lunes, enero 15, 2007

BOLIVIA: EL CABILDO DE COCHABAMBA

“LA IGNORANCIA NO HABÍA ESTADO EN EL CAMPO,
HABÍA ESTADO EN LA CIUDAD”

Por Rafael Bautista S.

La sentencia fue unánime. Los siempre acusados de
ignorancia (los indios) mostraron dónde realmente está
arraigada esa tamaña ignorancia (que es capaz de hacer
lo único que sabe: golpear hasta matar). La ciudad
siempre había renegado del campo, cuando fue siempre,
el campo, el proveedor de las necesidades de la
ciudad. En otros términos: el racista odio “educado”
de la ciudad mostró que ese odio disimulado no suele
siempre disimularse. Tal “educación” no puede frenar
sus propios impulsos porque, en definitiva, no es una
educación que forma, sino que deforma. Esa deformación
se autentifica en lo que vimos: citadinos fanáticos
dispuestos a “limpiar su ciudad de indeseables”
(manifiesto de la Nación Camba, ahora esgrimida por
una “juventud cochabambina”, remedo de la fascista
“juventud cruceñista”); racismo alimentado por los
mass media, que no se ahorran de medios para incendiar
más a este país, avalando la violencia de los
fascistas como “acto democrático”, mientras satanizan
el uso legítimo de la defensa como “violación de la
democracia”. Trastornando de este modo la opinión
pública y privarla de todo criterio para poder evaluar
lo que muestran las imágenes. Si no hay criterios
éticos, toda violencia aparece como la misma, tanto
del que agrede como del que se defiende; de este modo,
verdugo y víctima aparecen medidos con la misma vara.
Por eso el cinismo de los mass media presenta a
corruptos y delincuentes (de la derecha que gobernó y
rifó a este país) como los “abanderados de la
democracia”, mientras la indignación del pueblo la
muestran como la imagen que nos hacen creer: turba
delincuencial de cocaleros narcotraficantes (puro
agravio y desprecio, terrorismo verbal). Esa imagen no
sólo “vale más que mil palabras”, vale más que todas
las vidas y la humanidad y la dignidad de todo un
pueblo.

La imagen es el símbolo de la cultura de la ciudad, es
decir, el ciudadano ve lo que la imagen le muestra;
pero la imagen nunca es neutra sino que está cargada
de símbolos y valores, cuyos contenidos previos han
sido ya deformados por la educación formal (y ahora
por la televisión, que es la que deforma la opinión
pública). La imagen genera un culto a la estética
(siempre en desmedro de toda ética) que se disemina en
la sociedad como un egotismo funcional al mercado: la
gente se ofrece como mercancía, como cosa atractiva,
haciendo de la convivencia humana un asunto de
transacción mercantil, donde el beneficio privado se
manifiesta en la obtención de más cosas; el ser humano
se subordinan a la cosa y es esta la que da razón de
su existencia: la obtención de más cosas; siendo la
más preciada de todas el dinero: donde importa el
dinero ya no importa la gente. Es el fenómeno de la
globalización: la subordinación de los pueblos al
dinero mundial, al capital. Es una subordinación
religiosa, cuyos templos se llaman Bancos y cuyas
plegarias se expresan en cifras, cuya religión, que la
profesan los “educados” por el capital, es ahora el
neoliberalismo. Este asume su expansión como una nueva
cruzada religiosa, donde debe eliminar a los enemigos
de su Dios: los que se oponen a esa expansión, los que
no hacen mercado, los que sobran, los excluidos, los
pobres, los indios. En los países ricos estos enemigos
están afuera y se construye muros para evitar su
presencia; mientras que en los países pobres el
enemigo es interno y hay que “limpiar” estos fantasmas
que recorren las ciudades. Son una presencia
fantasmagórica porque los mass media se encargan de
satanizarlos: son turba violenta, irracional,
delincuentes adoctrinados, etc.; o sea, son siempre lo
que hay que eliminar, porque son indios, son el “eje
del mal”, los enemigos de la civilización; o sea, si
cometes violencia contra ellos no es violencia, es mas
bien un “acto heroico”. Los “héroes” de la
globalización son los que limpian de “indeseables” su
expansión. Y los mass media les preparan, hasta con
humor (cuando un prejuicio es peligroso, los chistes
son letales; así opera el racismo de la comedia
mediática boliviana), deformando a una juventud adicta
a la violencia (la pulsión de muerte que explota la
estética posmoderna), dirigiendo su descontento y su
pasividad en una explosión de odio, despertando el
racismo centenario que prescribe su subconsciente a la
hora del insulto: “indio de mierda”.

Pero es el indio quien alimenta con su trabajo a la
ciudad, es el indio quien cuida sus propiedades, quien
limpia sus casas, quien cría a sus hijos, es el indio
el que pone su pecho contra el dictador, el que va a
defender a la patria siempre malagradecida, el que en
definitiva lucha por todos. Y es sobre quien descarga
nuestra oligarquía atrasada y subdesarrollada sus
taras: la flojera, la delincuencia, la mendicidad y la
ignorancia son la cultura del que increpa estas lacras
a sus subalternos; depositando en otro sus taras se
cree liberado de ellas pero, como aquello sigue
presente en su subconsciente, el otro le devuelve su
propia imagen, como en un espejo, donde se retrata su
propia mísera idiosincrasia. Por eso desata sobre el
indio el odio que siente por sí mismo; más aún si este
le recuerda su origen (odio redoblado que manifiesta
el mestizo). Por eso necesita sentirse superior
(porque sabe en el fondo que no lo es) y demostrarlo,
por eso acude a la fuerza, porque es lo único que
posee y lo único que alardea. Por eso sale a “defender
la (su) paz” con bates de béisbol y palos de golf, con
pistolas y granadas (“ejemplar” modo que muestra en
qué consiste su “pacifismo”); el que se asume “culto”
y “civilizado” no sabe otra cosa sino insultar y
apalear. Esa ignorancia fue la que salió a embestir a
un pueblo que, como de costumbre, lucha incluso por
aquellos que le desprecian. La arrogancia de la ciudad
manifestó su racismo crónico y lo expuso su tan
glorificada (por los mass media) “clase media”.
Quienes se autodenominan “defensores de la paz y la
democracia” demostraron que esa defensa es, en
realidad, violencia insensata del racismo citadino; de
aquellos que se atribuyen para sí el ejercicio de la
política de modo intolerante y racista: “la política
es cosa de hombres” dicen los machos caporales que
piensan con el látigo, “no es cosa de indios”.
Carcomidos por el mito de la superioridad, no saben
sino exponer esa supuesta superioridad como atropello:
“cualquier oposición la aplastamos” (declaración de
Herr-man Antelo, cínico de Santa Cruz, ante la
convocatoria de un cabildo popular en Santa Cruz);
porque su magro entendimiento sólo concibe su supuesta
superioridad como atropello violento ante una también
supuesta inferioridad.

Sólo hay una raza inferior, decía Marti, la de
aquellos que se consideran superiores. Es el producto
de la ciudad colonial que todavía soportamos, la
ciudad que sólo ve su ombligo y piensa que el mundo es
ella, es la que desprecia al campo como el hijo que
desprecia a la madre. La ignorancia proviene de ella,
porque nació mirando para afuera, admirando lo de
afuera, aspirando ser como afuera. Despreciando lo de
adentro se desprecia a sí misma; blanqueando
inútilmente su cultura (cuyo origen es el campo) no
logra otra cosa sino privarla de su autenticidad,
despojarle del alimento nutricional que hace a su
desarrollo y convertirla en otro objeto, sin vida y
sin historia, una mercancía que se presente “familiar”
al apetito de afuera. Porque al dirigir su atención
exclusivamente hacia fuera ella misma se anula todo
sentido posible y vive exclusivamente sirviendo a los
sentidos que se le impone desde afuera. Vive para
complacer al dinero mundial, porque está hecha a su
imagen y semejanza.

Por eso los Bancos están en su centro. El santuario en
el cual depositan sus ofrendas para agradar el apetito
de su Dios: la transferencia sistemática de “valor”
(robo de riqueza) de los países pobres a los ricos. En
las ciudades se media esta transferencia y es el lugar
donde (vía mass media) se santifica esta práctica (por
eso, con lenguaje cuasi litúrgico, señalan cada día
las alzas y las bajas de la bolsa de valores, el valor
de la moneda mundial, las inyecciones de inversión,
etc.), identificando el “estar bien” cuando se inflan
las cifras, es decir, “estamos bien” cuando el
capital, la cosa, “está bien”, aunque estemos mal,
muriéndonos en la miseria; si el capital está
rechoncho entonces no hay de qué quejarse. Esa es la
“paz de los impíos”, los que “tranquilos
constantemente aumentan sus fortunas” (salmo 73, 12),
mientras el pueblo se muere en la miseria, “por eso el
pueblo se vuelve contra ellos” (salmo 73, 10). Así
llaman violencia al clamor de justicia del pueblo y
entonces se movilizan a defender su paz, es decir, su
paz es la tranquila reproducción de la injusticia a la
cual sirven: “Como quien inmola al hijo a la vista de
sus padres, así el que ofrece sacrificios de lo robado
a los pobres. Su escasez es la vida de los indigentes
y quien se la quita es un asesino. Mata al prójimo
quien le priva de la subsistencia. Y derrama sangre
quien retiene el salario del obrero” (Eclesiástico 34,
21-27). Por eso prorrumpen en sandeces como esta:
“Bolivia enfrentada”; “Bolivia ya no vive en armonía”;
o sea, vivíamos en el paraíso, o sea, nunca hubo
violencia, o sea, no existió dictadura, masacres,
persecuciones, no hubo guerra del agua, del gas, etc.
¿En qué país vivían los mass media, que pronuncian tal
insensatez?

La ignorancia había pues estado en la ciudad y emana
ahora de los mass media. Es la ignorancia de aquel que
no sabe reconocer su deuda con sus semejantes; es la
ignorancia del soberbio, que no sabe agradecer, porque
se cree autosuficiente y escupe su desprecio al pueblo
y al cielo; es el odio irracional del racismo
citadino, que no soporta que le gobierne un indio, que
vengan a “su” ciudad a perturbar “su” paz. El racismo
presente en un prefecto, como Manfred (y como los
fascistas medialuneros), que prefiere separarse a ser
parte de un gobierno de indios; que confundió su labor
puramente administrativa (y subordinada al gobierno
central) con la provocación política abierta de quien
se cree rey en su feudo, que confunde la delegación
que le hizo su pueblo con la potestad de hacer lo que
le de la gana, que desconoce la democracia y pretende
una plutocracia, que se burla de la voluntad popular y
apuesta por la tiranía. Si los límites de una persona
están en los límites de su lenguaje, los límites de
los prefectos secesionistas son mas bien exiguos, por
eso su continua provocación, su tozudez colonial, su
ignara y cándida facilidad con la que hablan sobre la
democracia. La ignorancia es atrevida, más aún cuando
esta se magnifica en las pantallas de televisión.

La maledicencia contra el gobierno y contra el pueblo
(esta identificación muestra de qué lado se
encuentran) es el pan de cada día de los mass media, y
actúa como una maldición; porque el afectado no es
sólo el que la propaga, o el imprecado, sino también
el que presta atención a ella (este es el posible
propagador del odio que anima al que maldice). Por eso
una población citadina acomodada (o acomodaticia) es
la primera interpelada por la furibunda rabia
mediática, porque esta vive pendiente y sujeta a la
manipulación mediática (además de sujeta a los
beneficios que rinde el abrir las puertas a los
ladrones de afuera y de adentro). Ella hace eco del
odio subliminal que teje el inconsciente citadino y
que despierta cuando, sobre todo, la televisión
enciende el interruptor que suele transformar a un
“dulce angelito” en un “terminator”. Es la insensata
adversidad que debe sufrir un pueblo que se quiere
liberar: la oposición de los suyos.

Cuando se menciona la dialéctica del amo y el esclavo,
se olvida que esta describe bien a la sumisión de
quienes calculan sus intereses y sacan provecho de
aquella sumisión; en términos actuales, el esclavo no
es aquí el pueblo, sino sus elites y la famosa clase
media; estas son siempre las que apuestan por el
sometimiento porque, de todos modos, suelen siempre
sostenerse en este, aunque indignamente, porque
siempre se sostienen sobre el pueblo, quien es, en
definitiva, el que soporta el peso real del
sometimiento nacional. La defensa ridícula e
histriónica que protagoniza la clase media de su
“posición social” la realiza siempre a costa de los
que padecen la exclusión paulatina de todo beneficio
posible; por eso no es raro encontrar en la historia
que los tiranos siempre cuentan con el apoyo de estos
sectores (como Franco, Hitler, Pinochet, Banzer y
ahora los prefectos medialuneros). La clase media no
forma parte del pueblo por filiación automática sino
por opción política e histórica.

Pueblo es el bloque histórico de los oprimidos. No es
una multitud ni un congregado societal. Es el todo
complejo de los excluidos que se reúnen alrededor de
una vanguardia que, históricamente, es la que señala
un nuevo sentido y un nuevo destino. Ahora son las
naciones indígenas. Son las que muestran una
alternativa al callejón sin salida que impone el
proyecto moderno: El despilfarro de los países ricos
está no sólo pauperizando al 80% de la población del
planeta; lo más grave es que está dañando seriamente
la capacidad reproductiva de la tierra. Por eso, desde
los noventas, los pueblos indígenas, reclaman una
nueva constitución, porque necesitamos reestructurar
todo de nuevo, porque una nación que beneficie a todos
necesita reordenar sus fundamentos. Por eso, los
verdaderos realistas son ellos: una economía centrada
exclusivamente en la maximización de las ganancias no
es sostenible en el largo plazo. Esa es la economía
que se nos impuso desde la conquista y es la que
adoptaron nuestras elites con la republica, y el
resultado empírico es que somos una de las naciones
más pobres del planeta (siendo poseedores de una
riqueza natural envidiable). Sólo los más afectados de
aquella pobreza son capaces de vislumbrar una
esperanza y son los que históricamente hacen posible
la re-evolución de la vida. Ellos son los verdaderos
nunca incluidos y los que tienen la autoridad moral y
ética para cambiar verdaderamente las cosas, porque
hablan desde la exclusión y el padecimiento de todo el
peso del sometimiento nacional. La clase media es
siempre acomodaticia y cuando estima entrar en el
asunto siempre, como decimos coloquialmente, cría
cuervos... No otra cosa resultó la derivación de
octubre (la guerra del gas, la insurrección del pueblo
soberano), vía clase media, en uno de los gobiernos
más vergonzosos e insultantes que haya tenido nuestra
historia, en aquella nueva subordinación vergonzosa
del aprendiz de brujo Carlos Mesa a la nueva derecha
fascista y racista que apareció en Santa Cruz (que es
donde se aglutinan los separatistas y chantajean a un
país con inventadas confrontaciones: oriente versus
occidente), que es a donde escapó el prefecto de
Cochabamba.

Pero lo mejor de la clase media no carga esa condena
como una fatalidad, su destino se define por el
proyecto que abrace, al cual subordina su presente en
pos de un futuro más justo, para redimir también su
pasado. Por eso la humanidad de cada uno se define no
por la devoción entre iguales sino por el acto de
justicia para con aquel que no es nuestro igual, el
prójimo. Por eso es bueno recordar a San Basilio:
“Pertenece a los que tienen hambre el pan que guardas,
a los desnudos el manto que conservas en los cofres,
al descalzo los zapatos que se pudren en la despensa,
al pobre el dinero que atesoras. Cometes tanta
injusticia como personas hay a quienes deberías
ayudar”. Por eso la política no es un acto cualquiera
(alterada y corrompida por las oligarquías), es
siempre un servicio consagrado a los necesitados, una
vocación, porque responde al clamor del pueblo: “He
escuchado el clamor de Mi pueblo y vi la crueldad con
que los oprimen, por lo tanto ponte en camino, pues te
enviaré…” (Éxodo 3, 9-10), le dice El Señor a un
pastor acomodado y próspero, como era Moisés. Es, en
suma, un acto espiritual. Porque las necesidades
materiales de mi prójimo son necesidades espirituales
para mí.

La Paz, Bolivia, Enero de 2007
Rafael Bautista S.
Autor de “OCTUBRE: EL LADO OSCURO DE LA LUNA”
Editorial “Tercera Piel”, La Paz, Bolivia
rafaelcorso@yahoo.com

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