viernes, mayo 12, 2006

BOLIVIA: LA NACIONALIZACIÓN


PARTE 2: EL DÍA ANTES DE LA MADRUGADA

Por Rafael Bautista S.

“Son las cien de la tarde.
Hoy se reúnen todos los siglos
de una sola vez”.
Francisco Azuela

El primer día del quinto mes del sexto año del siglo XXI marca, como un parte aguas, el inicio del debacle del sistema-mundo-moderno. Y se inicia, precisamente, en el lugar que posibilitó la acumulación sistemática del primer dinero mundial. Fue gracias a la plata, proveniente de Zacatecas y Huancavelica, pero sobre todo de Potosí, que España (Castilla y Aragón, como el primer Estado moderno y prototipo imperial de las futuras Francia e Inglaterra) financia una armada capaz de romper el cerco musulmán, en Lepanto; que condenaba al mundo europeo a ser aquel “fin del mundo” que, hasta el siglo XVI, estaba relegado del mercado mundial. Los intentos centenarios de la “oscura Europa” por ingresar en aquel mercado (compuesto por los mundos árabe, hindú y chino, principalmente) siempre habían sido infructuosos. Las “cruzadas” nunca habían podido romper el cerco turco-musulmán (quienes controlaban el comercio en el mediterráneo oriental), por lo cual se veían obligados (Enrique el navegante tenía la flota más avanzada del occidente europeo, gracias a la cual, Portugal podía ser el timonel de la Europa del siglo XV) a atravesar toda la costa occidental africana, para así llegar a las costas de la India (viajes costosos que se contentaban con traer lo poco que podía sufragar tales empresas). El mercado del “camino de la seda” estaba fuera del alcance de Europa; no podía competir en él, porque no producía nada que interesase al mercado mundial, además de no contar con plata ni con oro, es decir, con dinero constante y sonante. Los relatos de viajeros, como Marco Polo, no hacían sino aumentar la codicia y la impotencia de una subjetividad que se contentaba con admirar, desde lejos, lo que producían culturas superiores a ella (prácticamente en todo).

Pero el “descubrimiento” de América cambió las cosas. Y digo “descubrimiento” porque quienes se “descubrieron” fueron los europeos, no nosotros. Se “descubrieron” en su ignorancia, porque la europea era la única cultura ignorante de la existencia del Sinus Magnus. En 1421, el almirante chino Zheng He, al mando de un centenar de juncos (cada uno de 200 metros de eslora), se dedicó a cartografiar el futuro “nuevo mundo”. Mapas chinos, hindúes y árabes, hasta el siglo XV, atestiguan la existencia de tierras en el extremo oriente del Sinus Magnus, hasta donde llegaba el comercio mundial (la mítica Catigara se precisaba en cartas náuticas en el actual Chimbote). La incursión de Colón no tiene nada de extraordinaria, cuando observamos la existencia de cartas marítimas, que pasaban de mano en mano en el mediterráneo (donde los fenicios siempre habían sido los peritos) que demostraban la posibilidad de llegar a “la tierra del gran Kan” por occidente. Las rutas de la civilización musulmana cubrían tres cuartas partes del mundo conocido, desde Al-Andaluz (España) atravesando todo el norte africano, llegaba al medio oriente, controlando las rutas de Samarcanda (que desembocaban en el mediterráneo oriental), el camino de la seda, el mar de la India, hasta Mindanao en las Filipinas. La expansión helénica de Alejandro el Magno jamás había podido atravesar la India (desde entonces occidente fue relegado hacia el occidente del mediterráneo, la parte extrema, la “finis térrea” del comercio mundial). China y la India, extensos imperios milenarios, comerciaban sus excedentes con el centro del mundo, es decir, con los árabes; no les interesaba expandirse hacia el oriente y menos hacia el occidente (el literal “fin del mundo”).

En 1492, los reyes católicos habían logrado la falaz “reconquista”, enseñoreándose de algo que nunca había sido suyo; porque los reinos de Castilla y Aragón habían sido constituidos por los visigodos, quienes habían recibido el favor de Roma de asentarse en las tierras del norte de la Hispania latina, poblada ya centenariamente por los “iberus” (cuya etimología nos conduce al nominativo de “hebreos”). Los judíos sefarditas llamaban Sefarad a lo que después los árabes van a denominar Al-Andaluz. Ambas culturas habían logrado, en ocho siglos, ser el puente cultural entre las más altas culturas del mundo (el Oriente) y la oscura, atrasada, supersticiosa y miserable Europa. La “oscura edad media” es sólo del mundo europeo, porque las otras culturas se encontraban en su pleno apogeo: Bagdad fue centro del mundo por cinco siglos, donde la filosofía árabe (la “falasifa” o “falsafa”) alcanzó la cúspide del racionalismo, secularizando el pensamiento filosófico; fueron los árabes quienes re-descubrieron a Aristóteles y, en pleno siglo VIII, lo expusieron sistemáticamente, cuando recién en el siglo XII (y gracias, a la “Escuela de Traductores de Toledo”, conformado por árabes y judíos) se lo estudiará en Paris. El mundo europeo había sido del todo periférico del Imperio Romano Occidental que, además, era atrasado con respecto del Imperio Bizantino Oriental. La toma de Constantinopla por los turcos obliga a su aristocracia a refugiarse en las ciudades del mediterráneo occidental como Venecia y así surge el llamado Renacimiento. Si antes habían recibido la civilización del cristianismo (con los monjes benedictinos), ahora los europeos recibirán la alta cultura de los griegos bizantinos. También en el 1492, Nebrija escribe la primera gramática moderna (la castellana) y el cardenal Cisneros da forma al primer Estado moderno, por sobre la Iglesia. El primer Estado moderno, España (contra el eurocentrismo, que afirmará hasta ahora, que África, o sea, lo atrasado, empieza al sur de los pirineos), ex-colonia de los musulmanes, desplegará fácticamente en el Nuevo Mundo, el fundamento de toda la filosofía política moderna. Una subjetividad, forjada en guerras centenarias, apocada y codiciosa, experimentará, por vez primera, la superioridad ante un “otro” jamás concebido. Ese “otro”, que pudo haber sido una revelación, acabó siendo “en-cubierto” por su “des-cubrimiento”. Se “en-cubrió” su humanidad devaluando todo su mundo. La admiración inicial pronto fue sepultada por la aspiración del nuevo hombre que se impondría en todo el globo: el hombre moderno aspira a la riqueza (porque nunca la tuvo y el no tenerla acumuló un resentimiento que se desató desde aquel 1492) y una vez que se le presentó la posibilidad de tenerla, no desmayará hasta tenerla del todo.

Es una subjetividad que alcanza su grado evidente en Hernán Cortés. Él es el “ego conquiro” (que no tiene miedo a arriesgar todo, porque no tiene nada), el antecedente práctico del “ego cogito”, fundamento filosófico de la política moderna; es el “ego” (que aparece en la rúbrica real: “Yo el Rey”) que funda la política como detentación del dominio y potestad sobre la obediencia que, a partir de una fundamentación metafísica (el substancialismo), re-organiza la civilización en función a la acumulación de poder. El afán expansionista moderno es único en la historia mundial, porque la concentración de riqueza y poder sólo puede lograrse, de modo efectivo, integrando a todo el planeta en un patrón de acumulación que concentra más riqueza en el centro siempre al precio de postergar a la periferia. Se puede decir que, la tasa acumulativa es mayor, cuanto mayor es la expansión y mayor es la pauperización del resto. De este modo, Europa logra, en sólo dos siglos, penetrar en el mercado mundial, gracias al poder militar financiado por la riqueza de las Indias Occidentales; e impone, sistemáticamente, un desarrollo deslumbrante que empieza, y acaba, socavando (como nunca antes en la historia mundial) las dos únicas fuentes de riqueza: hombre y naturaleza. El capitalismo deslumbra por su capacidad de producción y desarrollo tecnológico, pero oculta el precio real de toda aquella fascinación.

La consigna se hace clara: no hay acumulación sin expansión. Hoy en día, esa expansión se acuña con un eufemismo: globalización. Pero la actual globalización tiene un carácter más bien siniestro: en un mundo globalizado no hay salida. Como no la hubo para millones de originarios del Nuevo Mundo que padecieron, en carne propia, el “Reino de las Luces”, la “Era de la Razón”. La Modernidad nunca ofreció una salida: debíamos modernizarnos o padecer las consecuencias de, como decía Kant, nuestra “inmadurez culpable”. Modernizarnos consistía en asumir ciegamente las falacias eurocéntricas que empezaban a cobrar cuerpo. Desde Descartes, toda la filosofía moderna, había re-construido el conocimiento desde la relación sujeto-objeto, por la cual se constituía un sujeto universal, que no depende de ninguna otra determinación más de aquellas que él mismo se im-pone (atributo del Dios medieval), el sujeto que conoce es el sujeto que se expande por el mundo y constituye a la naturaleza (recurso, según el pensamiento moderno, “inagotable” de riqueza) y a las otras culturas en objeto: sólo puede ser sujeto el hombre moderno-europeo, una vez que se devalúan todas las otras culturas en pre-modernas.

El romanticismo alemán del siglo XVIII había organizado la historia mundial, de tal modo, que Europa aparecía ahora como el centro y el fin de la historia universal, conectando directamente Alemania con Grecia (que nunca fue europea, o sea, nunca miraba al norte bárbaro sino al sur negro, cuna de la civilización en los presocráticos, Herodoto y hasta el mismo Platón) y borrando a España y Portugal del destino moderno (el tinte ideológico y racista es evidente, ya no podían considerar a Egipto y al mundo semita como antecedente, porque Egipto era africano y negro, y los semitas eran los judíos y árabes que no podían mirar como sus antecedentes); la “nueva” educación, impuesta también como patrón universal, concebía un educando sin padres, sin pasado, sin historia, una nada que, como tabula rasa, se le constituirá desde afuera con los “nuevos” valores que proclama la Modernidad: el individualismo, la libertad como anarquía, la propiedad privada, el conocimiento como poder, la política como señorío sobre los obedientes, la economía como ciencia de los negocios, etc.; los “nuevos” valores harán posible el desarrollo autónomo de las relaciones de poder mundial, domesticando a las elites colonizadas; estas se encargarán de reproducir “eficazmente” el patrón de acumulación en sus países, de modo que la dependencia y el subdesarrollo sistemático sea el precio a pagar para la transferencia “eficaz” de riqueza a los centros de poder. En esta lógica se empeñaba el destino de nuestros pueblos por la prometida y deslumbrante riqueza que nunca se socializaba, porque era condición de su acumulación: mientras más miseria se lograba significaba más riqueza. El afán de ser modernos (siempre patrocinado por las elites) en-cubría el precio de ese afán, pero en-cubría además la realidad detrás que intentaba sepultar la Modernidad.

La Modernidad siempre se asumió (desde Kant, Hegel, hasta Weber, Habermas, Rorty y todo el pensamiento moderno-occidental) como un proceso al interior de Europa (renacimiento italiano, revolución francesa, parlamentarismo ingles y reforma protestante), negando para siempre el “descubrimiento” de América y el consecuente saqueo de sus riquezas, como el acontecimiento que hizo posible aquel despegue supuestamente autónomo. América no sólo financia la superación de la ignorancia (la “oscuridad” medieval en que se hallaba sumida) europea, sino que soporta, con la humanidad de sus habitantes, la pretensión de superioridad del sujeto que no se reconoce en deuda de nada ni de nadie, menos de aquel que hizo posible su soberbia. Hasta antes del siglo XVI, Europa era inferior en todo al resto del mundo (conocido), no tenía modo alguno de compararse con la civilización árabe o la hindú o la china. Europa nunca había producido ninguno de los alimentos que conforman la cultura alimenticia mundial (gracias a la papa, cuya producción racional y tecnológica fue producto de siglos en la América nuclear, es que soluciona su crónica hambruna), o sea, nunca pudo haber generado civilización, porque nunca pudo asegurar una base económica para construir sobre ella las instituciones que hacen a una civilización (después el maíz, el chocolate, el tabaco, etc., serán los manjares que fascinen sus apetitos). Los monjes benedictinos (con la consigna “ora et labora”) son quienes introducen el trigo (que viene de Egipto) y, en general, el cristianismo es el que trae la civilización a Europa. Toda la cultura siempre le vino de afuera (Adam Smith, en pleno siglo XVIII, ve en la China el prototipo de sociedad que Inglaterra debía perseguir), los inventos y las letras (no en vano Cervantes prologa “El Quijote” como si se tratara de la obra de un moro, lo sinónimo de culto por aquel entonces), y los productos que hechizaban sus apetitos (el té, la seda, la brújula, la pólvora, la porcelana, la tinta, la imprenta que reproducía papel moneda ya en el siglo XI, etc., eran chinos; el café, el algebra que tenía la paternidad de Al-Khowarizmi, los instrumentos de cuerda, la narrativa fantástica, el pensamiento secularizado, etc., venían de los árabes; los hindúes eran los grandes productores de algodón y lino, así como de especulación mística; la cerveza era egipcia, el vino tenía procedencia semita, así como el pan, y toda la estructuración eclesiástica que los cristianos adoptaron, etc., etc.).

Frente a ellos el europeo no era nada y, en España, eso era incuestionable. Una gran parte de la corte que asesoraba, tanto a Isabel la Católica como a Fernando de Aragón eran o judíos o conversos, incluso se sabe que fueron estos quienes hicieron posible esta unión matrimonial (gracias a la cual se logró la unidad del reino, pero a costa de la expulsión de los judíos), eran la parte prospera en el comercio y en las artes, en la medicina y en la ciencia, y fueron, entre ellos, Isaac ben Yudah Abravanel, quienes financiaron el viaje de Colón. La Inquisición (el primer holocausto moderno) fue el banco de pruebas que sofisticó después la Modernidad con la conquista, hasta el holocausto nazi, Vietnam y las cárceles en Irak. El resentimiento de su inferioridad lo fueron exteriorizando en un odio hacia el extranjero, después sofisticado por el racismo ilustrado del siglo XVIII; el cual, hoy en día, es el suelo ideológico que alimenta el odio anti-inmigrante en Europa y USA: la superioridad del “white-anglo-saxon-and-protestant”.

La construcción de su superioridad siempre fue a costa de la humanidad del distinto. Su subjetividad nunca la construyó “con otro” sino “a costa de otro”. Cuando conoció al otro como “indio”, lo en-cubrió inmediatamente y lo describió (el sujeto empezaba a constituir al otro en objeto) como “infiel”; de ese modo descargó sobre él ese odio que había acumulado por siglos. De pronto, el centenariamente inferior se vio en la eventualidad de saberse amo y señor; esa experiencia, del que no es nada y ahora es un “ego conquiro”, es la que irá transformando la subjetividad del europeo hasta lograr su expresión filosófica en el “ego cogito”, el cual producirá aquellos acontecimientos que proclama la Modernidad como fundacionales de ella, siendo, en realidad, determinaciones posibles sólo por la constitución de Europa en “centro” (y la consecuente constitución de América en su primera “periferia”); lo cual significa que, gracias a la plata del Potosí, Europa sale de su encierro milenario y se ve en la situación, nunca siquiera imaginada, de imponerse como el Señor-de-este-mundo. El precio de esa pretensión es lo que oculta cuando se presenta como un proceso al interior de sí misma, sin determinación alguna externa, sin deberle nada a nadie. Reconocer que en el origen de su centralidad está la sangre de millones de indios y negros sacrificados al apetito de riqueza, sería reconocer lo perverso y absolutamente injusto de su ambición fundacional. Ese reconocimiento es incapaz de hacerlo el verdugo; sólo puede hacerlo la víctima, porque es ella la que ha padecido (y sigue padeciendo), en carne propia, las consecuencias de esa ambición; y es ella la que nos muestra el criterio objetivo desde el cual juzgar las pretensiones de este sistema-mundo que, de modo salvaje, lanza su última cruzada contra el hombre y la tierra: la globalización.

Por eso la Modernidad es incapaz de asumir las consecuencias que ella misma produce; porque al en-cubrir a la víctima, pierde toda referencia crítica, y se instala en la afirmación ciega de su particularidad como “lo culto”, “lo civilizado” y “lo universal”; cerrándose ante toda posible alternativa, porque ha definido todo lo ajeno a ella como lo prehistórico, lo “superado” por ella. Toda la política y la economía que patrocina parte de ella misma, por consiguiente, siempre acaba afirmando “su” proyecto y siempre como “el” proyecto que todos deben de seguir. Las elites colonizadas de la periferia, educadas en los cánones modernos, repiten ciegamente el proyecto por el cual reproducen su sometimiento y la infelicidad de sus pueblos; porque aplican obedientemente lo que se piensa en el “centro” para solucionar sus problemas, no los de la periferia. Las elites se someten hoy (gracias al nihilismo posmoderno) conscientemente, y festejan ese sometimiento en nombre de un “realismo”, que no es otra cosa que la certificación cínica del “único mundo posible”: el patrocinado por la globalización. Esas elites son las que todavía usufructúan de la dependencia y arrastran a sus pueblos a la sumisión total.

Pero en octubre del 2003 aconteció algo que no estaba en los planes de la planificación del mercado mundial. El país del legendario Potosí (ejemplo paradigmático de lo que produce la Modernidad: muerte y desolación para nosotros, revolución industrial e Ilustración para el “centro”) se levantó para ponerle un freno a la insensata lucha del capital transnacional; en esa lucha quienes acaban perdiendo, en última instancia, son las únicas fuentes de riqueza: la tierra y el hombre. Esas fuentes no son, como el afán de riqueza: infinito. Esas fuentes son la vida y hacen posible reproducir la vida. Por milenios este fue el criterio material de toda economía. Desde las primeras dinastías egipcias hasta el Código de Hamurabi, desde el Decálogo hasta el Libro de la Sabiduría y el Evangelio de Mateo, los principios éticos que estaban debajo de las leyes eran: “dar pan al hambriento, dar de beber al sediento, proteger a la viuda y al huérfano del poderoso, dar una barca al extranjero”. Con la Modernidad el criterio se hace formal: la economía atiende a las preferencias y se desentiende de las necesidades, parte del capital y olvida al trabajo. Marx observó esa tendencia suicida del mercado, cuando se hace auto-referente y que por la “mano invisible” (que ahora se llama “competencia perfecta”) el equilibrio es asegurado, cuando lo que se asegura, en realidad, es el desequilibrio y la desintegración de la sociedad; lo cual le llevó a imaginar que sería el mismo capitalismo el que asumiría una “comunidad de hombres libres” para no dejar de vivir. Lo que no preveía su análisis era la predisposición irracional de un capitalismo salvaje al suicidio. La globalización actual es, precisamente, eso: el festejo desequilibrado de un mundo sin alternativas, la pompa mediática de una marcha hacia la muerte, la certificación del infierno que nos toca porque ese infierno permite infinitas tasas de ganancias.

La historia vuelve sobre sus pliegues; y en ese re-pliegue nos muestra el sentido de lo que acontece. Después de la plata, fue el estaño, después fue la goma, luego el petróleo y ahora era el gas. Uno de los países más ricos del planeta, uno de los que había impulsado el crecimiento de la Europa moderna y uno de los que había pagado, hasta con la amputación de su territorio, el apetito de los imperios de turno (siempre con la aquiescencia de sus elites colonizadas), había dicho ¡basta!, un primero de mayo del 2006. La Modernidad había decretado que todo nacionalismo era retrogrado y eso repetían y repiten sus esbirros (que para eso fueron educados en Harvard); cuando ellos fueron los que impusieron sus Estado-Nación como el modelo a seguir, dejando a casi todo el planeta en luchas fratricidas después del desajuste que hicieron con su repartija del mundo (como el Tratado de Utrecht, donde aseguraban “su” paz, siempre a costa de quienes colonizaban y, una vez obtenido todo el provecho, abandonaban a su suerte), negándonos incluso el derecho a re-ordenar el desajuste que habían realizado a los cuatro vientos. El capital no tiene patria y sus sacerdotes quieren que el hombre actúe a imagen y semejanza de él. Por eso no quieren saber de naciones y menos de nacionalización.

Pues bien, la nacionalización actúa en los pueblos como el sistema inmunológico lo hace en el cuerpo. La sabiduría de nuestro sistema biológico nos muestra que una apertura total es siempre riesgosa al grado de lograr un daño irremediable en nuestra vida. Lo mismo pasa en las sociedades (un cuerpo cultural); sin sistema inmunológico puede acontecer la muerte de un sistema cultural. Mas aun, cuando nuestros sistemas culturales, por cinco siglos, han sufrido la destrucción sistemática de sus economías, haciendo cada vez menos posible el restablecimiento de otrora mundos estables y soberanos (aun con sus conflictos internos, pero propios). Pero la globalización no quiere sistemas inmunológicos, quiere apertura total, porque el secreto está ahí: mientras más expansión sin límites, más concentración despótica de riqueza. Por eso el grito en el cielo de las petroleras: de PETROBRAS y de REPSOL; porque la lucha de capitales es una lucha a muerte. La acumulación se hace despiadada cuando los capitales, para seguir viviendo, deben lograr más valor, o sea, cuando chupan, como el vampiro, la sangre de los demás y así privarles de los que hace posible sus vidas (cuanta más sangre acumulada, más vida para el parasito); por eso el negocio que tenían en Bolivia era “atractivo”, como decía un alto representante de REPSOL: “inviertes un dólar en Bolivia y ganas diez”. Por eso los pulpos transnacionales veían con buenos ojos el “caso boliviano”; por eso Vargas Llosa (el nuevo Clarabal, quien alentaba a los cruzados: “si ya no hay el tiempo de la misericordia, tampoco se dará el sentimiento de compasión”, porque, como dice el nuevo heraldo de los cruzados de la globalización, lo que sucede en Bolivia sería: “locura colectiva, peste de estupidez”) acusa de populismo todo intento de enfrentar la globalización; porque populista sería ahora el epíteto que designa al enemigo que se debe de limpiar quirúrgicamente, populismo sería la recuperación de lo nuestro, la distribución equitativa de lo nuestro, la producción hecha por nuestras manos, el hacernos respetar por los poderosos, el llamar ladrones a los ladrones; esa sería nuestra “peste de estupidez”.

No es casual que los españoles (el sector empresarial, las petroleras, la derecha) peguen el grito al cielo y pidan “mano firme” a Zapatero (lo mismo sucedió en Bolivia, en la “guerra del gas”, cuando los medios televisivos le pedían a Sánchez de Lozada “principio de autoridad”). Si alguien debería de pedir cuentas somos nosotros. Si alguien debería de pedir indemnización somos nosotros. Si alguien debería de pedir “seguridad jurídica” somos nosotros. La soberbia es la misma en cinco siglos. Y siempre la muestran los beneficiados de un sistema construido sobre una injusticia jamás antes vista en la historia de la humanidad: la expansión del mercado moderno concentra y derrocha casi la totalidad de los recursos naturales en apenas el 15% de la humanidad. Si alguien debería de pedir perdón son ellos. Si alguien debería de confesar su “peste de estupidez” son ellos. Porque ellos construyen su felicidad sobre la infelicidad ajena, y creen que así pueden ser felices, sembrando la miseria a los cuatro vientos, dejando desolación y muerte donde sus apetitos se instalan. Así dejaron el Potosí, después de arrancarle todo cuanto pudieron. Así pretendían dejar Bolivia, previo consentimiento de Sánchez de Lozada (del MNR, MIR, UCS, NFR, ADN, después Tuto Quiroga, Carlos Mesa, los Comités Cívicos de Santa Cruz y Tarija, Podemos, UN, etc.).

Eso era lo que su planificación perfecta había diseñado para este país; el negocio de 200.000 millones de dólares podía ser propiedad suya, porque ya habían comprado la voluntad de los gobiernos y las elites de este país. Por eso la empresa brasilera EBX, podía instalar tranquila sus instalaciones en suelo boliviano, porque había hecho los previos tratos respectivos con un futuro gobierno boliviano de derecha; por eso REPSOL podía inscribir el gas boliviano en la bolsa de New York como propiedad suya, porque así se lo permitían los acuerdos con gobiernos bolivianos; por eso Argentina podía pedir precio “solidario” para el gas que le vendíamos y vendernos después diesel (producido con el gas boliviano) a precio internacional; por eso PETROBRAS se daba el lujo de echar a lo negociadores bolivianos cada vez que estos mencionaban el precio de venta del gas, porque según los brasileros ese gas era “suyo”; por eso ahora inundan a la prensa brasilera con infamias acerca del gobierno boliviano, reavivando el racismo típico moderno que renace cuando un “indio” se “atreve” a hablarles de igual a igual.

Pues el “indiecito” no había sido tan mansito como suponían. Y la nacionalización, que ya estaba prevista en sus cálculos, estaba mostrando la verdadera cara de quienes se alzan en el mundo contra la sobrevivencia del 80% pobre del planeta. El globalismo salvaje quiere acabar con lo que queda en el planeta; ciego ante las consecuencias que está generando, sólo atiende a las ganancias que logra, cada vez de modo más eficaz y cuantioso. La marcha avasalladora de la aplanadora moderna ya mostró, en Bolivia, y de modo evidente, sus más deplorables consecuencias. Por eso el 18 de diciembre del 2005, este pueblo apostó por un “indio”. Y el primero de mayo del 2006, este cuerpo social empezó a rehacer su sistema inmunológico. La nacionalización es el primer paso de la soberanía plena. Un pueblo es independiente cuando produce su propio pan. Y un cuerpo se reanima cuando su sangre atraviesa todos sus rincones; esa sangre es, para nosotros, el gas.

Rafael Bautista S.
Autor de “OCTUBRE: EL LADO OSCURO DE LA LUNA”
Ed. “Tercera Piel”, La Paz, Bolivia.
rafaelcorso@yahoo.com
Mayo de 2006

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