Una transformación profunda sucede de un modo que su suceder sacude. Es un sacudón que se produce en la subjetividad; un despertar que se reprocha a sí misma: el letargo duró mucho tiempo. De pronto las cosas aparecen no como son usualmente sino como son en verdad; todas las contradicciones aparecen expresando un sujeto enfrentado a sí mismo, es decir, a su historia. Y la conciencia se descubre descubriendo su mundo, el paso necesario de la toma de conciencia: la conciencia se hace conciencia nacional (el triunfo o el fracaso, el destino de la nación, es destino del individuo). Esta toma de conciencia es histórica y política; histórica como acumulación y política como concentración, y aparece, en primera instancia, en el lugar de las transformaciones, en el eje donde se construye la nueva hegemonía.
Por eso La Paz sube simbólicamente a El Alto, de ese modo reconoce al origen del cambio. El Alto es la expansión rural, es decir, es la presencia indígena que cerca y descentra al centro del poder. Es la profundidad de la nación que interpela a un Estado que nunca la había expresado. Que La Paz haya subido y ya no El Alto haya bajado simboliza la autoconciencia que se reconoce: La significación real de una nación siempre había estado en sus márgenes, en aquella exterioridad que nunca se consideró como parte del país, en lo excluido centenariamente: el indio. Subir significa ascender y el ascenso es histórico: sólo se puede lograr perspectiva de futuro desde las raíces más profundas. Y nuestras raíces no son ni griegas ni latinas (que pregona la mentalidad colonial), menos europeas, o sea, modernas. Nuestras raíces son indias. Lo nacional que tenemos lo tenemos por lo indígena.
La contundencia del kawildo fue trascendental porque lo nacional estaba expresado allí. Porque lo nacional es lo popular y pueblo es el bloque histórico cuya vanguardia está en las naciones indígenas. No se le puede pedir a La Paz una respuesta regional ante el virus regionalista de las oligarquías de Santa Cruz o Tarija; las oligarquías son regionalistas porque son incapaces de vivir la tierra y el territorio como algo nacional, como algo que excede intereses privados y proyecta, más bien, un interés común. El calificativo de centralista no corresponde al lugar donde aparece el proyecto nacional; pues el centralismo siempre fue de la casta señorial y de sus apetitos mezquinos. El lugar de su poder está donde está la riqueza, por eso le es fácil cambiar de lugar después de dejar hambre y miseria (por eso ahora busca desprenderse o quitarle al pueblo su hegemonía, cambiando de sitio el poder). Si en una primera instancia se instaló en Sucre, fue por el circuito de la plata; su mentalidad rentista le condenó siempre a vivir estirando la mano; por eso mendigaba afuera pero latigueaba adentro. Su superioridad inventada fue el único lugar identitario del que afanaba porciones de placer sadomasoquista: destruyendo al indio se destruía a sí mismo. Fue una casta siempre inútil y sus costosos apetitos la condenaron siempre a jamás plantearse otra forma de desarrollo que no sea desarrollando a los vecinos. Por eso Aniceto Arce no veía otra opción para Bolivia que ser Chile, o sea, auto-anularse. Por eso la oligarquía camba opta por el nuevo programa que estipula el imperio: es mejor alimentar autos de ricos que alimentar a un país de pobres. La visión señorial de esta casta social le nubló toda pretensión de soberanía, por eso estableció una relación con su espacio de modo exclusivamente patrimonial y gamonal, condenándola a hacer de la derrota y la humillación un programa de vida (no otra cosa es la admonición señorial del expresidente Mesa: “somos un país limosnero”; lo somos porque ellos así lo decidieron, ante lo cual sólo les restaba decir, como a su patrón, el Goni: “dios salve a Bolivia”).
De ese modo, no supieron retener siquiera la extensión de tierra que les cayó del cielo, y hasta aceptaron unas cuantas monedas por el Litoral, porque ese territorio estaba lejos del corto alcance de sus vistas, que sólo sabían ver sus propiedades, de modo que deshacerse de él, era como deshacerse de un peón o de una carroza. Esto configuró un tipo de mentalidad que nunca pudo construir nación, porque siempre luchó contra ella. El movimientismo burgués no cambió de visión, porque fue sólo un relevo de clase; la nueva acumulación se produjo a costa, otra vez, del indio. La nueva burguesía (que aspira a ser moderna, porque sabe, en el fondo de su alma, que es premoderna y feudal) hizo del centralismo su trinchera; desde Banzer el ingreso fiscal tuvo casi un único destinatario: la oligarquía camba. El verdadero centralismo fue su potenciamiento económico, cuyo verdadero “milagro”, “pujanza” y “progreso” no fue sino la desviación gratuita de recursos a esa nueva oligarquía, o sea, fue, como de costumbre, a costa del desarrollo de otros, en este caso, del resto del país; ¿o acaso el auge de la industria cañera de Santa Cruz no fue a costa de San Buenaventura, o el eje troncal a Santa Cruz no fue a costa de la vertebración con el norte paceño y Pando y Beni, aplazada desde Barrientos?
Cuando ahora nos acusa de sus propios desvaríos y clama por volver a Sucre, es algo que históricamente se puede entender, pues no resulta extraño. Una casta señorial necesita de la recuperación de sus símbolos para maquillar su anacronismo con glorias pasadas (que nunca existieron). Precisa volver a sus héroes una mentalidad aristocrática que ha vivido siempre del pasado, del qué tiempos aquellos (cuando azotábamos a los indios públicamente); de ese modo recuperar su soberbia que se diluye en el presente ante su incompetencia y su falta ya no sólo de prudencia sino de tino. En realidad los verdaderos atrasados son los oligarcas, que nunca pudieron transformar este país pues nunca se propusieron transformarse a sí mismos; pues nunca superaron su primer y último deslumbramiento, el mito que los condenó a consumir y nunca a producir: El mito de la riqueza en forma de milagro, su codicia embelesada por el Dorado o el Gran Paitití, la aparición súbita de excedente. De ahí proviene una mentalidad limosnera que espera todo sin el más mínimo esfuerzo. Por eso se mueven a donde se encuentra la riqueza y allí establecen sus nuevas posesiones, apartando de sus propósitos toda construcción nacional, porque la desidia no se propone construir nada y menos algo tan titánico como una nación, porque lo único que les preocupa es que el nuevo excedente les procure sus nuevos deseos.
El carácter conservador les viene de allí, pues no se plantean una transformación (de sí y de su sociedad) sino sólo el modo de disfrutar inmediatamente la nueva riqueza (por eso es incapaz de retenerla, pues una casta improductiva sólo sabe consumir); y el contingente de relevo que poseen entre sus clases subalternas también reproduce este conservadurismo, de modo que se produce una sociedad (urbana) que no se reforma a sí misma, ni intelectual ni políticamente, y generacionalmente reproduce todas las taras que nunca se superan sino que se arrastran como una maldición. Taras que arrastra la oligarquía desde que bajó de sus barcos en el Muevo Mundo. Cultura de segundones, ambiciosos y oportunistas; quienes del señorío sólo tenían la frustración revanchista de no serlo, al poner sus pies en tierras de indios se hacían llamar Señor por aquel que, desde entonces, sometieron como su siervo natural: el indio. Por eso su superioridad se constituyó constituyendo nuestra inferioridad. Ese es el modo despótico de constitución de la subjetividad: se constituye esta no con el otro sino a costa del otro, o sea, a costa del indio. Por eso su señorío consiste en el atropello constante del prójimo, atropello sobre el cual se construyó este país, y atropello que estalla de modos irracionales cuando la nación, y en plural, las naciones, vuelven a levantar la voz y a enjuiciar al Estado racista y colonial, patrimonio de las oligarquías: ¡Nunca más una constitución sin nosotros!
Por eso el pasado no es el mismo. Pues mientras el pasado del pueblo (de las naciones originarias) está lleno de resistencia y luchas, el pasado del opresor es una suma de traiciones y vilezas, encubierta pero presente en su memoria, como aquellos fantasmas cuya única liberación consiste en destruirlos, por eso persigue a quienes le recuerdan su pasado, por eso los agrede y los humilla, por eso su único programa de vida es acabar con la parte india (que también posee, porque su sostén depende de lo que niega y eso va constituyendo su conflicto), es decir, acabar con la nación. El acoso de sus fantasmas es lo que ha constituido su mentalidad pérfida y entreguista; abrigándose siempre en el auxilio externo para lograr una estabilidad siempre precaria no consiguió otra cosa sino depender para siempre. Por eso en la última de las crisis, como octubre del 2003, optó por lo que mejor sabe: huir.
Por eso ahora arremete y muestra lo que su educación le ha enseñado: golpear. Y mete miedo con sus mass media, porque cada quien proyecta lo que tiene: el que tiene fortuna mal habida siempre tiene miedo a perderla. Y amenaza, atizando fuego aquí y allá, despertando pasiones y hurgando heridas, enfrentando a otros para aprovechar el río revuelto. El tema de la capitalía es una artimaña inventada para desestabilizar el proceso y el gobierno, porque ven indios en todo ello. Y si de hacer historia se trata, recordemos que instancias constituyentes se realizaron en Oruro, La Paz, Cochabamba, hasta en Tiquipaya, antes de que el sector oligarca, pertrechado en Sucre, se llevara la revolución de la independencia a su casa. El mismo mariscal Antonio José de Sucre propuso como capital a Oruro, quien dudó de instalarse en Sucre, porque allí mismo se atentó varias veces a su vida, pues la oligarquía se instaló allí y desde allí conspiraron contra todos los gobiernos que se propusieron la soberanía, el libertador Simón Bolívar, atendiendo a legítimas razones geopolíticas, propuso a Cochabamba, por ser centro estratégico del nuevo país; de modo que el argumento de Sucre como capital legítima, tiene más de ficción que de realidad, pues es recién en la década de los treintas del siglo XIX que aparece Sucre como capital, y ni siquiera plena, pues la “ley de radicatoria”, por la cual la capital dejaba la trashumancia y se proponía su asiento definitivo, Sucre, recién aparece en el gobierno de Fernández Alonso, es decir, finalizando el siglo XIX.
La oligarquía de ese entonces, como la actual, era todo menos boliviana, por eso postulará el libre cambio como el deseo por todo lo extranjero; gente como Arce o Pacheco o Baptista (o después Gabriel René Moreno) serán proingleses, prochilenos o proargentinos, o sea, apostaran por su propia negación como la única forma de afirmación. Por eso acudirán a la gloria colonial para invocar a Sucre como capital, porque su referencia está en su pasado y su “pasado glorioso” es la colonia. René Zavaleta dice que Chuquisaca no era Prusia; pues lo que debía decidirse políticamente, aquello que nadie todavía había acordado (la capitalía), quiso la oligarquía de Chuquisaca decidirlo por las armas y se enfrentó con su propia carencia: incapaz de despertar la defensa nacional (cuando apostó a perder el Litoral y el Acre) no podía tampoco despertar su propia defensa.
Tampoco la ubicación de La Paz despertó una vocación nacional en la nueva oligarquía. Sólo respondió a su necesidad rentista y estira mano, pues hasta el 1952, el grueso del ingreso fiscal siempre lo constituyó el tributo indígena (tributo racista: el indio paga por estar todavía vivo, así se mantiene un Estado colonial). Pero Sucre no podía controlar, desde su lejana locación, los levantamientos que nunca habían desmayado en la parte occidental (la limpieza étnica en el oriente también fue cruel, pues Santa Cruz se funda precisamente para vigilar las fronteras establecidas por el Tratado de Tordesillas y, además, “limpiar” de indios los nuevos asentamientos españoles); de allí que la tarea que se propone como cruzada “nacional” la nueva oligarquía será el confinamiento del enemigo determinado de modo preciso: el aymara; el mismo que había hecho posible el triunfo de Pando y el ejército liberal. Sobre una nueva traición se cimentaba un nuevo capítulo de un Estado racista y colonial.
Pero la posición de La Paz no era sólo estratégica para el poder, lo era también para la resistencia. El eje económico de La Paz no le debía nada a la colonia, pues siempre había sido, como Chuquiago Marka, eje del intercambio, del mercado entre los yungas, los valles y el altiplano. El lago y el altiplano paceño siempre habían sido eje de comunicaciones del antiguo Tawantinsuyo (la insurrección de Tupac Amaru, en el siglo XVIII, se prolonga con Katari hacia el sur por el eje que constituye el altiplano paceño) y la presencia mayoritariamente indígena no sólo conquista económicamente a la nueva sede de gobierno sino también culturalmente. Si la oligarquía nunca supo en qué consiste construir hegemonía, pues su fin no era incluir al indio sino exterminarlo, el indio terminará conquistando la ciudad con su cultura y, desde el aparecer de los movimientos campesinos, construirá hegemonía política desde la ciudad. De modo que, geopolíticamente, La Paz consigue, gracias al indio, el derecho de constituirse en centro de las decisiones nacionales, porque su sentido político radica en lo profundo de, lo que llama Zavaleta, lo nacional-popular; por eso su vocación no puede ser regional y pedirle eso a La Paz es inútil. Por eso una capital se ubica en el lugar de la hegemonía. Y la nueva hegemonía aparece en El Alto, en la parte indígena que termina por rodear y conquistar a la ciudad, cuyo desprecio por el campo (herencia moderna) no hacía otra cosa sino privarle de identidad; por eso La Paz sube y en ese subir le rinde reconocimiento. Rinde reconocimiento a la nación, a las naciones excluidas, a la única posibilidad que tenemos de construir un país digno y soberano; dotándole a esa forma política de convivencia política del único contenido que nos ha constituido siempre, pero históricamente negado: las naciones indígenas.
La Paz, julio de 2007Rafael Bautista S.Autor de “OCTUBRE: EL LADO OSCURO DE LA LUNA”Editorial “Tercera Piel”, La Paz, Bolivia rafaelcorso@yahoo.com