La violencia de los frustrados
Bastaría enumerar la cantidad de desmanes que han cometido los grupos delincuenciales de los comités cívicos, para concluir que estamos al borde de una guerra civil. Esa es la imagen que deja la actividad de estas pandillas. El panorama que pintan los medios de comunicación empeñados en una campaña de desprestigio del gobierno exagera la nota y, lo que es grave, tergiversa descaradamente los hechos. El resultado es evidente: dejar la impresión de un país en guerra interna.
Los hechos de violencia han aumentado en intensidad a partir del 10 de agosto, cuando el referendo revocatorio dio un apoyo masivo a la política del presidente Evo Morales. 67,41% de los votantes le dijo NO a los manejos desestabilizadores de la oposición. El agravamiento de la violencia después de esa consulta, en la que participó el 86% de los electores, no puede tener otra explicación que la reacción del vencido que se creía ganador.
Quienes se arrogan la representación de las regiones están disfrazando sus intereses de clase. La autonomía es una demanda sostenida en la experiencia de un poder central desinteresado o incapaz de atender las necesidades y requerimientos de la mayor parte de los distritos. La participación popular, implementada hace una década, fue insuficiente para satisfacer las expectativas de los sectores sociales.
Por esa misma ausencia del poder central, el caciquismo local asumió el poder. Las luchas entre los grupos de poder llegaron, en muchas oportunidades, a la confrontación armada. Muertos y heridos conformaban una estadística propia de países atrasados. Los partidos que se turnaban en el gobierno central, estaban obligados a buscar acuerdos con uno u otro cacique que, por el periodo correspondiente, figuraba como dirigente del partido de poder. Así ocurrió hasta diciembre de 2005.
Como es lógico, los grupos locales no desaparecieron; desconcertados por una nueva realidad confirmada en las elecciones de entonces, creyeron que podían potenciarse manejando las regiones. Encontraron, sin embargo, que no podían sostenerse sin contar con el apoyo del poder central, al que acudían para solucionar su incapacidad administrativa, su insolvencia económica y su prepotencia política. Tenían que recuperar ese poder que, acostumbrados a servirse de él, creyeron que podían prescindir del mismo.