Por Rafael Bautista S.
“Al despuntar del alba
siempre le antecede
una oscuridad más negra
que la noche”
Colonización es el proceso de apropiación sistemática del excedente ajeno. Apropiación posible por el dominio del trabajo ajeno. Esta dominación (por opresión) produce las condiciones para enaltecer el ocio (el robo) y devaluar el trabajo; lo que, a su vez, conduce a la negación de la humanidad del que trabaja. Esto es lo que hace que los imperios mueran por dentro, porque la negación de humanidad no es impune: los fantasmas ocupan los sueños del opresor y le condenan al insomnio, trastornado por guerras que debe perpetuar para alcanzar una paz que no alcanza; tratando de olvidar la injusticia que ha desparramado, inventa pan y circo (farándula) para no estar solo. Así democratiza su condición, haciendo cómplices a sus convocados. Por eso la corrupción generalizada es la descomposición de su propio poder.
La fortaleza del fuerte no es tan fuerte; es un gigante de bronce con pies de barro, por eso cae, porque su sostén es pura apariencia (mentira), fundamento que no tiene fundamento. Por eso cae maldiciendo, calumniando, insultando, mintiendo, escupiendo al cielo sus perversos propósitos. “Un fantasma recorre Bolivia, el fantasma de los Catari, del Willka, de Andrés Ibáñez, de doña Juana Azurduy, de Apiaguayki Tumpa, del Marcelo y del Lucho Espinal y de todos nuestros muertos. Todos los entenados del viejo Estado colonial se han unido en santa cruzada para expulsar a ese fantasma: el Cardenal y la embajada, Marikonvic y el senado, las malinches Cuellar, Cardenas, Untoja, Panamericana y Fides, los canales y la prensa. ¿Quién no ha sido calumniado de indio, llama o masista por la mentalidad racista-colonial? Si los perros ladran es porque avanza una fuerza incontenible. La cuaresma que precede a la resurrección anuncia al fantasma que sacude el sueño del opresor: Volveré y Seré Millones”.
Un Estado plurinacional es la novedad histórico-mundial que inaugura el siglo XXI. Es la novedad que está produciendo nuestra historia, asumida de modo consciente gracias a la insistente resistencia indígena. Por primera vez el Estado puede enraizar en lo propio, tener el fundamento necesario para proyectar un desarrollo auténtico; porque sólo la auto-consciencia de lo que somos puede proyectar lo que podemos ser. La falta de futuro siempre ha sido falta de pasado, porque no hay perspectiva alguna si no hay previamente capacidad de visión. Tener visión significa tener conciencia de lo que se ve; por eso, la consciencia nacional-popular es la que se transforma transformando su realidad. Una consciencia que se transforma produce ideas revolucionarias y, antes estas, la realidad, cede inevitablemente. Por eso la “fuerza del cambio” es incontenible, porque es el “grito del sujeto” que llega al cielo y estremece el universo entero.
Se convocan todos los tiempos: el pasado y el futuro comparecen en el presente. Eso desata la furia de los poderosos, porque los fantasmas vuelven a señalarles como lo que son: “¿Qué haz hecho? La voz de las sangres de tu hermano está clamándome desde la tierra” (Génesis 4:10). La Tierra clama no sólo por el hermano, sino por toda su descendencia: un acto injusto no perturba sólo el presente sino todos los futuros posibles (la maldición que recae sobre el homicida maldice también su pasado y su futuro: maldice a sus antepasados y a sus herederos). Si la Tierra clama la pérdida del hermano, es porque ella recibe la sangre derramada, como testigo impotente del homicidio. Por eso los muertos vuelven y se hacen millones, vienen desde lo profundo de la Tierra para enjuiciar al Estado colonial: su carácter apátrida, gestionador de la miseria de su pueblo y de su Tierra; y proponen su transformación.
Es el tiempo de los tiempos, el tiempo mesiánico, el Pachakuti: es el pueblo que sale de la esclavitud hacia la tierra donde mana leche y miel. Es levantarse del sometimiento y aprender a caminar, producir historia, dejar atrás el trágico y eterno retorno de lo mismo y ser sujeto, procreador de lo nuevo. Por eso ese caminar se lo realiza en el desierto, donde la única seguridad que tenemos es la unidad y la organización; donde el carácter del pueblo se pone de manifiesto y donde debe saber ser merecedor de lo que persigue. Por eso los obstáculos son siempre mayores, porque son del tamaño de las nuevas aspiraciones. Es el precio del que apuesta por su liberación; el proceso que atraviesa como pueblo es el proceso que atraviesa como individuo; por eso afloran las contradicciones y todo aquello que carga se evidencia a lo largo del camino: abriendo camino es como aprende a valorar lo que está creando. Dejando atrás lo conocido es como aprende a abrirse a lo desconocido; arriesgando es como va descubriendo de qué materia está hecho: “Dejamos en el pasado el estado colonial, republicando y neoliberal. Asumimos el reto histórico de construir colectivamente el estado Unitario Social de Derecho Plurinacional Comunitario” (nueva Constitución). Dejar atrás y construir. Se trata de una voluntad constituyente-trascendental que asume ser sujeto de su propio desarrollo y se abre a lo nuevo que tiende, no como algo ya determinado sino algo por constituirse. Se trata del más explícito testimonio político (en la historia mundial) de un pueblo que se libera siendo, además, consciente de su liberación.
El proceso pasa por una descolonización práctica, que es, a su vez, de modo eminente, descolonización subjetiva. Porque la colonización, a la que nos referimos, es la específicamente moderna. Es una nueva forma de colonizar, que estructura el poder, como dice Quijano, en un “patrón colonial del poder”. Ya no se trata de la colonización objetiva sino subjetiva: la última “terra incognita” que persigue la conquista: la consciencia. No se puede ocupar militarmente las consciencias, pero sí se puede (y esto es una invención moderna) producir consciencia. Por eso la pedagogía moderna está diseñada para administrar, gestionar y justificar la dominación estructural, la clasificación mundial del trabajo y la corporalidad. Se enseña a dominar y a someterse de modo voluntario. La colonialidad produce un nuevo fenómeno: ya no necesita el amo cortar la cabeza de las elites esclavas; ellas mismas se la cortan, con la sonrisa impresa, para el agrado del amo.
La felicidad del amo es felicidad del esclavo; por eso cuando el amo dice: estoy mal; el esclavo replica prontamente: amo, estamos mal. La dialéctica del amo y el esclavo inicia el proceso de subdesarrollo nuestro. Persiguiendo el reconocimiento del amo, el esclavo persigue una ilusión, pues tal reconocimiento es imposible, porque el esclavo no sabe ni siquiera reconocerse como lo que es. La falta de consciencia se traduce en falta de dignidad; sin dignidad es imposible hacerse respetar, por eso vende su alma por lo que sea (los periodistas se vendían a la Embajada por un té y el precio de los políticos era un fricasé). Por eso no puede proyectar nada que no sea el proyecto del que le ha comprado: desarrollando un proyecto ajeno se subdesarrolla a sí mismo, es decir, se convierte en objeto; degrada tanto su vida que busca, haciendo más miserable la vida de los demás, hacerse menos miserable. La imposibilidad de ser algo digno se la endilga a aquellos que le recuerdan su origen, los vuelve enemigos suyos. La educación que se impone ya no le emancipa sino le esclaviza todavía más: ya no depende sólo del amo sino de las cosas que produce el amo. Se vuelve un adicto: dócil en su sometimiento, está siempre listo para defender al amo, aun a costa de su propia vida.
Por eso, en la dialéctica del amo y el esclavo, son las elites las que ocupa el lugar subordinado; porque ellas consienten y gestionan el sometimiento nacional, transformando a su propio pueblo en su enemigo. Por eso buscaron siempre su legitimidad afuera y nunca adentro. Serviles administradores de la dominación foránea, nunca pudieron producir país y menos nación, porque sus intereses provincianos nunca coincidieron con el interés nacional. Si sus privilegios consistían, precisamente, en la miseria crónica de su propio pueblo, ¿cómo podían siquiera pensar en integrarlo al país que nacía en 1825? Por eso, la burocracia colonial, hace de Sucre su cuartel de operaciones y, desde allí, asaltan algo que nunca supieron qué significaba: la independencia. Primero expulsan a Sucre, el “mulato” mariscal que había dado su vida para que puedan aspirar a la dignidad de saberse libres; sepultan en el olvido a doña Juana Azurduy de Padilla, quien había ofrendado hasta a sus hijos para que puedan dejar de ser sometidos; y, regresando a su condición original, el 24 de mayo de 2008, en Sucre, escupen a su propia Tierra escupiendo a los campesinos que les alimentan. Así regresa una sociedad colonial a su tradición inquisitorial; por eso, la cruz templaria que ostentan no es gratuita. Por eso la Asamblea Constituyente no podía culminar en esa ciudad. Y si culmina en Oruro, es porque la historia no es casual: Oruro es protagonista del primer Manifiesto anticolonial explícito: el “Manifiesto de los Agravios” de 1737, de Belez de Cordoba; quien, como Bolívar y San Martín, propone la restitución del mundo indígena, como el modo legítimo de reparación histórica de estas naciones (que habían sido sacrificadas al primer dios moderno: el oro).
Recuperar la historia de los vencidos supone un examen histórico-existencial de aquello en que consiste la singularidad de nuestra identidad. Cuando nace Bolivia, era claro lo que era ser español o europeo, pero ¿qué significaba ser boliviano? Lo que hizo la elite criolla (después mestiza) fue adoptar la cultura de los dominadores. Negando lo que se era se asumió lo que no se era; amputándonos un contenido real y efectivo de un desarrollo propio. Por eso nunca supimos caminar, porque no sólo nos habían amputado las cabezas sino también los pies. Así terminó frustrándose la independencia. Y lo que sobrevino como historia nacional fue la mezquina lucha provinciana por el poder; por eso permiten la desmembración territorial mientras cuantifican los beneficios que logran de aquello. Si primero adoptan el modelo hispano, y después el latino, es porque nunca hubo conciencia de lo que se era. Algo que el esclavo no puede; porque ello supone una liberación de su condición, la reconstitución de su propia historia, enfrentarse al amo desde la auto-consciencia de lo que ha sido, para desde allí, efectuar el pasaje a lo que puede ser. O sea, esto implicaba una revolución. Evento que se va propiciando por quienes nunca habían dejado de manifestar su condición libre y le van enseñando al esclavo real (la sociedad criollo-mestiza) la posibilidad de su liberación. Por eso el 52 no es obra de quienes traicionan la revolución sino de la memoria histórica de la resistencia popular.
Pero había que esperar más de medio siglo para que nuestra revolución destaque su singularidad. Por eso aparece ahora el No. Porque en él se compendia el miedo a ser libre, independiente y soberano; el miedo a ser sujeto de su propia historia; el miedo a despertar, a caminar, a atravesar el desierto. Es el miedo de los esclavos que desean regresar a Egipto, a la esclavitud, sobre todo los cómplices y beneficiados de la esclavitud de su pueblo; después de haber visto cómo el Dios de la liberación hizo las maravillas que hizo (abriendo inclusive las aguas, para sepultar en ellas al ejército del faraón), no dudan en traicionar una vez más y hacen lo único que saben hacer: someterse al ídolo, al becerro de oro. Por eso es un proceso que la vive cada individuo en su propia vida. Por eso sufre un conflicto ético-moral: “Si quieres ser perfecto, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y ven y sígueme” (Mateo 19:21). Quienes desean regresar a Egipto son lo que conspiran en la oscuridad, siembran zozobra entre el pueblo y quieren detener el avance; por eso amenazan: que nos van a quitar todo, que vamos a ser pobres, que vamos a dejar de ser libres. ¿Cuándo tuvimos todo? ¿Cuándo fuimos ricos? ¿Cuándo fuimos libres?
Por eso se trata de un proceso, de un caminar, de un salir de la inconsciencia a la auto-consciencia, de caminar en la verdad. La verdad nos hace libres, pero para acceder al ámbito de la verdad, hay que primero liberarse. Para quien no está en la verdad, la verdad es pura locura. Por eso el pueblo que se libera es acusado de locura. No es raro, pues: “Ha escogido Dios más bien a los locos del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios a los débiles del mundo para confundir a los fuertes. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios” (1 Corintios 1:27-28). Los “fuertes” y los “sabios” (políticos y analistas) son los que mediáticamente acusan al pueblo de locura. Una nueva inquisición se desata: “incluso llegará la hora en que todo el que os mate piense que da culto a Dios” (Juan 16:2). La soberbia proviene de esa atribución. Por eso el discurso degenera, se vuelve irracional; en el todo vale para denigrar, no hay moral ni decoro y todo consiste en enlodar todo. Si ya no hay argumentos queda la calumnia, que la adoptan quienes ya no miden, ni sus palabras ni sus acciones; por eso escupen al cielo sus blasfemias y esgrimen la cruz y la espada. Los “fuertes” y los “sabios”, desde los favores que les brinda el Estado colonial, como Pilatos, en tono de burla cuestionan: ¿qué es la verdad?; mientras ven y consienten que los de su pueblo mueran como perros para que ellos traguen como chanchos: “no hay para ellos tormentos, por eso la soberbia los ciñe como collar y los cubre la violencia como vestido. Por eso el pueblo se vuelve tras ellos” (Salmo 73:6-10). Para que la verdad no aparezca hay que enlodar todo: hay que reducir la masacre y el genocidio a una diferencia de opinión. Y los periodistas hacen de alquimistas: si la verdad ya no es verdad, los asesinos son inocentes y los ejecutados son suicidas. El desajuste ético produce cinismo en una sociedad adicta a la mentira. Pero lo que nos salva es la indignación. De allí proviene una nueva sabiduría: los elegidos de Dios son los débiles y las víctimas. Si la verdad posee fuerza, es la fuerza que nace de los débiles, no del poder de los fuertes. Si hay un criterio para reconocer la verdad, ese criterio lo brinda el que padece la opresión, no aquel que la ejerce.
Por eso un caminar liberador es un caminar en la verdad: la apetencia de la justicia es la primera condición de un saber verdadero; lo demás es pura sofistería intelectual. Por eso el gran silencio de la academia está precedido de la gritería erudita. Si la novedad revolucionaria de esta revolución es su carácter descolonizador, esta descolonización debe expresarse, en última instancia, en una descolonización epistemológica, es decir, en la producción de una subjetividad ya no sólo libre sino liberadora. Una lógica de la liberación es necesaria para producir la auto-consciencia de la liberación. Una revolución es incompleta si no se produce, a su vez, una revolución en las ideas: cuando las ideas son revolucionarias, la realidad cede de modo inobjetable. Produciendo realidad es como se produce subjetividad; por eso el fin último de la revolución práctica es una revolución subjetiva, lo que decía el Che: la “creación de un hombre nuevo”. Por eso el conocimiento nunca es neutro, la epistemología no es nunca apolítica: cuando las relaciones del pueblo pierden su reciprocidad y su sentido, se hace necesario producir un nuevo sentido de comunidad. El pueblo necesita dotarse de un nuevo sentido político, para resignificar su unidad, su consistencia y su desarrollo. Y esto significa pasar del en sí al para sí, de la consciencia de lo que se ha sido a la auto-consciencia de lo que se puede ser. Por eso la voluntad nunca se queda en sí misma sino que busca determinarse, es decir, realizarse, para así iniciar un nuevo proceso que la relance nuevamente. Entonces, toda voluntad de transformación no persiste en sí sino que busca hacerse real, es decir, producir realidad: crear las mediaciones necesarias para su desarrollo.
La inocencia lírica de los analistas concibe una voluntad tocada por el dedo de dios. La voluntad se va constituyendo a sí misma a medida que origina las mediaciones necesarias para su realización; una de esas mediaciones políticas es una Constitución. Una voluntad que no produce nada se queda como vacía, sin realidad. Por eso, produciendo realidad se produce a sí misma. Pero como nuestra intelectualidad nunca ha producido nada, pues siempre fue copiona de la producción ajena, no entiende que sea posible la producción de una Constitución propia. Por eso le busca todos los peros que su imaginación sospecha, devaluando el todo por la parte; cuando es, más bien, el sentido del todo lo que da consistencia a las partes; fuera de contexto, la parte pierde razón de ser.
Pero esto supone, al menos, una capacidad de comprensión dialéctica, algo ausente en una intelectualidad castrada de criticidad. Fue colonizada mentalmente, de modo que cree que nada bueno puede salir de su pueblo (ese defecto suyo lo atribuye a los demás). Por eso piensa (si lo hace) para afuera, para dar la razón al amo, para corroborar y afirmar las estructuras de dominación. Su ignorancia tiene su premio: ahora son estrellitas de TV. No creen que su pueblo pueda cambiar porque ellos mismos no saben cómo cambiar; más aun, si gozan de los favores de la academia, de los títulos, de la corrupción intelectual, de las transnacionales, de los elogios de Red Uno o ATB, de Fides o Panamericana, de La Prensa o la Razón, ¿para qué cambiar? Esa es la pereza y la desidia de una voluntad que no sabe proyectar nada que no sea el proyecto del amo. Por eso se ocupa en denunciar la voluntad de cambio; voluntad que renuncia a la sumisión y proyecta, desde sí, su propia liberación: voluntad que propone, decide y ejecuta. Es la voluntad presente en la nueva Constitución; que, por supuesto, no es perfecta. ¿Hay alguna que lo sea? Si el orden de la perfección está más allá de la condición humana, ¿por qué exigirnos aquello? (los amores verdaderos nunca son perfectos). La Constitución que hemos producido, como pueblo, no es perfecta, pero es nuestra, como una hija. En su desarrollo nos desarrollaremos también nosotros, como sujetos, y sabremos enterrar esa historia vergonzosa de sumisión consentida que produjeron las elites que nos gobernaron hasta ahora.
La disyuntiva siempre ha sido: colonia o independencia. uien persiste en seguir siendo colonia es aquel que no sabe ser independiente. Ser dependiente es fácil. Por eso, el que no sabe sino depender, dice No, porque así se descubre la desidia en la que quiere permanecer. La nacionalización es la primera conquista de una independencia; ser independiente es saber auto-mantenerse, saberse fin y no medio. Sin sostenimiento propio no hay independencia. Pero la independencia no se logra de una vez y para siempre, esta es una conquista diaria. Lo cual supone un proyecto. Sin proyecto tampoco hay independencia.
La valoración de lo nuestro empieza por sabernos valiosos, una subjetividad que se sabe valiosa empieza por limpiar y pulir lo que empaña esa valía. Para habitar la casa, hay que primero limpiarla, re-organizarla. La casa tiene que ser hogar para los privados de lugar en ella. Pero los privados pueden aparecer como los hospedados si es que su incorporación es sólo formal. El hogar, se dice, es la presencia del ser amado, el lugar de la reunión, desde donde se crece, desde donde se sale hacia fuera y a donde siempre se regresa. Habitar la casa no es sólo ocuparla. Se habita la casa como se habita el vientre; el vientre es como la Tierra, de lo que le pase a ella depende nuestra existencia. La tierra no es cosa, le afecta la condición del que la habita. La casa es el soporte de la intimidad (como el vientre), sus cimientos son los nuestros; la casa es la prolongación del cuerpo.
Para que la casa sea posibilidad tiene que ser apertura. Pero la apertura tiene que ser primero interior. La casa hace posible el hogar cuando es posible ser dentro del hogar. La casa es el país, el hogar es la Nación. La constitución de ambos es tarea de quienes la han habitado y quienes la han de habitar. Quienes la han de habitar son los que aun tienen problemas de identidad. Quienes la han habitado, la han sembrado, cultivado, cuidado, merecido, son aquellos que no tienen ese problema. Los originarios nunca han enfrentado contradicciones asumiendo lo que son; ellos siempre han sido lo que su tradición (su pasado, su origen) ha permitido que sean. El problema es del boliviano, el nacido en 1825. Este no sabe cómo re-conocerse, nació mirando hacia afuera, depositando su futuro en manos ajenas, despreciando lo que tenía adentro: las manos propias, las que le alimentaron, le vistieron y le otorgaron cultura, o sea, identidad, algo de qué sentirse algo y no una nada, como lo es aquel que vive pendiente de lo que otros hacen. Sin esas manos no es posible construir algo digno. Una nación que quiera ser viable, tiene que ser un hogar en el que todos quepan. Para re-pensar una política que no se sostenga en la exclusión, o una economía que no esté determinada por la maximización de la tasa de ganancias, sino garantice la reproducción de la vida humana y la vida de la Tierra, hay que voltear la mirada. Ese ir “hacia adelante” que nos propone el progreso moderno no es garantía de vida. Volver al pasado es imposible, pero recuperar nuestro pasado no sólo es posible sino necesario. Cuando se pierde el sentido y ya no se sabe para dónde se va, hay que darse la vuelta y ver de dónde se ha venido. Un país que ha perdido el camino es un país que no ha hecho camino.
Nuestro camino es la constitución del nuevo Estado. El reconocimiento de la pluralidad y diversidad que constituye nuestro mundo. Hay Estado desde que hay apropiación racional del excedente, es decir, hace más de 7000 años, desde el Egipto. El Estado moderno es el desconocimiento de la diversidad humana y su uniformización obligada. Por eso el primer Estado moderno: España, es la imposición de Castilla y Aragón sobre Cataluña, Galicia, el país Vasco, el pueblo andaluz, etc. Receta que copian Inglaterra (sometiendo a Irlanda, Gales y Escocia), Francia (dominio sobre bretones, provenzales, normandos, etc.) y todos los demás estados modernos. Es sabido que ni China ni Egipto (civilizaciones milenarias) pudieron llegar nunca a un grado acabado de homogeneización. Porque la unidad no riñe con la diversidad.
La unidad es el sentido común de comunidad: la re-unión de la originariedad constitutiva de la humanidad: todos somos hijos de la misma Tierra, de una misma Madre y un mismo Padre. Por eso la política que empieza a proponer el mundo indígena se constituye a partir de la comunidad: somos hermanos, hijos de una misma Madre que, criándonos unos a los otros, criamos a la Madre, creamos comunidad humana, diversa como la comunidad natural. Que esta proyección es más racional ya fue advertida por Washington y Franklin; pues los Estados Unidos fue una copia (mal lograda) de la confederación de los Haudenosaunee (las naciones Onondaga, Oneida, Mohawk, Seneca y Cayuga) o pueblos iroqueses. Una legislación de convivencia política en la diversidad y el respeto mutuo. Es la superación del Estado-nación moderno, como reconocimiento jurídico-político de la historia mundial. Todas las culturas merecen desarrollarse porque todas manifiestan una posibilidad humana. Ninguna agota en sí a lo humano y la perdida de una es perdida de la humanidad toda.
Ninguna puede atribuirse superioridad absoluta, como tampoco atribuirse el derecho de negar y destruir a las otras. Ese es fruto del mito racista que inaugura la modernidad, mito que anuló su pretensión de razón crítica, pues nunca le permitió un verdadero diálogo con el resto del mundo sino sólo el monólogo de la razón moderno-occidental consigo misma. Las víctimas de un sistema de dominación (como la actual globalización neoliberal) ya no son sólo los seres humanos sino todas las existencias y, de modo notable, la Pachamama. Si la ecología se vuele parte consustancial de todo proyecto político, es porque las consecuencias negativas del patrón moderno-colonial ha destapado inevitablemente la condición inicial de toda política: la preservación de la vida. Por la vida es que, en definitiva, se lucha. Pero se lucha para superar el conflicto y procurar de nuevo la vida; porque, como comunidad, presuponemos siempre la unidad y no la división. El antagonismo ya no puede ser el eje de la política. Una nueva fundamentación de la política es necesaria por la vida y para la vida, por todos y para todos, en y como comunidad. Como dicen los zapatistas: “un mundo en el que quepan todos los mundos”. El antagonista es también un hermano y hay que enseñarle que la convivencia es posible porque somos, siempre y en última instancia, comunidad. Si todos somos comunidad, entonces, nuestra condición originaria es la de hermanos. Y los hermanos se deben, unos a los otros; y se deben a una Madre y a un Padre comunes (referencias más allá de la condición humana). La comunidad, el “ayllu”, es un ámbito expansivo que re-une a la vida toda, siempre como comunidad. En ese sentido, fundamentar una nueva política significa transformar, necesariamente, la política misma. Porque el ámbito expansivo de una comunidad trascendental debe transformar también el concepto de “pueblo”. Por eso el tránsito hacia un Estado plurinacional es un camino trascendental.
Un Estado plurinacional es la novedad histórico-mundial que inaugura el siglo XXI. Es la novedad que está produciendo nuestra historia, asumida de modo consciente gracias a la insistente resistencia indígena. Por primera vez el Estado puede enraizar en lo propio, tener el fundamento necesario para proyectar un desarrollo auténtico; porque sólo la auto-consciencia de lo que somos puede proyectar lo que podemos ser. La falta de futuro siempre ha sido falta de pasado, porque no hay perspectiva alguna si no hay previamente capacidad de visión. Tener visión significa tener conciencia de lo que se ve; por eso, la consciencia nacional-popular es la que se transforma transformando su realidad. Una consciencia que se transforma produce ideas revolucionarias y, antes estas, la realidad, cede inevitablemente. Por eso la “fuerza del cambio” es incontenible, porque es el “grito del sujeto” que llega al cielo y estremece el universo entero.
Se convocan todos los tiempos: el pasado y el futuro comparecen en el presente. Eso desata la furia de los poderosos, porque los fantasmas vuelven a señalarles como lo que son: “¿Qué haz hecho? La voz de las sangres de tu hermano está clamándome desde la tierra” (Génesis 4:10). La Tierra clama no sólo por el hermano, sino por toda su descendencia: un acto injusto no perturba sólo el presente sino todos los futuros posibles (la maldición que recae sobre el homicida maldice también su pasado y su futuro: maldice a sus antepasados y a sus herederos). Si la Tierra clama la pérdida del hermano, es porque ella recibe la sangre derramada, como testigo impotente del homicidio. Por eso los muertos vuelven y se hacen millones, vienen desde lo profundo de la Tierra para enjuiciar al Estado colonial: su carácter apátrida, gestionador de la miseria de su pueblo y de su Tierra; y proponen su transformación.
Es el tiempo de los tiempos, el tiempo mesiánico, el Pachakuti: es el pueblo que sale de la esclavitud hacia la tierra donde mana leche y miel. Es levantarse del sometimiento y aprender a caminar, producir historia, dejar atrás el trágico y eterno retorno de lo mismo y ser sujeto, procreador de lo nuevo. Por eso ese caminar se lo realiza en el desierto, donde la única seguridad que tenemos es la unidad y la organización; donde el carácter del pueblo se pone de manifiesto y donde debe saber ser merecedor de lo que persigue. Por eso los obstáculos son siempre mayores, porque son del tamaño de las nuevas aspiraciones. Es el precio del que apuesta por su liberación; el proceso que atraviesa como pueblo es el proceso que atraviesa como individuo; por eso afloran las contradicciones y todo aquello que carga se evidencia a lo largo del camino: abriendo camino es como aprende a valorar lo que está creando. Dejando atrás lo conocido es como aprende a abrirse a lo desconocido; arriesgando es como va descubriendo de qué materia está hecho: “Dejamos en el pasado el estado colonial, republicando y neoliberal. Asumimos el reto histórico de construir colectivamente el estado Unitario Social de Derecho Plurinacional Comunitario” (nueva Constitución). Dejar atrás y construir. Se trata de una voluntad constituyente-trascendental que asume ser sujeto de su propio desarrollo y se abre a lo nuevo que tiende, no como algo ya determinado sino algo por constituirse. Se trata del más explícito testimonio político (en la historia mundial) de un pueblo que se libera siendo, además, consciente de su liberación.
El proceso pasa por una descolonización práctica, que es, a su vez, de modo eminente, descolonización subjetiva. Porque la colonización, a la que nos referimos, es la específicamente moderna. Es una nueva forma de colonizar, que estructura el poder, como dice Quijano, en un “patrón colonial del poder”. Ya no se trata de la colonización objetiva sino subjetiva: la última “terra incognita” que persigue la conquista: la consciencia. No se puede ocupar militarmente las consciencias, pero sí se puede (y esto es una invención moderna) producir consciencia. Por eso la pedagogía moderna está diseñada para administrar, gestionar y justificar la dominación estructural, la clasificación mundial del trabajo y la corporalidad. Se enseña a dominar y a someterse de modo voluntario. La colonialidad produce un nuevo fenómeno: ya no necesita el amo cortar la cabeza de las elites esclavas; ellas mismas se la cortan, con la sonrisa impresa, para el agrado del amo.
La felicidad del amo es felicidad del esclavo; por eso cuando el amo dice: estoy mal; el esclavo replica prontamente: amo, estamos mal. La dialéctica del amo y el esclavo inicia el proceso de subdesarrollo nuestro. Persiguiendo el reconocimiento del amo, el esclavo persigue una ilusión, pues tal reconocimiento es imposible, porque el esclavo no sabe ni siquiera reconocerse como lo que es. La falta de consciencia se traduce en falta de dignidad; sin dignidad es imposible hacerse respetar, por eso vende su alma por lo que sea (los periodistas se vendían a la Embajada por un té y el precio de los políticos era un fricasé). Por eso no puede proyectar nada que no sea el proyecto del que le ha comprado: desarrollando un proyecto ajeno se subdesarrolla a sí mismo, es decir, se convierte en objeto; degrada tanto su vida que busca, haciendo más miserable la vida de los demás, hacerse menos miserable. La imposibilidad de ser algo digno se la endilga a aquellos que le recuerdan su origen, los vuelve enemigos suyos. La educación que se impone ya no le emancipa sino le esclaviza todavía más: ya no depende sólo del amo sino de las cosas que produce el amo. Se vuelve un adicto: dócil en su sometimiento, está siempre listo para defender al amo, aun a costa de su propia vida.
Por eso, en la dialéctica del amo y el esclavo, son las elites las que ocupa el lugar subordinado; porque ellas consienten y gestionan el sometimiento nacional, transformando a su propio pueblo en su enemigo. Por eso buscaron siempre su legitimidad afuera y nunca adentro. Serviles administradores de la dominación foránea, nunca pudieron producir país y menos nación, porque sus intereses provincianos nunca coincidieron con el interés nacional. Si sus privilegios consistían, precisamente, en la miseria crónica de su propio pueblo, ¿cómo podían siquiera pensar en integrarlo al país que nacía en 1825? Por eso, la burocracia colonial, hace de Sucre su cuartel de operaciones y, desde allí, asaltan algo que nunca supieron qué significaba: la independencia. Primero expulsan a Sucre, el “mulato” mariscal que había dado su vida para que puedan aspirar a la dignidad de saberse libres; sepultan en el olvido a doña Juana Azurduy de Padilla, quien había ofrendado hasta a sus hijos para que puedan dejar de ser sometidos; y, regresando a su condición original, el 24 de mayo de 2008, en Sucre, escupen a su propia Tierra escupiendo a los campesinos que les alimentan. Así regresa una sociedad colonial a su tradición inquisitorial; por eso, la cruz templaria que ostentan no es gratuita. Por eso la Asamblea Constituyente no podía culminar en esa ciudad. Y si culmina en Oruro, es porque la historia no es casual: Oruro es protagonista del primer Manifiesto anticolonial explícito: el “Manifiesto de los Agravios” de 1737, de Belez de Cordoba; quien, como Bolívar y San Martín, propone la restitución del mundo indígena, como el modo legítimo de reparación histórica de estas naciones (que habían sido sacrificadas al primer dios moderno: el oro).
Recuperar la historia de los vencidos supone un examen histórico-existencial de aquello en que consiste la singularidad de nuestra identidad. Cuando nace Bolivia, era claro lo que era ser español o europeo, pero ¿qué significaba ser boliviano? Lo que hizo la elite criolla (después mestiza) fue adoptar la cultura de los dominadores. Negando lo que se era se asumió lo que no se era; amputándonos un contenido real y efectivo de un desarrollo propio. Por eso nunca supimos caminar, porque no sólo nos habían amputado las cabezas sino también los pies. Así terminó frustrándose la independencia. Y lo que sobrevino como historia nacional fue la mezquina lucha provinciana por el poder; por eso permiten la desmembración territorial mientras cuantifican los beneficios que logran de aquello. Si primero adoptan el modelo hispano, y después el latino, es porque nunca hubo conciencia de lo que se era. Algo que el esclavo no puede; porque ello supone una liberación de su condición, la reconstitución de su propia historia, enfrentarse al amo desde la auto-consciencia de lo que ha sido, para desde allí, efectuar el pasaje a lo que puede ser. O sea, esto implicaba una revolución. Evento que se va propiciando por quienes nunca habían dejado de manifestar su condición libre y le van enseñando al esclavo real (la sociedad criollo-mestiza) la posibilidad de su liberación. Por eso el 52 no es obra de quienes traicionan la revolución sino de la memoria histórica de la resistencia popular.
Pero había que esperar más de medio siglo para que nuestra revolución destaque su singularidad. Por eso aparece ahora el No. Porque en él se compendia el miedo a ser libre, independiente y soberano; el miedo a ser sujeto de su propia historia; el miedo a despertar, a caminar, a atravesar el desierto. Es el miedo de los esclavos que desean regresar a Egipto, a la esclavitud, sobre todo los cómplices y beneficiados de la esclavitud de su pueblo; después de haber visto cómo el Dios de la liberación hizo las maravillas que hizo (abriendo inclusive las aguas, para sepultar en ellas al ejército del faraón), no dudan en traicionar una vez más y hacen lo único que saben hacer: someterse al ídolo, al becerro de oro. Por eso es un proceso que la vive cada individuo en su propia vida. Por eso sufre un conflicto ético-moral: “Si quieres ser perfecto, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y ven y sígueme” (Mateo 19:21). Quienes desean regresar a Egipto son lo que conspiran en la oscuridad, siembran zozobra entre el pueblo y quieren detener el avance; por eso amenazan: que nos van a quitar todo, que vamos a ser pobres, que vamos a dejar de ser libres. ¿Cuándo tuvimos todo? ¿Cuándo fuimos ricos? ¿Cuándo fuimos libres?
Por eso se trata de un proceso, de un caminar, de un salir de la inconsciencia a la auto-consciencia, de caminar en la verdad. La verdad nos hace libres, pero para acceder al ámbito de la verdad, hay que primero liberarse. Para quien no está en la verdad, la verdad es pura locura. Por eso el pueblo que se libera es acusado de locura. No es raro, pues: “Ha escogido Dios más bien a los locos del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios a los débiles del mundo para confundir a los fuertes. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios” (1 Corintios 1:27-28). Los “fuertes” y los “sabios” (políticos y analistas) son los que mediáticamente acusan al pueblo de locura. Una nueva inquisición se desata: “incluso llegará la hora en que todo el que os mate piense que da culto a Dios” (Juan 16:2). La soberbia proviene de esa atribución. Por eso el discurso degenera, se vuelve irracional; en el todo vale para denigrar, no hay moral ni decoro y todo consiste en enlodar todo. Si ya no hay argumentos queda la calumnia, que la adoptan quienes ya no miden, ni sus palabras ni sus acciones; por eso escupen al cielo sus blasfemias y esgrimen la cruz y la espada. Los “fuertes” y los “sabios”, desde los favores que les brinda el Estado colonial, como Pilatos, en tono de burla cuestionan: ¿qué es la verdad?; mientras ven y consienten que los de su pueblo mueran como perros para que ellos traguen como chanchos: “no hay para ellos tormentos, por eso la soberbia los ciñe como collar y los cubre la violencia como vestido. Por eso el pueblo se vuelve tras ellos” (Salmo 73:6-10). Para que la verdad no aparezca hay que enlodar todo: hay que reducir la masacre y el genocidio a una diferencia de opinión. Y los periodistas hacen de alquimistas: si la verdad ya no es verdad, los asesinos son inocentes y los ejecutados son suicidas. El desajuste ético produce cinismo en una sociedad adicta a la mentira. Pero lo que nos salva es la indignación. De allí proviene una nueva sabiduría: los elegidos de Dios son los débiles y las víctimas. Si la verdad posee fuerza, es la fuerza que nace de los débiles, no del poder de los fuertes. Si hay un criterio para reconocer la verdad, ese criterio lo brinda el que padece la opresión, no aquel que la ejerce.
Por eso un caminar liberador es un caminar en la verdad: la apetencia de la justicia es la primera condición de un saber verdadero; lo demás es pura sofistería intelectual. Por eso el gran silencio de la academia está precedido de la gritería erudita. Si la novedad revolucionaria de esta revolución es su carácter descolonizador, esta descolonización debe expresarse, en última instancia, en una descolonización epistemológica, es decir, en la producción de una subjetividad ya no sólo libre sino liberadora. Una lógica de la liberación es necesaria para producir la auto-consciencia de la liberación. Una revolución es incompleta si no se produce, a su vez, una revolución en las ideas: cuando las ideas son revolucionarias, la realidad cede de modo inobjetable. Produciendo realidad es como se produce subjetividad; por eso el fin último de la revolución práctica es una revolución subjetiva, lo que decía el Che: la “creación de un hombre nuevo”. Por eso el conocimiento nunca es neutro, la epistemología no es nunca apolítica: cuando las relaciones del pueblo pierden su reciprocidad y su sentido, se hace necesario producir un nuevo sentido de comunidad. El pueblo necesita dotarse de un nuevo sentido político, para resignificar su unidad, su consistencia y su desarrollo. Y esto significa pasar del en sí al para sí, de la consciencia de lo que se ha sido a la auto-consciencia de lo que se puede ser. Por eso la voluntad nunca se queda en sí misma sino que busca determinarse, es decir, realizarse, para así iniciar un nuevo proceso que la relance nuevamente. Entonces, toda voluntad de transformación no persiste en sí sino que busca hacerse real, es decir, producir realidad: crear las mediaciones necesarias para su desarrollo.
La inocencia lírica de los analistas concibe una voluntad tocada por el dedo de dios. La voluntad se va constituyendo a sí misma a medida que origina las mediaciones necesarias para su realización; una de esas mediaciones políticas es una Constitución. Una voluntad que no produce nada se queda como vacía, sin realidad. Por eso, produciendo realidad se produce a sí misma. Pero como nuestra intelectualidad nunca ha producido nada, pues siempre fue copiona de la producción ajena, no entiende que sea posible la producción de una Constitución propia. Por eso le busca todos los peros que su imaginación sospecha, devaluando el todo por la parte; cuando es, más bien, el sentido del todo lo que da consistencia a las partes; fuera de contexto, la parte pierde razón de ser.
Pero esto supone, al menos, una capacidad de comprensión dialéctica, algo ausente en una intelectualidad castrada de criticidad. Fue colonizada mentalmente, de modo que cree que nada bueno puede salir de su pueblo (ese defecto suyo lo atribuye a los demás). Por eso piensa (si lo hace) para afuera, para dar la razón al amo, para corroborar y afirmar las estructuras de dominación. Su ignorancia tiene su premio: ahora son estrellitas de TV. No creen que su pueblo pueda cambiar porque ellos mismos no saben cómo cambiar; más aun, si gozan de los favores de la academia, de los títulos, de la corrupción intelectual, de las transnacionales, de los elogios de Red Uno o ATB, de Fides o Panamericana, de La Prensa o la Razón, ¿para qué cambiar? Esa es la pereza y la desidia de una voluntad que no sabe proyectar nada que no sea el proyecto del amo. Por eso se ocupa en denunciar la voluntad de cambio; voluntad que renuncia a la sumisión y proyecta, desde sí, su propia liberación: voluntad que propone, decide y ejecuta. Es la voluntad presente en la nueva Constitución; que, por supuesto, no es perfecta. ¿Hay alguna que lo sea? Si el orden de la perfección está más allá de la condición humana, ¿por qué exigirnos aquello? (los amores verdaderos nunca son perfectos). La Constitución que hemos producido, como pueblo, no es perfecta, pero es nuestra, como una hija. En su desarrollo nos desarrollaremos también nosotros, como sujetos, y sabremos enterrar esa historia vergonzosa de sumisión consentida que produjeron las elites que nos gobernaron hasta ahora.
La disyuntiva siempre ha sido: colonia o independencia. uien persiste en seguir siendo colonia es aquel que no sabe ser independiente. Ser dependiente es fácil. Por eso, el que no sabe sino depender, dice No, porque así se descubre la desidia en la que quiere permanecer. La nacionalización es la primera conquista de una independencia; ser independiente es saber auto-mantenerse, saberse fin y no medio. Sin sostenimiento propio no hay independencia. Pero la independencia no se logra de una vez y para siempre, esta es una conquista diaria. Lo cual supone un proyecto. Sin proyecto tampoco hay independencia.
La valoración de lo nuestro empieza por sabernos valiosos, una subjetividad que se sabe valiosa empieza por limpiar y pulir lo que empaña esa valía. Para habitar la casa, hay que primero limpiarla, re-organizarla. La casa tiene que ser hogar para los privados de lugar en ella. Pero los privados pueden aparecer como los hospedados si es que su incorporación es sólo formal. El hogar, se dice, es la presencia del ser amado, el lugar de la reunión, desde donde se crece, desde donde se sale hacia fuera y a donde siempre se regresa. Habitar la casa no es sólo ocuparla. Se habita la casa como se habita el vientre; el vientre es como la Tierra, de lo que le pase a ella depende nuestra existencia. La tierra no es cosa, le afecta la condición del que la habita. La casa es el soporte de la intimidad (como el vientre), sus cimientos son los nuestros; la casa es la prolongación del cuerpo.
Para que la casa sea posibilidad tiene que ser apertura. Pero la apertura tiene que ser primero interior. La casa hace posible el hogar cuando es posible ser dentro del hogar. La casa es el país, el hogar es la Nación. La constitución de ambos es tarea de quienes la han habitado y quienes la han de habitar. Quienes la han de habitar son los que aun tienen problemas de identidad. Quienes la han habitado, la han sembrado, cultivado, cuidado, merecido, son aquellos que no tienen ese problema. Los originarios nunca han enfrentado contradicciones asumiendo lo que son; ellos siempre han sido lo que su tradición (su pasado, su origen) ha permitido que sean. El problema es del boliviano, el nacido en 1825. Este no sabe cómo re-conocerse, nació mirando hacia afuera, depositando su futuro en manos ajenas, despreciando lo que tenía adentro: las manos propias, las que le alimentaron, le vistieron y le otorgaron cultura, o sea, identidad, algo de qué sentirse algo y no una nada, como lo es aquel que vive pendiente de lo que otros hacen. Sin esas manos no es posible construir algo digno. Una nación que quiera ser viable, tiene que ser un hogar en el que todos quepan. Para re-pensar una política que no se sostenga en la exclusión, o una economía que no esté determinada por la maximización de la tasa de ganancias, sino garantice la reproducción de la vida humana y la vida de la Tierra, hay que voltear la mirada. Ese ir “hacia adelante” que nos propone el progreso moderno no es garantía de vida. Volver al pasado es imposible, pero recuperar nuestro pasado no sólo es posible sino necesario. Cuando se pierde el sentido y ya no se sabe para dónde se va, hay que darse la vuelta y ver de dónde se ha venido. Un país que ha perdido el camino es un país que no ha hecho camino.
Nuestro camino es la constitución del nuevo Estado. El reconocimiento de la pluralidad y diversidad que constituye nuestro mundo. Hay Estado desde que hay apropiación racional del excedente, es decir, hace más de 7000 años, desde el Egipto. El Estado moderno es el desconocimiento de la diversidad humana y su uniformización obligada. Por eso el primer Estado moderno: España, es la imposición de Castilla y Aragón sobre Cataluña, Galicia, el país Vasco, el pueblo andaluz, etc. Receta que copian Inglaterra (sometiendo a Irlanda, Gales y Escocia), Francia (dominio sobre bretones, provenzales, normandos, etc.) y todos los demás estados modernos. Es sabido que ni China ni Egipto (civilizaciones milenarias) pudieron llegar nunca a un grado acabado de homogeneización. Porque la unidad no riñe con la diversidad.
La unidad es el sentido común de comunidad: la re-unión de la originariedad constitutiva de la humanidad: todos somos hijos de la misma Tierra, de una misma Madre y un mismo Padre. Por eso la política que empieza a proponer el mundo indígena se constituye a partir de la comunidad: somos hermanos, hijos de una misma Madre que, criándonos unos a los otros, criamos a la Madre, creamos comunidad humana, diversa como la comunidad natural. Que esta proyección es más racional ya fue advertida por Washington y Franklin; pues los Estados Unidos fue una copia (mal lograda) de la confederación de los Haudenosaunee (las naciones Onondaga, Oneida, Mohawk, Seneca y Cayuga) o pueblos iroqueses. Una legislación de convivencia política en la diversidad y el respeto mutuo. Es la superación del Estado-nación moderno, como reconocimiento jurídico-político de la historia mundial. Todas las culturas merecen desarrollarse porque todas manifiestan una posibilidad humana. Ninguna agota en sí a lo humano y la perdida de una es perdida de la humanidad toda.
Ninguna puede atribuirse superioridad absoluta, como tampoco atribuirse el derecho de negar y destruir a las otras. Ese es fruto del mito racista que inaugura la modernidad, mito que anuló su pretensión de razón crítica, pues nunca le permitió un verdadero diálogo con el resto del mundo sino sólo el monólogo de la razón moderno-occidental consigo misma. Las víctimas de un sistema de dominación (como la actual globalización neoliberal) ya no son sólo los seres humanos sino todas las existencias y, de modo notable, la Pachamama. Si la ecología se vuele parte consustancial de todo proyecto político, es porque las consecuencias negativas del patrón moderno-colonial ha destapado inevitablemente la condición inicial de toda política: la preservación de la vida. Por la vida es que, en definitiva, se lucha. Pero se lucha para superar el conflicto y procurar de nuevo la vida; porque, como comunidad, presuponemos siempre la unidad y no la división. El antagonismo ya no puede ser el eje de la política. Una nueva fundamentación de la política es necesaria por la vida y para la vida, por todos y para todos, en y como comunidad. Como dicen los zapatistas: “un mundo en el que quepan todos los mundos”. El antagonista es también un hermano y hay que enseñarle que la convivencia es posible porque somos, siempre y en última instancia, comunidad. Si todos somos comunidad, entonces, nuestra condición originaria es la de hermanos. Y los hermanos se deben, unos a los otros; y se deben a una Madre y a un Padre comunes (referencias más allá de la condición humana). La comunidad, el “ayllu”, es un ámbito expansivo que re-une a la vida toda, siempre como comunidad. En ese sentido, fundamentar una nueva política significa transformar, necesariamente, la política misma. Porque el ámbito expansivo de una comunidad trascendental debe transformar también el concepto de “pueblo”. Por eso el tránsito hacia un Estado plurinacional es un camino trascendental.
La Paz, enero de 2009
Rafael Bautista S.
Autor de “OCTUBRE: EL LADO OSCURO DE LA LUNA” y
“LA MEMORIA OBSTINADA”
rafaelcorso@yahoo.com