good timing” diría un gringo, por el cual hace de su departamento un semi-Estado, con el poder legal de decidir qué hacer con la riqueza hidrocarburífera que se encuentra en su nuevo feudo).
Parece que lo más recomendable era actuar al revés: iniciar los cambios estructurales de principio, promover una democratización radical de la sociedad, de modo que la constituyente vaya construyéndose desde todos los ámbitos de una sociedad organizada: la configuración de un poder popular desde abajo. Pero parece que primó el modelo que ya traían cocinado y ahora observamos cómo se arma una constituyente para certificar algo que ya estaba previsto (que, para colmo, tampoco tiene todas las de ganar); o, en el peor de los casos, es el miedo a perder el poder lo que lleva a consensuar lo que sea y con quien sea.
La tesis del “empate catastrófico” era precisamente eso: se arriesga el triunfo con la mediocre defensa de lo apenas logrado. Lo mismo sucede en nuestro fútbol, por cuidar un magro resultado y desistir del ataque, acabamos perdiendo el partido en el minuto final. Y el nuevo abanderado de la clase media (el que dicen los medios “arregla los desaciertos del Evo”) y el ya reconocido por la oposición parlamentaria (adonde se reciclaron los beneficiarios del robo de este país) como el “gran conciliador”, resulta ahora el que nos va a regalar una constituyente hecha a su imagen y semejanza; ¿no es acaso la misma siempre figura (el “salvador”) que busca una idiosincrasia educada en la sumisión? Esta idiosincrasia acude ahora a los elementos simbólicos de esta nueva coyuntura para encaramarse en el poder; el “evismo” (convertir un liderazgo meritorio en otro “culto a la personalidad”) es ahora el escudo que les garantiza la justificación de sus prácticas (las mismas de quienes siempre aspiran al poder: la prebenda, el cuoteo, la corrupción hecha programa de vida).
Es en estas condiciones cuando la crítica se hace más necesaria, no con un afán desestabilizador (un favor que ni la derecha imagina, de tan inepta, torpe y previsible; eso es, precisamente, lo triste: el contrincante menos respetable es el más predecible), sino para defender el proceso que hizo posible al primer presidente indígena de América (Evo es el deseo de un pueblo que quiere creer en su propia autodeterminación). La crítica es nuestra velita porque somos parte de este logro, porque nuestros proyectos (individuales y comunitarios) han encontrado un nuevo sentido gracias a quienes dieron sus vidas para que podamos imaginar otro destino. Pero estamos, otra vez, al borde del “retorno de lo mismo”, porque el circuito de traiciones siempre viene de la mano de miopías intelectuales que nunca están a la altura de los acontecimientos que provocan los eternos excluidos de este país. La palabra de las víctimas (los siempre negados por quienes se hacen con el poder) no tiene segundas intenciones. La ética de la víctima no se mueve en el cálculo ni en el interés solapado; no pide lo imposible, sólo quiere lo humanamente sensato: que la dignidad empieza por la economía, que una justa redistribución es posible, porque es necesaria para preservar la vida. Pero ello precisa pensar otra economía y otra política; algo prácticamente imposible a quienes repiten la misma economía y la misma política (pensada siempre afuera y aplicada adentro).
Siempre he sostenido que el MAS como aglutinador de organizaciones, como “instrumento político para la soberanía de los pueblos”, IPSP, constituía la novedad y la esperanza de construcción de nuevas estructuras políticas; pero cuando el mismo MAS actúa como típico partido político, deja mucho que desear. Parece que ahora el MAS está siendo subsumido por una ortodoxa lógica partidaria; de allí que se evidencien prácticas verticales, copamientos jerárquicos de advenedizos (“profesionales” de la política), alejamientos forzados (¿purgas?) de otrora militantes que hasta enfrentaron la prepotencia fascista de las elites y la exclusión camuflada de sectores indígenas. ¿No es esto aquel jacobinismo que “nuestro” vicepresidente se entusiasma en evocar? Esperemos que, por lo menos, esa nostálgica evocación sea cierta: que él sea “el último jacobino”.
La Paz, abril de 2006
Rafael Bautista S.
Autor de “OCTUBRE: EL LADO OSCURO DE LA LUNA”
Ed. Tercera Piel (colección “letra viva”), La Paz, Bolivia
El poder tiene hoy más intelectuales a su servicio, como nunca antes en la historia mundial. El modo de reproducción que muestra el poder, haciendo nido en las más inverosímiles circunstancias es, entre otras cosas, la habilidad discursiva que le brinda una intelectualidad educada para eso: para perpetuar el poder. Esta manera de entender el poder es la que inaugura la modernidad: el poder como asalto, cuya posesión desata un celo capaz de socavar todo (a condición de mantenerlo). De este modo, el poder se entiende en términos de dominio, de uso “legítimo” de violencia.
La burguesía (desde que nace en la arena política) entiende así el poder; se sirve de las revoluciones, manipula sus logros, aprovecha políticamente un poder (manifestado originariamente como “volonté generale”) para luego detentarlo como ejercicio impositivo de sus intereses. Así aparece el poder como dominio (violencia institucionalizada) y así lo entienden los teóricos de la política moderna, desde Hobbes hasta Weber; de lo que se trata, para la ciencia política moderna, es cómo efectivizar y racionalizar tal ejercicio, desapareciendo, del todo, una consideración inicial: ¿qué hizo posible tal ejercicio?
Toda la modernidad encubre el origen mismo del poder: hay una delegación inicial, la soberanía popular que hace posible la constitución del ejercicio del poder. Por eso la burguesía nunca rinde cuentas a quienes hicieron posible la detentación del ejercicio del poder. La revolución francesa no mata solamente al rey y la aristocracia, mata también a los primeros representantes de los derechos humanos: Olympe de Goughes (la feminista) y Babeuf (el líder de la emancipación obrera). Porque una vez consolidada la revolución, lo que se afirma son los derechos pensados a partir del mercado: los derechos del propietario; de allí que, la “liberté, egalité et fraternité”, tengan como su centro las relaciones mercantiles. De allí en adelante, ya no importará la delegación original que hace posible la revolución; sino que toda la política se diluirá en el poder entendido como uso legítimo de la violencia, en la efectivización de sus procedimientos institucionales, en la instrumentalización de todo poder originario constituyente para su subsunción en el poder ya constituido y sacramentado como “lo que no se puede cambiar”.
La intelectualidad moderna es la que trabaja para hacer posible todavía el poder como ejercicio de la violencia. No saben cómo salir de esta aporía: el poder es sólo violencia (la política es lucha por el poder); de ese modo, hacen malabares para subir a él (porque creen ingenuamente que una vez allí pueden cambiar las cosas). Porque consideran que el poder es algo que se asalta. En realidad lo que se asalta son las instituciones, que son sólo mediaciones para posibilitar los fines que proyecta un poder originario (la soberanía popular). Pero, pero otro lado, esta intelectualidad parte, además, siempre de modelos ideales (como toda la modernidad) que, al no encajar en la realidad, entonces la fuerzan para acomodarse al modelo que inventaron en sus escritorios. Es decir, formulan un modelo que, si no funciona, es porque la realidad está mal; entonces hay que intervenir en la realidad (en la sociedad, en los hombres), hay que ejercer dominio sobre ellos para que se ajusten a la teoría. Es decir, piensan (aplican) teorías, pero nunca se dan la tarea de pensar la realidad, la juzgan siempre desde sus teorías, creyendo que la equivocada es ella (y no el que postula la teoría). Pero el ámbito del error no es la realidad, sino lo que se predica de ella: toda tesis es siempre una hipótesis.
La modernidad inaugura un modo defectivo de considerar la realidad: su des-consideración; porque devaluada la realidad a “res (cosa) extensa”, plano homogéneo, a materia estática y previsible, sólo queda hacer de ella una “fría” descripción (ella es “lo que los marcos teóricos han dicho lo que es, y no puede ser más”). El modelo de la ciencia natural entonces prescribe lo que puede y debe hacer la ciencia social. La sociedad se concibe entonces como objeto y el ser humano como un mero ente funcional (otro objeto). Este mito moderno les hace creer que lo conocen todo, por eso sólo se dedican a corroborar la infalibilidad de la teoría.
Ahora podemos entrar en materia. La intelectualidad de derecha ya nos ofreció un aprendiz de brujo; el vicepresidente “ilustrado” Carlos Mesa (cuya “ilustración” se había estancado en el absolutismo del siglo XV: siempre estaba “absolutamente” convencido de “su” verdad, imposibilitando toda posibilidad de diálogo). Ahora la intelectualidad de izquierda nos vende gato por liebre; nos ofrece otro vicepresidente (Álvaro García Linera) que tiene “todo claro”, o sea, otra vez, ¿cómo podría demostrársele algo distinto a quien tiene “todo claro”? Y nos vende gato por liebre, porque debemos asumir “su utopismo” como “nuestra utopía”; es decir, de la crítica al modelo neoliberal, la capitalización, globalización y la consecuente esperanza en un mundo mejor, ahora debemos celebrar ciegamente los vaivenes y los dislates de un gobierno (producto de la movilización nacional-popular) sospechosamente “prudente”. En eso consiste el “utopismo”: en la celebración ciega de las condiciones presentes, porque su mantención “a toda costa” es supuestamente la garantía de ese mundo mejor. Entonces no cabe la crítica y es mejor callarse, porque toda crítica sería un favor a la derecha.
Entonces situemos la crítica. Un gobierno criatura del pueblo es posibilidad de construcción de un Estado-Nacional-Popular. La nacionalización y la constituyente no eran demandas sectoriales o coyunturales; eran y son la condición fundamental para fundar un otro país. El pueblo boliviano, desde sus más olvidados rincones, acuñó estas condiciones después de haber probado todo para hacer entender a los gobiernos que íbamos por mal camino. Pero los gobiernos son sordos y creen siempre que el equivocado es el pueblo (“ellos siempre están bien, lo que está mal es la realidad”, por eso no escuchan), porque son fieles pupilos de la modernidad: quien se resiste a “avanzar” tiene que ser desplazado (“relocalizado”) de la autopista del “desarrollo”.
Una historia. En México (gobierno de Fox) apareció un proyecto sumamente ambicioso: la construcción de un aeropuerto ultramoderno, cuyo único obstáculo consistía en la negativa de los indígenas a vender sus tierras. La sociedad del Distrito Federal miraba “indignada” una marcha protagonizada por indígenas (con mazorcas y machetes) que se resistían a vender sus tierras; Televisa se regodeaba mostrando la “insensatez” y la “irracionalidad” de los indios: ¿por qué no quieren vender sus tierras si el gobierno les ofrece mucho dinero? El periodista despistado (que considera su sorna “objetiva”) no esperaba esta respuesta (de un anciano de mirada cargada de siglos de opresión):
- Yo quisiera preguntarle al presidente Fox si está él dispuesto a vender a su madre. Porque para nosotros la tierra es como nuestra madre. Y la madre no se vende.
Este “nuestro” gobierno está reproduciendo aquella sordera. La sordera viene cuando el poder se torna auto-referente, cuando se hace criterio de sí mismo, cuando se encierra en la certidumbre propia y se amputa toda posibilidad de apertura. El poder es tautológico porque no tiene otro criterio para evaluarse más que el suyo propio, entonces justifica todo, sus desatinos y hasta sus excesos. El paradigma moderno del poder es su fetichización: es el ídolo sobrehumano que toma el lugar de Dios y toda oposición la cataloga como la “enemiga de Dios”). El Estado moderno no es un Estado secularizado y el poder civil sigue siendo tan religioso como en la edad media (sólo que ha cambiado a Dios por ídolos). Y como identifica la toma al poder como la realización del “reino del milenio”, entonces no hay lugar para la crítica. Por ello, toda consecuencia de la política moderna conduce al totalitarismo; el gulag y el holocausto son “occidente in extremis”, como fue la respuesta neoliberal en Bolivia: no importan los muertos, son “costos que el mercado puede sufragar”. Cuando la izquierda asume estos mismos principios entonces reproduce la lógica que deriva en la mantención del poder a toda costa, porque se cree que todo se soluciona desde arriba en forma de imposición de un modelo que algún “genio” quiere hacer realidad.
El proyecto de “nuestro” vicepresidente siempre fue moderno. Su modelo de “capitalismo andino” siempre buscó el desarrollo de las economías informal y tradicional desde la inocente asunción del patrón de acumulación capitalista (fiel al modelo ortodoxo de izquierda: “hay que cumplir las tareas que la burguesía dejó pendientes”). No dándose cuenta que tal proceso de acumulación está pensado a partir del desarrollo de los centros económicos, cuyo crecimiento depende de la postergación de las colonias; es decir, el supuesto “desarrollo” está preescrito por un modelo que ha constituido al “centro” en eje del “desarrollo”, de este modo debe adoptarse un patrón de acumulación que acaba siempre postergando a la “periferia”, porque esa lógica consolida un sistema-mundo que ordena el mercado mundial en torno a la maximización económica del “centro”. Condición de la imposición de la economía capitalista en la “periferia” es la destrucción paulatina de sus economías tradicionales. El capitalismo no es sólo extracción de excedente; es, en primera instancia, des-estructuración de la economía tradicional y de la sociedad para re-ordenarlos en torno a la producción de excedente (exportadores de materias primas). O sea, la sociedad en torno a la producción de excedente es posible porque primeramente se destruye la base económica tradicional para hacerla dependiente de otro patrón de acumulación, en este caso, la maximización del capital. En tales condiciones no hay convivencia “normal” de estas economías; una vive a costa de la otra, la competencia de capitales en la globalización es una lucha donde quien no acumula más valor muere, por ello la explotación en la “periferia” es más despiadada, porque la desigualdad tecnológica y la subordinación política (deuda e inversión extranjera) condena a los países pobres a transferir plusvalor extraordinario (explotación humana al infinito) al “centro”, siempre en ascenso.
La tesis del “capitalismo andino” buscaría intervenir en la economía tradicional para impulsar su “despegue”, o sea, a subsumirse en la lógica de acumulación capitalista. Esa es la “falacia desarrollista”: el único modelo a seguir es el seguido por Europa. Pero no es la economía informal y menos la economía tradicional las que imposibilitan el “desarrollo”. Es, más bien, el sector burgués de la economía el que arrastra a toda la sociedad al subdesarrollo; porque su existencia depende de la mantención de una estructura (nacional y mundial) que hace posible su dependencia sistemática. Por ello, el moderno-sistema-mundo corrompe a las elites de los países pobres para asegurar la estructura económica mundial; beneficia a sus elites a costa del subdesarrollo de sus sociedades, o sea, son ellas y la economía que patrocinan y ejercen la que arrastra a sus sociedades al subdesarrollo. Entonces, la intervención estructural debe hacerse a ese sector: el sector burgués. Para ello, son los principios (filosóficos, económicos y políticos) de la sociedad burguesa los que merecen el des-montaje y su re-consideración desde criterios ético-políticos de defensa de la reproducción de la vida de las víctimas (no del capital). La explotación despiadada de hombre y naturaleza es posible por una lógica que devalúa ambos a la condición de objeto. El sujeto que concibe esta lógica ha pasado del yo-conquisto al yo-pienso y al yo-domino. Se postula universal y portador absoluto de la verdad, devaluando todo pasado e imponiendo su proyecto (estar en la riqueza) como el adelante al que todos deben de someterse. Su libertad es libertad de propiedad, su propiedad es su derecho natural y su derecho es ley sobrehumana. Si estos principios no se ponen en suspenso, entonces todo proyecto, incluso los supuestamente alternativos, caerán en la reproducción de una lógica que, no en vano, lleva más de cinco siglos sofisticándose.
El cuestionamiento a la modernidad ya no es asunto sólo de identidad. Las consecuencias de su lógica son cruelmente evidentes: 80% de la humanidad arrastrada a la miseria, daños medioambientales que desatan consecuencias irremediables; el 20% más rico del mundo derrocha el 80% de los recursos naturales y el resto pobre no tiene ni siquiera un acceso afectivo para repartirse el 20% sobrante. La lógica de acumulación capitalista ya no puede ni quiere solucionar el desempleo masivo (incluso en sus respectivos países); después de la caída del muro (festejada con la construcción de nuevos muros) ya no le interesa demostrar a nadie sus supuestas “bondades”. Se impone sin más. Y si ya no le interesa incluir más trabajo, tampoco le interesa construir más democracia. De este modo nos movemos en una aporía: una liberación que promueve la falacia desarrollista acaba logrando, de modos más efectivos, un nuevo sometimiento. Una izquierda intelectual que cae en semejante autocontradicción, acaba claudicando sus principios ante las consecuencias de sus invenciones; por ello no es de extrañar que “nuestro” vicepresidente nos advierta que la constituyente sólo será una reforma: “sólo se cambiará un 20% (los números suelen ser paródicos). Para convencerse (y convencernos) después de que la equivocada no es la teoría sino la realidad, la intelectualidad patrocina un falso realismo que es, en realidad, el sometimiento a lo dado (el sistema-mundo-moderno) como lo “natural”, lo que no hay que tocar, sino aceptarlo: “queremos ser modernos e insertarnos en la globalización”. Pero vivimos insertos en la globalización desde el 1492 y nuestro lugar, dentro de ella, siempre ha sido y será la parte perdedora; porque su lógica de acumulación es concéntrica. Quien no considera esto es porque nunca cuestiona los principios de los cuales parte la modernidad y asume ingenuamente su pantalla emancipatoria, sin escarbar jamás lo que hay detrás de ella. El mito sacrificial que inaugura, la “acumulación originaria” (que habla Marx), es la devaluación de nuestra condición humana como condición de la superioridad aria-europea-occidental-moderna. Esta superioridad ideológica no es sólo práctica sino también teórica y se expresa de modos sumamente sofisticados en la ciencia social contemporánea, seduciendo a una intelectualidad ávida de modas: “estar en lo último” (las teorías como las flamantes mercancías en el mercado de la información).
No en vano “nuestro” vicepresidente era el prototipo del analista, cuyo quehacer “científico” sólo consistía en “describir” los hechos (objetividad neutra que postula el que piensa entre cuatro paredes, como Descartes), cuantificar estadísticas y, una vez en el poder, sacar, como varita mágica (las fórmulas de Bourdieu o Negri, Habermas o Rorty, la última moda intelectual) la solución de todo. Sus vaivenes mediáticos (contentando a unos y otros) y sus coqueteos a la elite de Santa Cruz (creyendo ingenuamente que los oligarcas hacían eco de su propuesta de autonomía, también a la española o a la belga), muestran ahora un proceder cuyo combustible era el atractivo del poder. Por eso sus lecturas de la realidad se miden según la obtención de más poder, lo cual, inevitablemente, le lleva a pactar con quienes detentan el poder; por eso sus interlocutores ya no son los “movimientos sociales” (la “multitud” según su óptica, es decir, lo in-forme, lo que hay que dar forma, siempre, desde arriba), sino los que se aferran desesperadamente al poder. Un gobierno nacional-popular se sostiene no por sus elites sino por su base popular (el interés privado debe ser constantemente interpelado por el bien común); esta base es el poder en su sentido originario, que delega su voluntad de cambio a un gobierno determinado y que siempre tiene el derecho de reclamarle sus acciones. El “mandar obedeciendo” es el principio político que relativiza el poder que domina y le devuelve su fundamento: una política de liberación tiene como última referencia al pueblo oprimido.
Pero cuando la última referencia es uno mismo, entonces desde arriba se acaba imponiendo un modelo que debe garantizar la tenencia del poder, condición “sine qua non” la realización del modelo previsto es imposible. Entonces todo deviene en “lo mismo”, porque la lógica del poder se ha reproducido, y su mantención genera, otra vez, la sordera primero y la imposición después. La constituyente era una demanda histórica nacional-popular. Por eso la desesperada oposición de las elites. El momento histórico, nacional e internacional, era y es todavía el ideal para posibilitar una democratización de todas las áreas de la sociedad boliviana; pero la miopía política del sector intelectual del gobierno muestra el típico encogimiento del sorprendido por la libertad (que aún le cuesta creer su nueva realidad y se mueve timorato en el espacio que siempre le fue negado).
Esa miopía intelectual les hizo leer mal los tiempos en política; confiados en el apoyo popular como carta blanca, van aplazando las medidas radicales para un después que no llega y se apresuran a una convocatoria constituyente que, previo pactos (con quienes no debieran pactar: los grupos de poder que ya se muestran prepotentes en la oposición parlamentaria, las prefectura y los comités cívicos de Tarija y Santa Cruz), consolidan una representación excluyente que privilegia a los partidos de la derecha (PODEMOS, UN, MNR, ADN, etc.), sumado a ello, la imposición de una autonomía que garantiza, eso sí, perpetuar la estructura colonial de este país (favor hecho a los terratenientes, latifundistas y otros grupos de poder). El apoyo internacional logrado y la legitimación popular de la última elección nos brindan la mejor posibilidad de empezar una serie de cambios estructurales (mientras la derecha no se sostiene en su derrota y el pueblo empieza a creer en sí mismo). Pero el gobierno se apresura en una constituyente sin saber siquiera qué irá a hacer allí (hasta mete la pata en sus propios cálculos de representación) y posterga hasta no se sabe cuando la nacionalización (y otras medidas, como la anulación del decreto 21060, gracias al cual, el neoliberalismo hace nido en Bolivia, o aquel decreto hecho por el actual prefecto de Tarija cuando era presidente de la cámara de diputados, “good timing” diría un gringo, por el cual hace de su departamento un semi-Estado, con el poder legal de decidir qué hacer con la riqueza hidrocarburífera que se encuentra en su nuevo feudo).
Parece que lo más recomendable era actuar al revés: iniciar los cambios estructurales de principio, promover una democratización radical de la sociedad, de modo que la constituyente vaya construyéndose desde todos los ámbitos de una sociedad organizada: la configuración de un poder popular desde abajo. Pero parece que primó el modelo que ya traían cocinado y ahora observamos cómo se arma una constituyente para certificar algo que ya estaba previsto (que, para colmo, tampoco tiene todas las de ganar); o, en el peor de los casos, es el miedo a perder el poder lo que lleva a consensuar lo que sea y con quien sea.
La tesis del “empate catastrófico” era precisamente eso: se arriesga el triunfo con la mediocre defensa de lo apenas logrado. Lo mismo sucede en nuestro fútbol, por cuidar un magro resultado y desistir del ataque, acabamos perdiendo el partido en el minuto final. Y el nuevo abanderado de la clase media (el que dicen los medios “arregla los desaciertos del Evo”) y el ya reconocido por la oposición parlamentaria (adonde se reciclaron los beneficiarios del robo de este país) como el “gran conciliador”, resulta ahora el que nos va a regalar una constituyente hecha a su imagen y semejanza; ¿no es acaso la misma siempre figura (el “salvador”) que busca una idiosincrasia educada en la sumisión? Esta idiosincrasia acude ahora a los elementos simbólicos de esta nueva coyuntura para encaramarse en el poder; el “evismo” (convertir un liderazgo meritorio en otro “culto a la personalidad”) es ahora el escudo que les garantiza la justificación de sus prácticas (las mismas de quienes siempre aspiran al poder: la prebenda, el cuoteo, la corrupción hecha programa de vida).
Es en estas condiciones cuando la crítica se hace más necesaria, no con un afán desestabilizador (un favor que ni la derecha imagina, de tan inepta, torpe y previsible; eso es, precisamente, lo triste: el contrincante menos respetable es el más predecible), sino para defender el proceso que hizo posible al primer presidente indígena de América (Evo es el deseo de un pueblo que quiere creer en su propia autodeterminación). La crítica es nuestra velita porque somos parte de este logro, porque nuestros proyectos (individuales y comunitarios) han encontrado un nuevo sentido gracias a quienes dieron sus vidas para que podamos imaginar otro destino. Pero estamos, otra vez, al borde del “retorno de lo mismo”, porque el circuito de traiciones siempre viene de la mano de miopías intelectuales que nunca están a la altura de los acontecimientos que provocan los eternos excluidos de este país. La palabra de las víctimas (los siempre negados por quienes se hacen con el poder) no tiene segundas intenciones. La ética de la víctima no se mueve en el cálculo ni en el interés solapado; no pide lo imposible, sólo quiere lo humanamente sensato: que la dignidad empieza por la economía, que una justa redistribución es posible, porque es necesaria para preservar la vida. Pero ello precisa pensar otra economía y otra política; algo prácticamente imposible a quienes repiten la misma economía y la misma política (pensada siempre afuera y aplicada adentro).
Siempre he sostenido que el MAS como aglutinador de organizaciones, como “instrumento político para la soberanía de los pueblos”, IPSP, constituía la novedad y la esperanza de construcción de nuevas estructuras políticas; pero cuando el mismo MAS actúa como típico partido político, deja mucho que desear. Parece que ahora el MAS está siendo subsumido por una ortodoxa lógica partidaria; de allí que se evidencien prácticas verticales, copamientos jerárquicos de advenedizos (“profesionales” de la política), alejamientos forzados (¿purgas?) de otrora militantes que hasta enfrentaron la prepotencia fascista de las elites y la exclusión camuflada de sectores indígenas. ¿No es esto aquel jacobinismo que “nuestro” vicepresidente se entusiasma en evocar? Esperemos que, por lo menos, esa nostálgica evocación sea cierta: que él sea “el último jacobino”.
La Paz, abril de 2006
Rafael Bautista S.
Autor de “OCTUBRE: EL LADO OSCURO DE LA LUNA”
Ed. Tercera Piel (colección “letra viva”), La Paz, Bolivia
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