http://argentina.indymedia.org/news/2006/01/367632.php
Por Rafael Bautista S.
Por Rafael Bautista S.
Dos crónicas han puesto en vilo a los medios. Pero no sólo a ellos porque, como es su costumbre, sus desvelos se han contagiado a todo aquel parroquiano que, frente a esa caja encantada llamada TV, digiere penosamente (con cólicos y retortijones) lo que suelen llamar “información”. Para eso además les sirve la democracia: para que sus “preocupaciones” sean las de todos; para que todos, dicen, tengan una opinión (la que difunden ellos por supuesto). Una, se adivina, es la vestimenta de Evo. La otra ya no truena; el “consenso” fue magistral, su despliegue mediático certero; no había más de qué hablar, todos, dicen, habíamos coincidido: fue una vergüenza que los indios se lavaran los pies en la Habana. Las telenovelas suelen mostrar, de modo patético, a quiénes les preocupa la apariencia ajena; por lo general son cotilleras, y alguna presuntuosa “nueva rica”, quienes hacen su agosto de la facha ajena. De este modo se colige: hablar de ello es pura frivolidad. Lo cual es cierto. Pero la cosa no empieza y acaba allí; porque ya no es cierto que la misma frivolidad sea asunto frívolo. Frívolo es el enfoque que le dan los medios, pero el asunto mismo puede no serlo. Haber. El asunto para la farándula es: ¿por qué el indiecito no viste “como se debe”? Esta aparente pregunta no busca una respuesta, busca hacer de la dignidad una comedia. Así de grave. Porque el “como se debe” ya presupone un prejuicio mayúsculo, y este prejuicio acusa de “soberbia” a aquel que, precisamente, “no es quién para no obedecer”. O sea, la pregunta resulta un reclamo iracundo del “humilde” y el “obediente” (aquel que hace cara de asco en el mercado). La pregunta que no es pregunta olvida un sinnúmero de olvidos que, como quieren olvidarse a toda costa, entorpece todo intento porque tal pregunta reclame honestamente una respuesta. ¿Por qué se pide que vista como un gentleman precisamente a quien nunca se trató como tal? Entremos en detalles. La política del olvido es propia de una mente periférica (colonizada) que, alegre y cómodamente, reparte condenas desde su dizque “sano y limpio” dictamen (limpio, al menos, de toda memoria). Por eso la conquista es, para este parecer, una historia de amor entre Pocahontas y el capitán Smith; la colonización, una historia de ficción sobre Marte; la libertad, lo que promete Master Card; la democracia, el american way of life; la pobreza, un castigo divino. El mundo es el “mundo de la fauna toyota” y, mientras los tsunamis se queden en el pacífico, “hay que bailar, porque la vida es un carnaval”. Por eso, quienes se quejan deben de estar locos. Si no es la envidia, debe ser el odio lo que mueve a la gente a protestar; para colmo, quienes protestan, gritan, no hablan bien, son maleducados, visten mal, son feos, o sea, son pues “indios”. Para estos despreciados, el mundo y la vida es otra cosa, y debiera ser otra distinta. En su memoria, la conquista y la colonia ha sido y es lo mismo que la democracia del que manda: “es morir como perros para que otros coman como chanchos”. Es la pobreza a la que son condenados por una riqueza globalizada, que no se cansa de prometerles una recompensa a su sacrificio (pero long time ago, in a galaxy far, far away). Si, a pesar de todo, quieren salir de la pobreza, hay que pagar un precio: negarse a sí mismo; pero aun negándose, su palabra y su piel les delatará siempre, y si, pese a todo, logran una apariencia respetable, a su alrededor lograrán curiosidad, pero no respeto. Porque su lugar siempre será el de abajo, por si se le ofrece algo al de arriba. Para este, el “indio” bien vestido, casi pasará por un gentleman; pero visto bien, siempre será lo que es (condimentando su sentencia apuntará: “el hábito no hace al monje”). El racismo se hace elocuente en el típico sarcasmo boliviano (al estilo tralalá y demás hijastros). Es el mismo racismo que reclama educación a quien nunca se le dio la educación que después se le reclama; que le obliga a adoptar la estética que siempre le fue negada; que mira torvamente sus actos, si es que es “digno” del favor magnánimo de admitirle en su círculo, el de los “señores”. A estos les interesa el cómo se va, porque creen que se trata de su fiesta. Por eso reclaman en una pregunta lo que ofende sus prejuicios. Y esa ofensa duele más porque un “indio” hará de anfitrión en la casa de sus padres de la patria (los primeros ladrones). Pero pasemos la página, porque nos interesa comprender, no condenar. Entonces, una pregunta sobre el cómo puede y debe hacerse, pero desde otra perspectiva. Aquí podemos pasar de la frivolidad a la seriedad, porque el vestir es una preocupación legítima, como el comer; no existe cultura que no tenga normas básicas sobre ambas dimensiones fundamentales de la vida. Pero sucede que, cuando se proscribe toda memoria y se impone normas sin más, entonces ya no hay qué preguntar sino sólo acatar. Eso de que el protocolo sea una convención ecuménica de todo país civilizado, es una ficción moderno-occidental, porque al afirmar aquello, lo que en realidad afirman es su protocolo. Aquello que impusieron como “patrón civilizatorio” es, in strictus sensu, su “particularidad” (europeo-gringo-occidental) que pretende, para sí y sólo para sí, la categoría de “universal”. Hagamos memoria. Hasta el siglo XVIII, el protocolo más exquisito y fastuoso (en el globo) era el chino (sin contar el árabe que, por siglos, deslumbró a las pobres cortes europeas con sus exhibiciones de lujo), y allí no había ni corbatas ni sacos Armani; es más, si de protocolo hablamos, sus inventores no son precisamente los europeos, como tampoco lo son del pantalón (que viene de los mongoles), del blazer o “americana” (que viene de los chinos), el cinturón (de los egipcios), la camisa (de Babilonia), el pañuelo (de la India), etc., etc. Entonces, si de protocolo hablamos, ¿cuál debiera considerarse como “lo nuestro”?, ¿qué es “lo nuestro”?, ¿es “lo nuestro” el resultado de una “libre elección” en el mercado?, ¿o es lo nuestro aquello que nos rodea y que tratamos infructuosamente de negar? De otro modo, ¿quién es el culto y quién el inculto, el que sólo mira afuera o aquel que se atreve a mirar adentro?, ¿quién es civilizado y quién no, el que vive copiando lo ajeno o el que intenta recuperar lo propio? Entonces y, en resumidas cuentas, ¿qué y cómo era el protocolo entre los incas, en Tiwanaku, entre los guaraníes o ayoreos? Ahora bien, si hay algo de complacencia en el vestir (como conditio humana), hay que preguntar: ¿a quién se busca complacer? En este punto trascendemos la mera cotidianidad, pues cuestiones tan habituales pueden llevarnos a las fundamentales. Porque la liberación no es sólo un proceso objetivo sino también, y en mayor medida, subjetivo. El sujeto liberado es aquel que empieza a ver-se con otros ojos; su humanidad es des-cubierta como afirmación de su dignidad, lo cual hace posible una nueva evaluación de todos sus actos, hasta el vestir. Gandhi dice lo siguiente: “no puede ser bella una tela producto de la injusticia”. India fue, hasta la invasión británica, el productor textil más grande del planeta; cuando empieza el proceso de liberación surge la pregunta: ¿cómo podemos comprar la tela británica si, gracias a ella, despreciamos la nuestra y hacemos de nuestros campesinos unos miserables? Como es sabido, él mismo dio el ejemplo: hacer su propia ropa era el modo de recuperar la dignidad de una economía rural. El que es libre enseña a ser libre a los demás. En cambio, dominado es aquel cuya admiración por el amo es tal que, aún vencido este, insiste en imitarle. Entonces, la liberación no es cosa fácil, lo contrario sí lo es. ¿Cómo se es libre en la forma? Y, si sólo es cuestión de forma, y la convención es sólo eso: ¿cómo se dignifica un traje que simboliza la estética del opresor? Estas preguntas no las hacen los medios, lo que preguntan no son preguntas, son sólo lamentaciones de dominado, que se avergüenza ante el amo por el júbilo de la plebe. Como se avergüenza de un acto que, dicen, ofende a los “buenos modales”. Cuando los “indios” se lavan los pies en las playas de la Habana, ¿qué es lo que molesta? Otra vez, se exige educación al que siempre fue privado de esta. La opresión es un proceso de domesticación que hace de la ignorancia el modo de ser del oprimido. Si el oprimido, por recuperar su propio modo de ser, acude a sus tradiciones para todavía ser alguien, a los ojos del opresor tal intento no es otra cosa que resabios de salvajismo, propio de un “ser inferior”. Por eso la pobreza no es sólo un despojamiento material, sino también simbólico; dejando la humanidad del pobre reducida a una “cosa” de cómoda manipulación. Esa manipulación permite todo, hasta ultrajar la intimidad, diseccionando cada detalle, como es costumbre en los laboratorios. Su desgracia se la muestra como ajena y su búsqueda de bienestar como desgracia “nuestra”; por eso se subtitulan sus protestas: “la otra Bolivia”, la que proviene de “afuera”, la que está de más y no es “nuestra”, la que nos priva de soñar con las migajas que nos arrojan quienes socavan nuestro patrimonio. Y cuando son ellos los invitados, vía aérea, recibiendo los honores que otros se atrevieron a hacerles, entonces los avergonzados somos “nosotros” porque, como dicen los medios, ¿qué van a pensar de “nosotros”? Y todavía esperamos que se “comporten como gente” cuando ese “nosotros” nunca los trató como tales. El escándalo subió de volumen porque se “atrevieron” a lavarse los pies en las playas de la Habana. ¿Qué dirían los defensores de las “buenas costumbres” si supiesen que las regulaciones higiénicas de los incas eran de lo más estrictas y obligatorias para todo el imperio; que los pies juegan un papel fundamental, no sólo en la higiene, sino también en la salud, dentro de la llamada cosmovisión andina; que esa idea la comparten culturas de las más sofisticadas y extraordinarias, como la china, árabe, japonesa, hindú, judía, etc.; que el mismo Jesús de Nazareth, el Mesías, el ungido, lavó los pies a sus discípulos como ejemplo a seguir: que el más grande sea el más pequeño entre sus hermanos; que la costumbre de lavar los pies (en la cultura de la cual provenía el Mesías) simbolizaba también el desagravio de una injusticia cometida; que a lo mejor, en vez de escandalizarse del hecho, debieran ser ellos los que debieran ir a lavarles los pies a aquellos que tienen que hacerlo por sí mismos? Desde el 1492, el Abia Yala ya no pertenece a quienes la merecieron; con todos los problemas que hubiesen tenido, nadie podía prohibirles habitar y cultivar (morar su mundo) la tierra de la cual eran criatura como en el vientre. Más de quinientos años después, los del altiplano bajan al caribe y, ¿qué hacen?, se lavan los pies; es decir, después de quinientos años su cuerpo, los extremos del cuerpo más inmediato a la tierra, les comunica que han atravesado su tierra, la tierra de sus antepasados, el Abia Yala, que una vez fue un todo. Sus pies les dijeron que sí, que el sabor de la sal del mar de los caribes era ese y que ellos habían sido testigos de aquello. Quizás era necesario eso para estar seguros de lo que habían logrado; quizás el cuerpo, la memoria del tacto, reclamaba aquello; quizás eran ellos, en ese acto, quienes lavaban los pies de todos nosotros, y nosotros no supimos agradecer tal acto; quizás incluso ellos no sabían lo que hacían, pero lo hacían, dejando de lado el qué dirán, atendiendo sólo a la memoria, que les impulsaba a cumplir aquello; quizás incluso nosotros nunca sepamos qué significado tenía aquello; quizás haga falta todavía escarbar más en el olvido, para admitir algo tan sencillo: que no podemos condenar algo sólo por no comprenderlo.
La Paz, enero de 2006