Periódico Cambio
La campaña mediática y política que los políticos opositores emprendieron contra las elecciones judiciales responde, en el fondo, a la sistemática oposición a la transformación de la justicia boliviana. ¿Por qué será?
Marcos Domich
Desde un comienzo, desde el 15 de agosto —cuando comenzó la marcha de indígenas en contra del proyecto de construcción de la carreta de Villa Tunari (Cochabamba) a San Ignacio de Moxos (Beni)— estaba claro que los que fungen de dirigentes (A. Chávez, F. Vargas, Quispe y otros) no querían ningún acuerdo con el gobierno.
Su plan conspirativo marcaba una meta: llegar a La Paz e ingresar a la plaza Murillo. ¿Cuál el propósito final? Ningún otro que causar un estado de desorden, de conmoción social y tentar la posibilidad de un asalto al Palacio Quemado y proclamar el derrocamiento del gobierno de Evo Morales.
Esto, dicho de una manera tan directa y hasta brutal, no es el producto de algún servicio de inteligencia, es una deducción que se recoge de la historia de nuestro país, de la práctica política, de la experiencia en los avatares de la política boliviana; una conclusión al ver cómo evolucionó el presente conflicto. Pero es, sobre todo, tomar en cuenta y conocimiento de la política y de los objetivos del imperialismo. Éste no acepta que nadie ose poner en duda su fuerza y su dominación; su “liderazgo”, como a ellos les gusta decir.
El conflicto actual (la marcha y la polémica en torno a la carretera) forma parte y acaso es apenas una variante de los planes hace tiempo diseñados para perturbar al gobierno de Evo Morales, “desgastarlo”, mellar su reputación y su prestigio; cuestionar sus planes y sus acciones de gobierno; devaluar sus logros; minimizar y hasta ridiculizar sus proyectos.
El sistemático rechazo a las propuestas de análisis, de diálogo sobre el Tramo II de la carretera por los dirigentes de la marcha, ha puesto en absoluta evidencia que no quieren llegar a ningún acuerdo. Hasta acuden a pretextos ridículos, además de falsos, como aquel de que fueron invitados al Palacio de Gobierno, sede de la presidencia y, por tanto, se niegan a ir a encontrarse con el Presidente en el edificio de la Vicepresidencia.
Todo esto sería imposible de hacer “aceptables” estos desplantes, si no existiera una poderosa batería de medios —televisión, radio y periódicos de derecha— que concertadamente aplauden, difunden y hasta agregan de su cosecha exigencias y conductas que se saben inaceptables. No vamos a agregar detalles sobre este asunto que está ridiculizando, degradando la imagen de Bolivia, en su conjunto, ante la gente sensata y ante la opinión pública internacional. El dislate nos está convirtiendo en un país de opereta, en una republiqueta absurda, en un Estado fallido. Está echando por la borda las gloriosas y pioneras tradiciones de la luchas de la resistencia indígena y mestiza al yugo extranjero; a la guerra por la independencia nacional; a las épicas jornadas en las que se ha derrocado a tiranos y dictadores; a la lucha por la liberación nacional y social y a la lucha contra el neoliberalismo. Hasta segmentos de la clase obrera —que ha sido la portadora de la conciencia política más avanzada de la sociedad boliviana— hoy parecen confundidos y desorientados frente a los acontecimientos. Su más alta dirección, la burocracia de la COB, se ha sumado de manera detestable y oportunista al coro de la reacción nativa y del imperialismo. La base indígena y campesina muestra fisuras muy serias. Con banderas radicalmente indigenistas se apartan de la conducción de un gobierno que tiene un indígena a la cabeza. En este ambiente hasta un movimiento contrarrevolucionario podría imponerse, aunque sea momentáneamente. Decimos momentáneamente porque de inmediato quedaría al descubierto su carácter políticamente falaz, sus vínculos con el imperialismo que lo sustenta y con la derecha más reaccionaria y antidemocrática del país, con la oligarquía. No faltarían elementos infiltrados en el gobierno que facilitarían el movimiento contrarrevolucionario.
Como en todo movimiento de este tipo, está presente el aderezo “izquierdista” y ultraizquierdista.
Desvergonzadamente los trotskistas, los anarquistas y anarcosindicalistas, ex socialistas, indigenistas anticomunistas y otra larga gama de disidentes y “decepcionados”, de “desairados”, son los principales fogoneros de esta máquina contrarrevolucionaria.
Es evidente que el gobierno ha cometido errores, antes y ahora; errores de procedimiento y también de confusión en la claridad política e ideológica que debe guiar su accionar. Sin embargo, nada está perdido. Hay que tomar medidas urgentes para reagrupar fuerzas que verazmente están por el cambio revolucionario de larga proyección, aunque sin precipitaciones o radicalismos que pueden ser igualmente dañinos.
El proceso no carece de reservas sociales y de la posibilidad de recuperar la correlación de fuerzas necesarias para seguir avanzando.
Superada esta compleja, pero no insoluble coyuntura, hay que realizar una decidida lucha contra las desviaciones de carácter pequeñoburgués que, en su apariencia principista, lo único que logran es perjudicar a los procesos de cambio y a los procesos revolucionarios. Su misión parece ser darle un barniz que haga aceptable la contrarrevolución y aceptable hasta la injerencia imperialista.
Es difícil explicar, en cada persona, los vericuetos ideológicos o psicológicos que se apoderan de su cabeza, pero hay rasgos que se repiten en su conjunto.
Esto permite hablar de parcialidades de la conciencia social, podríamos decir, afectadas por el trastorno cognitivo y emocional que guía sus acciones en la práctica política concreta. Pero lo más importante es determinar las circunstancias y condiciones de donde surgen sus ideas y su práctica.
La pequeña burguesía es la clase de los pequeños propietarios. Engels, gran observador de la práctica política de la gente, decía que las ideas y la actuación de los pequeñoburgueses tienen la dimensión de sus negocios.
Todo ese conjunto humano que por costumbre se denomina “clase media” está constituido en gran medida por la pequeña burguesía.
Sus aspiraciones, su mentalidad y sus acciones llevan el sello de aquella “pequeña” dimensión. Pero también su situación topográfica en la sociedad determina su conducta, sobre todo su práctica política: Estar entre la “clase alta” y la “clase baja” y siempre bregando por “ascender y no caer”. Particularmente a estos últimos pertenece cierto sector social al que pasamos a referirnos.
Se trata de un estrato social muy peculiar y que, en general, se lo asigna a la “clase media”: la intelectualidad. Es un grupo humano interesante, estudiado desde distintos ángulos, sobre todo desde la psicología personal hasta la psicología colectiva. Es un sector que, junto a los estudiantes y los profesionales, hay que trabajar para “ganarlo” permanentemente a las causas justas, a la causa revolucionaria y expresada particularmente en la conducta política diaria. Es un sector creativo y necesario para avanzar. Pero tiene un defecto. Es presa de sus ambiciones personales, que no siempre las explicita; de su psicología compleja que torna inexplicables sus actitudes cambiantes e imprevisibles. Muchos de ellos, prisioneros de su afanes personales y de sus apetitos, caen en lo que ahora han caído varios. Combatiendo sus desvíos y sus inconsecuencias, hay que neutralizarlos y si se da el caso recuperarlos. Pero lo importante es luchar contra el origen de sus desviaciones: su variopinta ideología pequeñoburguesa.