- el uso metódico de un escuadrón de la muerte compuesto de Fuerzas Especiales de EE.UU., conocido como Fuerza de Tareas 373,
- la matanza intencional, informal, de civiles por personal de la Coalición, con los consiguientes encubrimientos,
- el extremo fracaso de la “contrainsurgencia” y de la “construcción de la nación”,
- la venalidad y corrupción de los aliados afganos de la Coalición,
- la complicidad de los Servicios de Inteligencia de Pakistán con los talibanes.
El fundador de Wikileaks, Julian Assange, organizó hábilmente la publicación simultánea del material secreto en el New York Times, el Guardian y Der Spiegel.
La historia apareció la víspera de una votación del financiamiento para la guerra en el Congreso de EE.UU. Treinta y seis horas después de la llegada de los artículos a los puestos de periódicos, la Cámara de Representantes de EE.UU. votó a favor el martes pasado por una ley que ya había sido aprobada por el Senado, que financia una escalada de 33.000 millones de dólares, 30.000 soldados, en Afganistán. La votación fue de 308 contra 114. Sin duda, más representantes estadounidenses votaron contra la escalada que hace un año cuando los votos en contra llegaron a sólo 35. Es una migaja de consuelo, pero la cruel verdad es que dentro de 24 horas la Casa Blanca y el Pentágono, con la ayuda de miembros licenciados del ‘Comentariado’ y periódicos como el Washington Post, habían manipulado las salvas de Wikileaks.
“Es poco probable que las revelaciones de WikiLeaks cambien el curso de la guerra de Afganistán” fue el titular del Washington Post el martes por la mañana. Bajo este titular la noticia decía que las filtraciones habían sido discutidas sólo durante 90 segundos en una reunión de altos comandantes en el Pentágono. El artículo citó a “altos funcionarios” en la Casa Blanca que incluso afirmaron descaradamente que fue precisamente su lectura hace un año de los mismos informes secretos de inteligencia lo que llevó a Obama “a lanzar más tropas y dinero a un esfuerzo bélico que no había recibido suficiente atención o recursos del gobierno de Bush”. (Como en: “Haced que ese escuadrón de la muerte opere con más eficiencia” –una orden consumada por el nombramiento por Obama del general McChrystal como su comandante afgano, transferido de su puesto anterior como máximo general de Escuadrones de la Muerte de EE.UU. a cargo de las operaciones del Pentágono en esa área en todo el mundo.)
Hay una cierta verdad en la afirmación de que mucho antes de que Wikileaks publicara los 92.000 archivos la prensa había informado gráficamente sobre la podredumbre general y futilidad de la guerra afgana. Antes este año, por ejemplo, la información de Jerome Starkey de The Times de Londres hizo pedazos la historia de encubrimiento de los militares de EE.UU. después que soldados de las Fuerzas Especiales mataron a dos mujeres afganas embarazadas y a una niña en una incursión en febrero de 2010, en la cual también fueron muertos dos funcionarios del gobierno afgano.
Es una exageración describir el paquete de Wikileaks como una versión actual de los Papeles del Pentágono. Pero es minimizado al descartarlo como “historias viejas”, como lo han estado haciendo detractores insinceros. Los archivos de Wikileaks, son una serie vívida e irrecusable de instantáneas de una empresa desastrosa y criminal. En esos mismos archivos hay una serie convincente de documentos secretos sobre el escuadrón de la muerte operado por los militares estadounidenses, conocido como Fuerza de Tareas 373, una unidad “oculta” no revelada de fuerzas especiales, que ha estado cazando a objetivos para asesinarlos o detenerlos sin proceso. Gracias a Wikileaks sabemos que más de 2.000 altos personajes de los talibanes y de al-Qaida figuran en una lista de “matar o capturar” conocida como Jpel, [siglas en inglés de] lista conjunta priorizada de efectos [sic].
Hay registros que muestran que la Fuerza de Tareas 373 simplemente mataba a sus objetivos sin intentar capturarlos. Los registros revelan que FT 373 también mataba a hombres, mujeres y niños civiles e incluso a policías afganos que se interpusieron sin querer en su camino.
Se pudo ver a Assange entrevistado en programas noticiosos de EE.UU. donde planteó el hecho de que los militares de EE.UU. han dirigido –y siguen dirigiendo– un escuadrón de la muerte siguiendo el modelo del Programa Phoenix. Sus entrevistadores simplemente cambiaron de tema. Cancerberos liberales se quejaron de que los documentos de Wikileaks eran archivos al natural, sin la mediación de periodistas imperiales responsables como ellos mismos. Se hicieron eco de los usuales lamentos del Pentágono sobre las revelaciones inoportunas de “fuentes y métodos”.
La verdad amarga es que las guerras no son generalmente terminadas por revelaciones sobre sus horrores y futilidad en la prensa, con la resultante indignación pública.
Las revelaciones desde mediados de los años cincuenta, de que los franceses estaban torturando argelinos durante la guerra por la independencia fueron numerosas. El famoso informe de Henry Alleg de 1958 sobre su tortura, La pregunta, vendió 60.000 ejemplares en un solo día. La tortura se hizo aún más generalizada, y la guerra más salvaje, bajo la supervisión de un gobierno francés nominalmente socialista.
Después que Ron Ridenhour y luego Seymour Hersh desvelaron la masacre de My Lai en 1968 en Vietnam en la que más de 500 hombres, mujeres y bebés fueron metódicamente golpeados, abusados sexualmente, torturados y luego asesinados por soldados estadounidenses, –una revelación imprudente de “métodos” –hubo repulsión pública, luego una escalada de la matanza. La guerra continuó otros siete años.
Es verdad, como me lo señaló Noam Chomsky la semana pasada, al pedirle ejemplos positivos, que la protesta popular después de revelaciones en la prensa “impulsó al Congreso a cancelar el papel directo de EE.UU. en el grotesco bombardeo de Camboya rural. De la misma manera a fines de los años setenta, bajo presión popular el Congreso prohibió a Carter, y después a Reagan, la participación directa en el genocidio virtual en las tierras altas guatemaltecas, de modo que el Pentágono tuvo que evadir la legislación de maneras engañosas y Reagan tuvo que apelar a Estados terroristas, primordialmente Israel, para realizar las masacres.”
Aunque los editores del New York Times eliminaron la palabra “indiscriminada” de la información de Thomas Friedman sobre el bombardeo de Beirut por Israel en 1982, secuencias en las noticias televisivas del Líbano llevaron al presidente Reagan a ordenar al primer ministro israelí Begin que lo detuviera, lo que hizo. (Según una información, que tiendo a creer, el difunto Michael Deaver, estaba mirando secuencias en vivo del bombardeo en su oficina de la Casa Blanca y fue a ver a Reagan, y le dijo: “Esto es detestable y usted debería detenerlo”.)
Volvió a suceder cuando las fuerzas de Peres bombardearon el complejo de la ONU en Qana en 1996, causando considerable indignación internacional, y Clinton ordenó que cesara. Hubo una repetición una vez más en 2006, con otro bombardeo de Qana que provocó mucha protesta internacional. Pero, como concluye Chomsky en la nota que me envió: “Pienso que se podrían encontrar muy pocos ejemplos semejantes, y casi ninguno en el caso de crímenes de guerra realmente importantes”.
De modo que se podría concluir con pesimismo que la denuncia de crímenes de guerra, tortura, etc., conduce a menudo a la intensificación de las atrocidades, y que el gobierno e influyentes periódicos y comentaristas supervisan una especie de proceso de endurecimiento. “Sí, esto –asesinato, tortura, matanza generalizada de civiles– es ciertamente lo que hace falta”. Incluso aunque este modelo es antiguo, a menudo causa una gran sorpresa. Un amigo mío estaba cenando con los productores de noticias de CBS, poco después que revelaron las torturas de Abu Ghraib. Casi todos los que estaban en la mesa pensaban que Bush podría ser enjuiciado.
El factor importante en ese caso son los liberales, que apropiadamente aceptan el reto de desagradables revelaciones de crímenes imperiales. Después de escándalos como los revelados en Abu Ghraib, o en los archivos de Wikileaks, se muestran particularmente ansiosos de proclamar que “pueden soportarlo” –es decir, sobrellevar relatos convincentes de monstruosas torturas, asesinatos selectivos por fuerzas de EE.UU., exterminio de fiestas de matrimonio o de aldeas enteras, y salir con resonantes afirmaciones de la moralidad general fundamental de la empresa imperial. Esto fue muy común en la guerra de Vietnam y fue repetido en subsiguientes aventuras imperiales como ser las sanciones y el consiguiente ataque contra Iraq, y ahora la guerra en Afganistán. Por cierto, en el caso de Israel, es todo un modo de vida para una buena parte de los liberales de EE.UU.
¿Qué termina las guerras? Un lado es aniquilado, se acaba el dinero, las tropas se amotinan, el gobierno cae, o teme que así sea. En el caso de la guerra en Afganistán todavía no se cumple ninguna de estas condiciones. EE.UU. comenzó la destrucción de Afganistán en 1979, cuando el presidente Jimmy Carter y su consejero nacional de seguridad Zbigniev Brzezinksi comenzaron a financiar a los mullahs y a los señores de la guerra en la mayor y más costosa operación en la historia de la CIA hasta entonces. Y aquí estamos, más de tres décadas más tarde, enterrados a medias bajo una montaña de horribles noticias sobre un país destruido por un desolado salvajismo y ¿qué hemos escuchado en muchos comentarios durante esta semana? Berridos indignados, a menudo de liberales, sobre la “irresponsabilidad” de Wikileaks al publicar los documentos; preguntas nerviosas como la formulada por Chris Hayes de The Nation en el Rachel Maddow Show: “Me pregunto ante quién será responsabilizado en última instancia WikiLeaks”.
La respuesta a esta última pregunta fue dada definitivamente en 1851 por Robert Lowe, editorialista del London Times. Su editor le había ordenado que refutara la afirmación de un ministro del gobierno de que si la prensa espera compartir la influencia de los estadistas, “también debe compartir las responsabilidades de los estadistas”.
“El primer deber de la prensa”, escribió Lowe, “es obtener la inteligencia más temprana y más correcta sobre los eventos de la época, e instantáneamente, al desvelarla, convertirla en la propiedad común de la nación… La prensa vive de las revelaciones… Para nosotros, para los que la publicidad y la verdad son el aire y la luz de la existencia, no puede haber mayor desgracia que abandonar la revelación franca y exacta de los hechos tal como son. Tenemos que decir la verdad tal como la encontramos, sin temor a las consecuencias – no prestar un refugio conveniente a actos de injusticia y opresión, sino someterlos de inmediato al juicio del mundo.”
Alexander Cockburn. Periodista, co-director del bimensual CounterPunch y del sitio internet homónimo (www.counterpunch.org).