Epígrafe
Una derecha envalentonada en las calles y que cuenta con el apoyo abierto
de los Estados Unidos se prepara para apretar el acelerador el siguiente año,
para revertir una relación de fuerzas que todavía se presenta favorable para el
proceso de cambio y el liderazgo de Evo Morales.
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El año 2017 termina en Bolivia con mucho movimiento y con el anuncio
anticipado de que en 2018 se librará una dura lucha por el poder entre el
bloque indígena campesino obrero y popular liderado por el presidente Evo Morales,
que lleva adelante el proceso de cambio más profundo de toda la historia de
este país ubicado en el corazón de Sudamérica, y una heterogénea oposición
político-mediática que, respaldada por Estados Unidos, en doce años no le ha
podido presentar a la población una propuesta alternativa frente a lo que se
está haciendo, pero que hoy se siente ganadora.
Las elecciones generales serán en 2019, pero sería un error pensar que la
dinámica revolución y contrarrevolución está sometida a plazos meramente electorales
e institucionales. No cabe duda, que como aconteció en los períodos 2000-2005 y
2006-2009, aunque en condiciones distintas, la construcción de una relación de
fuerzas para la materialización de cualquiera de los dos proyectos en disputa
será resuelta, principalmente, en otros escenarios distintos al electoral,
aunque también, como ocurrió en los períodos señalados, tendrá su remate en la
disputa electoral.
La perspectiva de la que parten los bloques en disputa
no es igual. Uno es un bloque en el poder que, después de doce años, necesita
reinventarse –rectificando todo aquello que deba rectificar y afianzando todos
sus aspectos positivos-, para preservar el poder político conquistado. El otro
bloque, en rigor todavía no constituido como tal, pero con grandes
posibilidades de lograrlo, aspira a recuperar su condición de clase dominante
del que fuera desplazado luego de 181 años en el poder.
Empero, a pesar de una cierta desaceleración del proceso de cambio desde
2010 debido a varias razones, entre ellas a la sensación, siempre ilusoria, de
haber tomado el cielo por asalto, y una derecha envalentonada que mira el
futuro con la cabeza levantada con la guía de Washington, las relaciones de
fuerza –que en la política y en la guerra son fundamentales- todavía le son
favorables a la revolución boliviana que el lunes 18 de diciembre ha cumplido
doce años. Dos indicadores bastan para constatar lo afirmado: El nivel de
aprobación del primer presidente indígena de Bolivia se mantiene cercano al 60
por ciento como promedio, a pesar de la estrategia desplegada en los dos
últimos años para afectar estructuralmente su imagen, y el nivel de respaldo
político duro que ya quisiera tener político alguno es de 38 a 40 por ciento
como punto de partida.
Es verdad que la derecha no es la misma que en el período 2010-2015, cuando
a pesar de su recurrente tarea de oponerse a todo lo que hace el gobierno –lo
que la ha dejado muchas veces fuera de foco-, sus únicos escenarios de producir
política eran los seminarios nacionales e internacionales organizados por sus
pares de América Latina y la cobertura de los medios de comunicación. Después,
no pasaba nada y eso posibilitó un largo periodo de estabilidad que al gobierno
le vino como anillo al dedo para llevar adelante medidas para profundizar la
nacionalización de los recursos naturales adoptadas en el llamado “período
heroico” (2006-2009) e ingresar al campo de la industrialización. Pues bien,
desde el resultado del referéndum del 21 de febrero de 2016, cuando la
intención de reforma parcial de la Constitución fue derrotada por un estrecho
margen, las diferentes oposiciones, partidarias y mediáticas, a las que se han
sumado las denominadas plataformas ciudadanas –una forma de organización
alentada y financiada por las distintas agencias estadounidenses: NED, USAID,
NDI e IRI- sienten que les ha llegado la hora y que el tiempo de vida del
proceso de cambio se ha agotado.
Otro de los hechos políticos que la oposición emplea para construir un
discurso y subjetividad victoriosa es el resultado de las elecciones judiciales
del 3 de diciembre. Frente a cerca del 35 por ciento promedio de voto válido,
la oposición sostiene que la suma de votos nulos –que fue el centro de la
política de los jefes de la oposición- y votos blancos forman un “total político”
que expresa rechazo a la continuidad del proceso de cambio y de Evo Morales en
su condición de presidente.
Al estado de ánimo actual de la oposición boliviana le aporta también la
tesis sustentada por los intelectuales de derecha de un pretendido “fin del
ciclo progresista” en América Latina. No pocos pensadores de izquierda de la
región sostienen lo mismo, en un tono bastante sospechoso y coincidente, aunque
no nuevo, con la melodía entonada por los siameses imperial-oligárquico. La
base de esta afirmación es la derrota electoral de lo nacional-popular en
Argentina y del derrocamiento –por métodos no democráticos- de la presidenta de
Brasil, Dilma Rousseff. Empero, el único argumento que emplean los que
sostienen esa tesis para negar la solidez de los gobiernos revolucionarios de
Bolivia, Venezuela, Nicaragua y Cuba es que se tratan de dictaduras sostenidas
en la represión. Una articulación entre el monstruoso aparato mediático y el
Secretario General de la OEA, Luis Almagro, sirven para crear un ambiente de
triunfalismo en los diversos rostros de la derecha y para producir una
sensación de derrota en las filas populares.
¿La relación de fuerzas vigente en Bolivia es, por tanto, un preludio de
una coyuntura política venidera caracterizada por una nueva crisis estatal que
ponga en entredicho todo lo que se ha hecho en doce años de un gobierno de
izquierda? ¿Estamos en Bolivia en proximidades de atravesar la quinta crisis
estatal de nuestra historia, cuya resolución devendrá de una nueva confrontación
política y social?
En política no se puede ser absoluto. Sin embargo, las posibilidades de
revertir el proceso histórico abierto “oficialmente” en enero de 2006, cuando
Morales asumió la conducción del país, son menores de las que tiene el
gobierno, los movimientos sociales y los ciudadanos y ciudadanas de las capas
urbanas para profundizar el cambio.
Los fundamentos de la relación de fuerzas favorable al proceso de cambio y
Evo Morales son los siguientes: primero, la existencia de una inter-relación
dialéctica entre liderazgo, fuerza organizada del pueblo y un proyecto post
neoliberal exitoso. Esta relación, que puede tener momentos de crisis que sería
un grueso error subestimarlos, en lo estructural todavía mantiene una
consistencia que al proceso le ha permitido salir varias veces airoso. Esta
trinidad de la política –líder, pueblo y proyecto- no tiene al frente una al
menos similar del que dispone el proceso de cambio. La oposición carece de una
sola figura que cohesione y condense a la heterogénea masa de descontentos, hay
señales objetivas de dispersión –como la negativa de Sol.bo de seguir siendo
parte de la Mesa de Unidad Derechista (MUD) comandada desde la embajada de
Estados Unidos y la reaparición del socialdemócrata Jaime Paz Zamora- y la
resistencia real de nuevos actores políticos –jóvenes y mujeres organizados en
plataformas por agencias estadounidenses a manera de reeditar la receta de las
revoluciones de colores de Gene Sharp- para subordinarse a los viejos rostros
de los políticos comprometidos con dos décadas de neoliberalismo. La derecha,
sin embargo, ya no es la misma y está dando demasiadas muestras de haber
aprendido que el gobierno ya no solo se captura con golpes de Estado o exitosas
campañas electorales, sino también tomando las calles. De ahí que hayan salido
el 21 de febrero, el 10 de octubre y en la semana que culmina a “tomar las
calles”, así como el anuncio de una presencia permanente en las calles en 2018,
de la que un ensayo es la convocatoria a paro cívico nacional para el 21 de febrero
del siguiente año por parte del reaparecido Conalde.
Segundo, los cambios objetivamente logrados por el gobierno del presidente
Evo Morales, es un factor a favor de la revolución. Bolivia ha cambiado, ya no
es la misma, en comparación a toda su historia. En Sudamérica es el país que
mejor comportamiento económico mantiene desde hace varios años y la
distribución de la riqueza ha generado un proceso de igualación social
importantes. Estas son variables a la que se recurre, quizá a veces en demasía,
para convocar a la gente a mantener su apoyo al proceso de cambio, ignorando
que las obras pueden provocar un inicial impacto político pero que después son
apreciados por la gente como algo normal. Los jóvenes, sobre todo, parecen ser
el segmento de la población menos sensible a los logros del gobierno y más
permeable a la campaña de la oposición. Pero que las obras ya no sean
suficiente para alinear a la mayoría a favor del gobierno en una perspectiva de
continuidad, no es lo mismo que decir no hay nada. El desafío para Morales y el
MAS parece estar en cómo conectan la aprobación de la gestión con la intención
de voto. Parte de la respuesta está en su propia historia: luchar y re-enamorar
a la gente que, por alguna razón, justificable o no, se ha distanciado del
proceso en los últimos años.
En tercer lugar, la capacidad de resistencia de los gobiernos de Venezuela,
Bolivia y Nicaragua –sin contar a la revolución cubana que se mantiene
victoriosa desde la segunda mitad del siglo XX- demuestra que la derecha ha
tenido éxito en aquellos países en los cuales no se han producido revoluciones
(Brasil, Argentina, Paraguay y otros), pero que la contraofensiva imperial ha
fracasado, al menos hasta ahora, en aquellos países donde se están registrando
revoluciones en las condiciones del siglo XXI.
Los misiles mediáticos desplegados por los Estados Unidos y las derechas en
cada uno de esos países, además de la intensa actividad subversiva de sus
agencias de injerencia y espionaje, no han podido destruir, lo que no implica que
a momentos no los debiliten, los fuertes cimientos políticos acumulados en las
luchas de resistencia, antes desde el llano, ahora en su condición de gobierno,
al nuevo bloque en el poder. Ahí hay algo que es una fuente de defensa y
ampliación del poder conquistado siempre y cuando no se ignore que ese poder de
nuevo tipo lo es en la medida que –como insistieran los clásicos del marxismo-
se articule la capacidad de dirección “desde abajo” y la capacidad de
dominación “desde arriba”.
En tercer lugar está, como se ha señalado en anteriores análisis, el contar
a su favor con un camino allanado para la repostulación de Evo Morales en 2019
luego de que el Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP) declarara
procedente el recurso abstracto de inconstitucional. Pero, eso no es
suficiente. Las batallas se librarán en otros escenarios tan importantes como
el institucional: las calles, el mediático, el internacional y el electoral. La
derecha –como refleja el comunicado del Departamento de Estado de los Estados Unidos
y las declaraciones del Secretario General de la OEA que salieron en su ayuda-
quiere llegar a las elecciones de 2019 sin Evo Morales como competidor, por lo
que si logra o no ese desenlace dependerá de cuál es el bloque que salga
victorioso en los otros escenarios de la contienda.
En síntesis, nadie está vencido mientras no baja las manos. Y Evo Morales
–luchador incansable- está lejos de bajar las manos. Como decía Fidel Castro,
“quien ha dicho que iba a ser fácil”.
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