miércoles, marzo 01, 2006

LA VOLUNTAD SUICIDA DE VARGAS LLOSA

(RESPUESTA A SU “VOLUNTAD DE MORIR”)

http://argentina.indymedia.org/news/2005/06/299752.php

Por Rafael Bautista S.

Desgraciadamente, varguitas (como le decía su tía) no es un pensador, por eso sus aseveraciones parecen más pasiones que razones (juicios morales que reparten vida y muerte a granel, cuyos dictámenes se presentan erróneamente como verdad, por el solo hecho de fundarse en la emoción perturbada –como lo veremos- de un gentleman ante los desatinos de la plebe). Puesto que no le interesa argumentar, entonces hay que hacer esa tarea por él (que, por lo visto, no sabe cómo hacerlo). Pero procederemos en sentido inverso, o sea, mostrando qué hay detrás de sus afirmaciones sentenciosas. Se dirá que un escritor no se apoya necesariamente en razones y que un “artículo” es precisamente lo que es. A lo cual responderé que la supuesta irresponsabilidad del escritor es una idea romántica que justifica un relativismo (si todo es verdad nada es verdad) pertinente al nihilismo posmoderno; no se cree nada pero se deja las cosas tal como están. Si no hay criterio de verdad, entonces no es posible la crítica al sistema, porque toda crítica se descalifica; pero, y ahí está la trampa, la defensa de lo dado (el poder) no se relativiza, por eso se presenta como “racional”, “realista” y “civilizado”. Lo contrario es “pura opinión”, “utópico” y “bárbaro”. A medida que el poder se hace más accesible al intelectual, tanto más desaparece de su vista la realidad que no aparece en su sala con chimenea. Y desde el comfort, con música en dolby 5.1 (tan lejos de la muerte lenta de ¾ partes del planeta), es que se manifiesta el que nos va a hablar de “nuestra voluntad de morir”.

Empecemos. “Sin la voluntad transformadora (se refiere a Francia) y modernizadora de vastas capas de su población (el iluminismo, la Enciclopedia) en los siglos XVIII y XIX, el mundo sería infinitamente más pobre y menos libre de lo que es hoy”. Examinemos esta afirmación. ¿A qué mundo se refiere varguitas? ¿Quién es menos pobre y más libre hoy? Y, por añadidura, ¿quién es infinitamente más pobre y menos libre hoy, en el año 2005? ¿Cómo explicamos la descomunal riqueza del primer mundo y la infinita pobreza del tercer mundo? ¿Son acaso hechos “naturales”, “maldición de alguna voluntad divina”? Y si es así, ¿cuál es el pecado del tercer mundo?

Hagamos historia, para iluminar a varguitas. Para 1878, el 67% de las tierras del planeta estaban colonizadas por los países europeos (entre ellos Francia), a principios del XX ese porcentaje alcanzó el 84%; lo cual supuso, por supuesto, el enriquecimiento de países como Francia, ¿pero habrá sido el mismo destino para los países colonizados? El resto del mundo, que no es parte de occidente, fue y sigue siendo “infinitamente más pobre y menos libre”, precisamente por aquella “voluntad transformadora” que se hizo patente en la conquista y el esclavismo (y después en el colonialismo), la cual supone la sistemática transferencia de valor de los países pobres a los ricos (no es casual que el primer “dinero mundial” haya sido la plata de Zacatecas, Huancavelica y Potosí, lo que hizo posible, romper el cerco turco en Lepanto -para hacerse con el comercio de Oriente- primero, y la revolución industrial después). Esa “voluntad transformadora”, representada por la revolución francesa, y las ideas de liberté, égalité et fraternité, afirman una individualidad (ya presente) que se siente dueña del mundo, y busca la legitimación de su poder en el mundo.

Las ideas de “progreso, justicia y libertad” que esgrime varguitas, no son tan inocentes como suenan, y él debería saberlo, puesto que es escritor (las palabras no son inocentes y para saber lo que significan hay que descascarar su denotación y mostrar su connotación). La modernidad aparece triunfante en el mundo esgrimiendo estas consignas. ¿Qué quieren decir? Sigamos ilustrando a varguitas. El hombre moderno aparece en los burgos, aldeas autónomas donde se encontraban los desplazados del feudo: comerciantes, pillos, aventureros, etc. Su proyecto es la riqueza, pero no pueden gozar “libremente” de ella mientras no aseguren su “lugar”, o sea, mientras no tengan “propiedad” (privada en el mundo feudal a quien no tienen ascendencia noble). Democratizar la propiedad significa democratizar la riqueza. Esto requiere una revolución no sólo institucional, sino también una transformación de las ideas (la burguesía también tuvo su momento revolucionario). El hombre desplazado del castillo feudal, desde el siglo XII hasta el XVI, va poco a poco transformando su mundo de la vida. Pero un hecho jamás antes pensado será el que desencadene toda una nueva visión del mundo. Mientras el cerco árabe de más de ocho siglos arrinconaba a Europa a conformarse con ser el fin del mundo, aparece América posibilitando (con la ingente cantidad de riqueza que aprovecha Europa) salir del encierro y experimentar, por primera vez en su historia, considerarse como “centro del mundo”. La primera revolución burguesa sucede en el país que mayor fragilidad posee en su estado feudal: Inglaterra. Es el primer estado que se organiza a partir de un nuevo paradigma: el mercado.

Otros cambios profundos se van sucediendo: nacen las ciencias modernas, el racionalismo y la revolución industrial. La ciencia, tal cual la conocemos hoy, aparece después de un largo proceso de secularización que hace la filosofía medieval; se seculariza el poder, el estado, para después, secularizar la naturaleza: el concepto de explotación sólo es posible si antes el ente que llamamos naturaleza ha sido reducido a condición de objeto. La ciencia moderna necesita secularizar la naturaleza para tratarla sólo en sus condiciones ab-solutas (las notas esenciales de algo, que no precisan de algo exterior para su explicación); de este modo la naturaleza aparece como objectum, lo puesto por el subjectum, el ego cogito, el yo moderno que se cree incorporal y fuente de todo conocimiento y, desde el cual, se constituye (por representación) el ser de todo. O sea, el ego moderno es el Yo que se sabe libre, que instituye un nuevo orden, y se cree dueño y señor del mundo (su nueva “propiedad”).

Es entonces que arrastra en su ambición al nuevo “ciudadano” que postula la revolución francesa. Este ciudadano es el que reclama su “libertad” como “libertad de propiedad” y propone leyes que garanticen esa “libertad” como “derecho de propiedad”. El nuevo Estado es aquel que garantiza estos “derechos”, que después son los principios sobre los cuales se levantan la economía y la política liberales. El nuevo Leviatán es el Estado moderno que se levanta sobre una ley que seculariza el civitas dei de Agustín de Hipona: la ley del mercado que, mediante la invisible hand de Adam Smith, milagrosamente (como la providencia) reparte la felicidad a todos. Esta invisible hand no es otra que la “mano de Dios” y la economía nace al mundo por un acto de fe: el mercado, por sí solo, garantiza la felicidad humana (hoy esa invisible hand es la “competencia perfecta”). La política liberal moderna nace también de otro supuesto (que nunca se explica, sólo se acepta, robinsonadas): homo homine lupus. Es sólo mediante el pacto, el contrato social de Rousseau, que el hombre deje de ser una amenaza para sí mismo. Una vez consolidado el pacto, por imposición si es posible (como en las “Indias Occidentales”), no hay nada ni nadie que pueda discutir el nuevo orden, so pena de morir en el intento.

El rosado amanecer de la modernidad significa millones de indios y negros sacrificados al nuevo ídolo: el capital. Su justificación filosófica se la presenta de este modo: la aufklarung, ilustración, es la salida, ausgang, de una “inmadurez culpable” hacia el “reino de la razón”. Como la “inmadurez” es “culpable”, entonces justifica la violencia que se deba usar contra aquellos que se resistan a salir de aquella “inmadurez”. El mito civilizatorio oculta la irracional incorporación (por subsunción) del “incivilizado” en el mundo moderno (como cosa a ser explotada). Por eso en el 1550, en Valladolid, Gines de Sepúlveda, Jerónimo de Mendieta y Bartolomé de las Casas, tratan la cuestión de si el “indio” es algo más que una cosa. El “indio” ha de ser el otro, en toda su radicalidad, que enfrente el hombre moderno. Esta relación marcará, por siempre, el tipo de relación que tenga el hombre moderno con el otro hombre que no es él. “Nadie posee individualmente ni una casa, ni un campo de que pueda disponer ni dejar en testamento a sus herederos, porque todo está en poder de sus señores (…) atenidos a su voluntad y capricho y no a su libertad, y el hacer todo esto no oprimidos por la fuerza de las armas, sino de modo voluntario y espontáneo es señal ciertísima del ánimo servil y abatido de estos bárbaros (…) estos hombrecillos tan incultos e inhumanos, que sabemos que así eran antes de la venida de los españoles”. Así piensa Gines de Sepúlveda y, con él, toda la modernidad; como el “indio” no cumple con los requisitos que reclama para sí el hombre moderno: “propiedad, libertad e individualidad”, entonces no puede ser considerado un “hombre”.

Allí, en Valladolid, aparece otra vez el concepto de “guerra justa” (la yihad musulmana, que penetra, vía Al-Farabi, a la filosofía medieval de occidente), que debe extenderse a toda la tierra (el dar-el-harb, la casa de los infieles), donde se encuentre resistencia a la civilización occidental, el “Bien” por antonomasia (no es raro que ahora el dar-el-islam se lance, en nombre de la yihad, contra el occidente, la historia suele volver sobre sus pliegues). Civilizar al salvaje se convierte en el “Bien”, resistirse a ese acto de “bondad” representa el “Mal”. La modernidad invierte las cosas: la victima aparece como culpable y el victimario como inocente. El fundamentalismo de su pretensión aparece desnudo: toda guerra que desata es siempre “justa”, por el “Bien” de la humanidad; ¿no son las palabras de Bush, “la guerra del Bien contra el Mal”? Las cruzadas que inicia la modernidad no intentan capturar Jerusalén, sino capturar todo el planeta.

Su “libertad” es la libertad infinita de extender su dominio por todo el mundo, la libertad del individuo propietario de incrementar su propiedad. Su “justicia” es la justicia de sus leyes que responden a una ley sagrada: la ley del mercado, la torre desde la cual se arroja a todos aquellos que no pueden constituir mercado, que no son competitivos porque son pobres (el desecho que deja la modernidad mientras más se extiende, gracias a la globalización). Y su “progreso” es la máxima ilusión que le vende al mundo (afincado sobre la ilusión trascendental de un espacio infinito, o sea, de la explotación infinita de la naturaleza). El informe del “Club de Roma”, los límites del crecimiento (1972), muestran una progresiva tasa de destrucción irreversible de la naturaleza y la depauperización de más del 80% de la humanidad, producto del “crecimiento económico”. ¿Cuál es la respuesta del mundo moderno? No hay respuesta, se ignora el hecho. La modernidad no está dispuesta a frenar su “progreso infinito”. Se trata de hacerla más eficiente y racional, se trata de procurar la mayor “tasa de ganancias”, aun a costa de quedarnos sin nada más que explotar (y si la humanidad sale sobrando es mejor que desaparezca). Su marcha se ha vuelto ciega y llama a toda resistencia, en palabras de varguitas, “conservadora, reaccionaria, tratando desesperada y absurdamente de oponerse a la gran revolución de nuestro tiempo que es la globalización”. La ceguera es lúcida (con esas sutilezas del cinismo tecnocrático: descalificando toda crítica) y ve en cada movimiento de resistencia la-cara-del-demonio.

¿De dónde viene tal acusación? Se trata de una tradición. Todo imperio tiene como fin último su divinización (por eso la primera crítica es crítica de la religión). La cristiandad no escapó a esta tradición (y la modernidad tampoco) y, por medio del procedimiento de la inversión, justifica su poder sobre la tierra invirtiendo el mensaje de las Escrituras. El “reino de Dios” se lo identifica con la “nueva Roma”: el “Sacro Imperio Romano Occidental” (el que después ha de ser la Europa moderna). Si se ha llegado al reino de Dios, entonces toda oposición resulta demoníaca. Pero, ¿qué dicen las escrituras? “Mi reino no es de este mundo”, dice Jesús; el mundo, por aquel entonces, era el Imperio Romano, y Judea (borrada hasta el nombre, por resistirse al poder imperial, como hicieron con los nombres “americanos”) era una provincia tributaria (una colonia) que, después de la destrucción de Jerusalén, se llamará Palestina. El imperio era la Bestia en los libros neotestamentarios. En el Apocalipsis se relata el imperio de la Bestia, del Leviatán: “Se le concedió infundir el aliento a la imagen de la Bestia, de suerte que pudiera incluso hablar la imagen de la Bestia y hacer que fueran exterminados cuantos no adoraran la imagen de la Bestia. Y hace que todos, ricos y pobres, libres y esclavos, se hagan una marca en la mano derecha o en la frente, y que nadie pueda comprar nada ni vender, sino el que lleve la marca con el nombre de la Bestia o con la cifra de su nombre”. Una vez desatada la Bestia irrumpe su soberbia: “Y se postraron ante la Bestia diciendo: ¿quién como la Bestia?, ¿quién puede luchar contra ella?”. La Bestia se ha divinizado, por eso quienes se postran delante de ella, proclaman, junto a varguitas: “tratan desesperada y absurdamente de oponérsele”. Flavio Josefo lo dice de esta manera: “Pues no hay otra ayuda ni socorro sino el de Dios; mas a este también le tienen los romanos, porque sin ayuda particular suya, imposible sería que imperio tal y tan grande permaneciese y se conservase”. Y a los que se resisten, les dice: “no tendréis lugar a dónde recogeros teniendo ya los romanos a todas las naciones y gentes sujetas a su imperio”.

Desde la caída del muro de Berlín, la consigna es lapidaria: no hay alternativa. El imperio moderno postula entonces el “fin de la historia”, y proclama a los cuatro vientos, que la violación de los “derechos humanos”, se hacen en nombre de los “derechos humanos” (de las empresas), que las guerras que emprende la modernidad son “justas”, como dice Bush: “La única forma de perseguir la paz es persiguiendo a quienes la amenazan”. Esta amenaza es propia de un imperio que se pretende divino y que ve en toda resistencia, la-cara-del-Mal; y que renace apelando a una tradición idolátrica: se debe sacrificar tanto como sea posible, para aplacar la sed de sangre que tienen los dioses. Todo imperio se sostiene sobre una teología que justifica el “orden” que impone. Bernardo de Claraval expresa este nuevo orden, ya en el siglo XII, como la “ciudad que brilla en las colinas” (la nueva Jerusalén, la misma que reclama Reagan, como prototipo de su “nuevo orden mundial”): “Por eso, si ya no existe la miseria ni el tiempo de la misericordia, tampoco se dará el sentimiento de compasión”.

Juzga, varguitas, como “reaccionaria” toda oposición a la globalización. Toda oposición es insensata. Es, además, involutiva, en oposición a evolutiva, y llama (refiriéndose a Argentina) “ceguera”, “sinrazón” y “desvaríos” a toda “nacionalización”, a todo “populismo” y todo “intervencionismo estatal en la economía”. El mismo argumento que no argumenta, sino que desacredita sin dar razones. Recuerda varguitas que “la Argentina rica envió harina y carne a la pobrísima España de la posguerra”, comparando el alto nivel de vida y una educación envidiable comparada a la misma Europa. Lo que no quiere recordar es que la economía neoliberal, implantada en Argentina (una vez que las dictaduras patrocinadas por Norteamérica, la abanderada del libre mercado, destrozaron toda resistencia e implantaron una democracia a la medida del “nuevo orden mundial”), empobreció a la mayoría de la población, al tiempo que destruyó sistemáticamente el mercado interno y su capacidad productiva, generando (en ese país una vez culto y educado) un mundo a la medida del Leviatán, donde la lucha salvaje por la supervivencia es el escenario donde una pequeña elite cosecha, cada vez más, beneficios inesperados.

Para varguitas, “Argentina ha conseguido la hazaña (por sí sola) de regresar al tercermundismo”, o sea, fue culpa exclusivamente suya y de nadie más, donde el “nuevo orden mundial” no tenía nada que ver. El “populismo” es el gran culpable, porque este, y esa es la tesis actual, despierta al pueblo de su letargo al que se ve reducido por la política del imperio, donde el pueblo debe de ser sólo espectador pasivo de lo que deciden los llamados a mandar a las “masas ignorantes”; por eso le “produce vértigo comprobar que el mayor responsable de esta catástrofe histórica sin parangón, el peronismo, siga gozando en Argentina del favor popular”. Porque para varguitas, como para el neoliberalismo, la culpa de la pobreza la tienen los gobiernos que ceden ante los pobres, la culpa del desempleo es la política de pleno empleo, la culpa de que los pobres pidan mejores condiciones de vida son los populistas que despiertan en ellos “semejantes” derechos. “Si esto no es vocación de suicidio, no se qué es”, dice varguitas, porque, como no sabe (y se jacta de ello), descalifica toda resistencia como descalifica la modernidad de irracional, salvaje, prehistórico, todo lo que no coincide con ella. Por eso, no aceptar el precio de ser modernos y globalizados (a la medida del capital transnacional) no es otra cosa que una “fantástica carrera en la que parece haberse lanzado el pueblo boliviano hacia su ruina y desintegración”.

Para varguitas, tener “coraje” significa inclinarse obediente ante las recetas que dicta el FMI y el Banco Mundial. Por eso admira a Víctor Paz el haberse postrado de hinojos, sumiso (como debe de hacerse ante una divinidad), presto a cumplir las órdenes del amo. Ese “coraje de llevar a cabo reformas radicales e inequívocamente modernizadoras”, es el mismo “coraje” del conquistador que arrasa pueblos enteros sin conciencia de culpa (“murieron menos de 100 castellanos de Cortés, de los mexicanos murieron 100.000, sin contar los que murieron de peste y hambruna”), es el mismo “coraje” de los marines que demuestran una eficacia cada vez más eficaz: “120 de los nuestros contra más de 200.000 iraquíes (1991)”. Es el “coraje” moderno que se dice inocente de la sangre que derrama. Para varguitas, ese coraje “salvó” a la economía boliviana: “El gran sacrificio que esto significó, el pueblo boliviano lo soportó con estoicismo, apoyando las medidas modernizadoras: la privatización del sector público, los incentivos a la inversión extranjera, el apoyo a la exportación, y, en suma, la reversión de la tendencia populista, intervencionista y estatizadora”. Esas “medidas modernizadoras” significaron abrir el cuerpo de un país al apetito del capital que, como parásito, vive succionando la vida de otro. El “gran sacrificio” significa la condenación a la miseria de más del 50% de la población (la tasa acumulativa de miseria que crece a medida que crece la “tasa de ganancias” del capital transnacional). El “estoicismo” significa los muertos a bala por levantar la voz ante el ídolo que reclama siempre más sangre para vivificar su imagen. “Privatizar” significa desfalcar al estado, de modo que no pueda garantizar las condiciones mínimas de subsistencia de sus habitantes: sólo quienes tiene dinero gozan de salud, educación y bienestar (otra vez, el Estado no puede ser compasivo con los pobres, porque eso no es rentable; en el “nuevo orden mundial no se dará el sentimiento de compasión”). “Incentivar la inversión extranjera” es hacerle arrurruz y espantarle los cucos al crió que tiene que reproducirse chupando la sangre de este país, para levantar su vuelo (una vez henchido y eructando de tan hartado) y dejar puro hueso y piel (como dejaron el Potosí) para la carroña. “Apoyar la exportación” significa privarnos de lo nuestro para el despilfarro que hace la modernidad en sus banquetes vía CNN para que, por lo menos, calmemos nuestra miseria mirando cómo se despilfarra.

Que el pueblo reclame el derecho a la vida es, para varguitas, una “reversión”; hay que seguir adelante, aunque adelante esté la muerte hay que seguir y, cuanto más veloz sea nuestra marcha, será “más eterna la alegría”, porque ya no habrá “lagrimas ni lamentos por los condenados al fuego eterno”. Así infundía los ánimos de los cruzados Bernardo de Claraval, así infunde los ánimos de los neoliberales (los cruzados modernos) el varguitas. Adelante está el “progreso infinito” de la “competencia perfecta”, el “reino del mercado”, donde sólo se acepta ganadores y no se permite la entrada a “aquellos que no tienen el numero de la Bestia (…) aquellos que no pueden comprar ni vender”. El “reino del mercado” y su “sociedad abierta” no tolera intervencionismos ni estatismos. La “competencia perfecta”, por un acto de fe, produce la armonía social y el bienestar general; el interés privado produce (como por arte de magia) el interés general, o sea, si quieres hacer el bien no lo hagas, si quieres ser solidario no lo seas, si quieres dar misericordia no la des, si quieres justicia no la quieras, porque todo eso significa “intervenir” en el mercado. Y si el Estado cede ante los pobres, es entonces el Estado el culpable; el “Estado de bienestar” es el culpable de la pobreza: los beneficios sociales, la salud pública, la educación gratuita, la jornada de 8 horas, son los cucos sueltos que atentan el sueño feliz del crío que encarga la globalización a los gobiernos. La globalización exige el “Estado mínimo”, no para desaparecer al Estado, sino para mostrar su desnudez hecha represión salvaje. El Estado se convierte en el garante de la inversión extranjera y garantiza, aun a costa de la sobrevivencia de sus habitantes, la maximización de las ganancias de las transnacionales.

Los resultados son apreciables para el mercado mundial y, para varguitas, estos resultados, por una ecuación invisible, es buena para todos: “La economía boliviana comenzó a crecer, a atraer capitales extranjeros, y su vida política a estabilizarse, por primera vez en una historia en la que nunca antes un presidente elegido democráticamente había podido terminar su mandato. Había elecciones libres y alternancia en el poder. La política económica se mantenía y muchos países latinoamericanos empezaron a mirar con envidia y admiración al país del Altiplano”. La economía crece, pero la pobreza no decrece, las cifras de las transnacionales dan, cada vez, más ganancias, pero el impacto sobre la naturaleza es, cada vez, más funesto. El cinismo de varguitas podría presentarse de esta manera: aunque la economía destruya la naturaleza y condene a la inmensa mayoría a la miseria, esta economía demuestra ser la más eficaz y la más rentable, produce más ganancias. La política se estabiliza porque es una política a la medida del capital transnacional, donde el ciudadano aparece cada cinco años y no discute las decisiones, sólo las acata, porque las decisiones sólo las toman “los que saben”. Las elecciones son “libres”, porque representa la libertad del propietario que, con una determinada inversión, accede al poder para beneficiarse del lucro que representa tal “libertad política”. La política económica se mantenía a costa de privarle, a la gente, incluso de los elementos básicos para la vida (como el agua); se privatiza no sólo la educación y la salud, sino también los recursos naturales, de modo que nadie, que no tenga dinero, pueda tener acceso a ellos. La “envidia y admiración” provenían seguro de aquellos que veían qué magníficos negocios se hacían en Bolivia, qué eficacia había logrado la privatización, que permitía tasas acumulativas de capital nunca antes soñadas (cuanto menor era la inversión era mayor la ganancia, como en la “inversión de portafolio”, donde no se invierte en nada, sólo en la compra de acciones).

Pero resulta que nuestra “insensata” oposición a dejarnos matar de a poco, es una maldición divina. Si la víctima se resiste a ser sacrificada entonces esa resistencia es pecado de soberbia. Se trata de la “bárbara osadía de desafiar al imperio” que imputaba Cicerón a la rebelión de Catilina; la “locura judaica” con la que bautizaba Lutero a toda sublevación campesina; el “cáncer que debe ser extirpado quirúrgicamente” por Pinochet o Somoza. Se trata del odio del otro hombre, del excluido, del despojado de su humanidad: “No puede ser hombre en el sentido de la imagen de Dios. El judío es la imagen del diablo”, así piensa Hitler del otro. “Siendo por naturaleza siervos los indios, incultos e inhumanos, se niegan a admitir el imperio de los que son más prudentes, poderosos y perfectos que ellos”, decía Gines de Sepúlveda en el siglo XVI. La proyección de la victima como culpable lleva a su castigo. Cicerón lo expresa de esta manera: “Y tu Júpiter Optimo Máximo, castígalos, vivos y muertos, con los suplicios eternos”. Esa es la vocación de muerte presente en la inquisición, en las cruzadas, en la conquista de América, en las dictaduras de seguridad nacional y, en las palabras de varguitas, el nuevo Claraval del siglo XXI, que ya ha mostrado, a los cruzados de la globalización, la fisonomía del enemigo a aniquilar: la raza maldita, el pueblo enfermo. Por eso, hasta la riqueza que posee la victima es su propia maldición: “Entonces, los dioses, o tal vez el diablo, decidieron premiar la sensatez de los bolivianos haciéndoles descubrir en su subsuelo vastísimos yacimientos de gas y de petróleo. Fue la catástrofe”. Si la víctima acepta el sacrificio, entonces su proceder es racional, de lo contrario, es culpable del pecado mayor: el pecado de soberbia de enfrentar al imperio (que exclama: ¿Quién como el imperio?). Y la consecuencia de sus actos, para desgracia sólo suya, es la condenación perpetua (varguitas lo pone de este modo: “la anarquía, la guerra civil, el golpe de estado”).

“¿Cómo calificar a todo este proceso si no llamándolo locura colectiva, peste de estupidez?”, se pregunta varguitas. El enemigo a aniquilar es la “locura colectiva, la peste de estupidez”, en suma, el demonio desatado por las huestes del Mal, los enemigos del imperio, los que merecen arder en el fuego eterno. Y lo merecen porque, previamente, han sido rebajados de su humanidad, y mostrados como algo más que animales: “(Evo Morales) es un criollo lenguaraz, vivo como una ardilla”, cuyo pecado es “capturar el poder absoluto e instaurar una dictadura marxista” y, cuya popularidad, es “sólo explicable por una pulsión de muerte”. O sea, quienes están en contra, no tienen razones, y su resistencia al imperio sólo la explica una inexplicable apelación al inconsciente. Además de, según varguitas, ser Evo (al estilo Lord Sidius), el causante de todos los males (el retorno de los Sith), porque él sería el “lado oscuro”. Mucho Hollywood varguitas. Él solo habría “conseguido paralizar los intentos de dar una Ley de Hidrocarburos que permita a Bolivia beneficiarse”. Ni el mismo Anakin Skywalker habría conseguido algo parecido; así que varguitas, por lo menos (desde tu racionalidad neoliberal), deberás admitir que Evo es más eficaz que un Jedi knight (imagínate si el canciller Palpatine hubiera sabido de su existencia).

“Y ha declarado (nos dice varguitas), sin empacho (ya asoma la histeria), que es preferible que estas riquezas permanezcan en el subsuelo en vez de servir para enriquecer a las compañías capitalistas y al imperialismo”. Como es poco probable que varguitas tenga acciones en alguna empresa, tal reacción parece dibujar el honesto desprendimiento de un esbirro dispuesto a morir por su amo y, como tal, nos amenaza: “ya sabe el pueblo boliviano lo que le espera si el popular Evo Morales toma el poder”. “Una dictadura no es jamás la solución”, dice varguitas, pero la dictadura del “imperio de la ley” (de la ley del mercado) parece, según él, no serlo, es más, la democracia que impone el imperio “hay que aceptarla con todas sus consecuencias”. O sea, si empobrece más aun a la población boliviana, hay que aceptarla, si extiende aun más la corrupción, hay que aceptarla, si hace posible la extracción indiscriminada de nuestros recursos naturales, hay que aceptarla, si produce muerte y más muerte, hay que aceptarla. Y hay que aceptarla porque no hay alternativa; o nos sometemos o nos espera el castigo eterno. Si persistimos en lo que él llama nuestra “vocación tanática”, teniendo, para colmo, “la oportunidad de escoger”, ya nos amenaza lo que nos espera. 500 años después, la historia no ha cambiado, y la victima sigue siendo culpable de la violencia que el conquistador, completamente inocente, tendrá que ejercer sobre la irracional determinación de las víctimas.

“La primera razón de la justicia de esta guerra y conquista es que siendo por naturaleza siervos los indios, incultos e inhumanos, se niegan a admitir el imperio de los que son más prudentes, poderosos y perfectos que ellos; imperio que les traería grandísimas utilidades, siendo además cosa justa por derecho natural que la materia obedezca a la forma, el cuerpo al alma, el apetito a la razón, los brutos al hombre, la mujer al marido, lo imperfecto a lo perfecto, lo peor a lo mejor, para bien de todos”. Así Gines de Sepúlveda justificaba la conquista, así varguitas justifica la globalización, ambas caras de un mismo fenómeno: la modernidad. Hasta ahora, 500 años después, no se asoman aquellas “grandísimas utilidades”; y que sea “cosa justa” que el hombre moderno reclame superioridad sobre el otro hombre, es cosa evidente que es una pretensión ideológica, formulada ilustremente por el romanticismo alemán, en el siglo XIX, justificando el racismo ario e inventando toda una visión de la historia universal, donde Europa y Alemania son la cúspide y el sentido consumado de la historia como teodicea. La modernidad es, con Hegel, el plan divino consumado: el “reino de los cielos” manifestado como “reino del mercado”. De modo que, quien se oponga, es un asesino de Dios y desata, como maldición de Caín, una maldición infinita, una venganza nunca aplacada. La amenaza de varguitas aviva la venganza como asesinato de los asesinos de Dios, porque nos dice: “que experimente en carne propia (el que decide oponerse, toda oposición es un asesinato) las secuelas de su libre decisión. Tal vez así aprenda, reaccione, cambie” (¿será a látigo?). Y si no, ya sabemos lo que nos advierte. “Perseverar en el error” es, según él, decir no al imperio.

Pero si había un Gines de Sepúlveda, había también un Bartolomé de las Casas, es decir, si hay quien justifica la violencia contra la víctima hay también quien le defiende y descubre en la víctima el “grito del sujeto” que “clama desde la tierra” (como clama la sangre de Abel, la sangre del hermano). “La causa porque han muerto y destruido tantas y tales y tan infinito numero de ánimas los cristianos, ha sido solamente por tener por su fin último el oro y henchirse de riqueza en muy breves días y subir a estados muy altos y sin proporción a sus personas”. Así describe Bartolomé de las Casas el fin último que persigue el hombre moderno y que, no está dispuesto a tolerar ningún obstáculo que detenga esa ambición que no tiene límites. Hoy es el petróleo, el gas, el agua, es todo aquello que pueda ser rentable y asegurar la maximización de las ganancias, no importando los daños medioambientales, porque la eficacia se mide por incrementar el lucro, no por preservar la naturaleza; y, eficaz es también, gracias a la tecnología, utilizar la menor cantidad posible de mano de obra. Pero la economía sigue descansando en la explotación, en la plusvalía cada vez más perfecta, en la transferencia de valor (que es en definitiva sangre, trabajo no pagado, vida perdida) de los países pobres a los países ricos, de modo sistemático y racional. La violencia también está racionalizada, como teología secularizada, hecha política y economía. Las amenazas de varguitas responden a esa tradición que hace del sacrificio el culto diario del imperio que se cree divino; que santifica todas sus guerras y a todos sus conquistadores. Bartolomé demuestra que esta no es sino una abusiva pretensión, sin fundamento racional alguno: “Que esta guerra sea injusta se demuestra, en primer lugar teniendo en cuenta que la merezca el pueblo contra el cual se mueve la guerra, por alguna injuria que le haya hecho al pueblo que ataca. Pero el pueblo infiel que vive en su patria separada de los confines de los cristianos no le ha hecho al pueblo cristiano ninguna injuria por la que merezca ser atacado con la guerra. Luego esa guerra es injusta”. El mito de la modernidad encubre esta violencia desmedida sobre victimas indefensas que, aun en el caso, de ser incorporadas a la civilización, “la Providencia divina estableció para todo el mundo y para todos los tiempos, un solo, mismo y único modo de enseñarles a los hombres la verdadera religión, a saber: la persuasión del entendimiento por medio de razones y la invitación y suave moción de la voluntad”. Por un lado, la modernidad proclama la era de la razón pero, por el otro, inaugura una época de violencia mundial jamás imaginada. Y expande esa violencia como “voluntad de poder”, arrasando con el hombre y la naturaleza, dispuesta a no claudicar en su marcha suicida (matando a todo se mata a sí misma), haciéndola cada vez más eficaz, acabando con las fuentes de donde mana la riqueza, que se reproduce como capital, mientras deja muerte y desolación en su marcha triunfal.

Varguitas es el nuevo sacerdote del “nuevo orden mundial”, y desde su torre de Babel (o de papel) no descansa, como “aquel que acusaba a nuestros hermanos, el que día y noche los acusaba ante nuestro Dios (Apocalipsis)”. Pero su afrenta no se responde con otra, sino con la esperanza. Nos oponemos al “nuevo orden mundial” porque “mata al prójimo quien le priva de la subsistencia, y derrama sangre el que retiene el salario al jornalero (porque) como quien inmola al hijo a la vista de sus padres, así el que ofrece ofrenda de lo robado a los pobres (Eclesiástico 34)”. La “voluntad de poder” es una “voluntad suicida” que no sólo acaba consigo misma, sino que arrastra a todo el planeta en esa marcha estrambótica, dejando miseria y desolación donde aparece su apetito, mientras no descanse en consumir todo lo que se le antoja hasta reventar y arrojar sus desperdicios a los cuatro vientos.

Es esa “voluntad suicida” la que se presenta como lo “racional”, lo “humano”, lo “civilizado”; la que promete siempre el “progreso”, la “libertad” y la “justicia” y, en nombre de ellas, expande la violencia y santifica sus guerras y a sus legionarios como “heraldos de la paz”. Pero la paz que nos promete es “… la paz de los impíos. Pues no hay para ellos tormentos; están sanos y rollizos. No tienen parte en las humanas aflicciones y no son atribulados como los otros hombres. Por eso la soberbia los ciñe como collar y los cubre la violencia como vestido (…) Ponen su boca en el cielo y su lengua se agita por la tierra. Por eso el pueblo se vuelve tras ellos (…) Helos ahí: son impíos, pero tranquilos constantemente aumentan su fortuna (Salmo 73)”. Se trata de la paz de hacer negocios libremente y explotar sin intervencionismos. Se trata del egoísmo, la indiferencia y la lucha de todos contra todos, hecho programa de vida. Pero si todos luchan contra todos, ¿quién sobrevive? El que sobrevive es un individuo desprovisto de comunidad; una comunidad sólo es posible si se permite que viva el otro, el prójimo. Por eso dicen no los pobres, porque ellos nos muestran las consecuencias a las que nos está llevando el mundo moderno y la globalización: a la muerte de la humanidad.

Hay algo cierto en lo que dice varguitas, pero de modo inverso, pues “hay otras (sociedades) en las que aquel impulso natural colectivo (de prosperidad) brilla por su ausencia y, en su reemplazo, parece prevalecer una clara preferencia por el estancamiento, la involución histórica y hasta el suicidio económico y social”. La sociedad moderna apunta a este suicidio que habla varguitas, pero no por el “estancamiento económico”, sino por el agotamiento sistemático de las fuentes de riqueza que produce una economía centrada en la racionalidad medio-fin (expresada en el criterio de la eficiencia: una acción es más racional, cuanto más rentable es, o sea, es más eficiente la acción que genere más ganancias); tampoco por una “involución histórica” (la regresión es un concepto moderno que descansa sobre una concepción lineal de la historia), la modernidad necesita de un sentido único para perseguir una dirección inalterable de la historia.

“Las razones (dice varguitas) por las que esta naturaleza reaccionaria y antimoderna se enraíza en una sociedad son muy variadas: ideológicas, religiosas, culturales”. Pero, más bien, las razones que ofrece la modernidad, como hemos visto, son de esta índole, aunque siempre presupuestas y nunca asumidas; porque le conviene mostrarse universal y no cultural, científica y no ideológica, racional y no religiosa, porque no le gusta que se le toque los fundamentos, porque en ellos no hay consistencia. Porque la modernidad es “una estatua de bronce con los pies de barro”. A ella se inclinan los que no ven la miseria y el despojo que deja el “progreso, la justicia y la libertad” que proclama la globalización. “Tienen ojos y no ven, oídos y no escuchan”; para ellos, dedicamos las palabras de otro que murió como mueren todos los pobres, cargando una cruz: “Dios mío, perdónalos, porque no saben lo que dicen”.