Por Alfredo Apilánez | 03/08/2021 | Ecología social
Fuentes: Rebelión
“La sociedad capitalista es una sociedad
que corre hacia el abismo, desde todos los puntos de vista, porque no sabe
autolimitarse. Y una sociedad verdaderamente libre, una sociedad autónoma, debe
saber autolimitarse” (Cornelius Castoriadis)
Estamos jodidos
“Estamos condenados. El desenlace
es la muerte, con el final de la mayor parte de la vida en el planeta”. El
poeta y filósofo Jorge Riechmann comparte la
demoledora sentencia del científico social Mayer Hillman acerca del funesto
destino que aguarda a la especie humana a medida que avanza de forma
irreversible el proceso de volver completamente “asqueroso” su propio nido. Sin
embargo, de la desesperación puede surgir también la esperanza: “Hay que
repetirlo una y otra vez: paradójicamente, sólo asumir de verdad que no hay
solución -que ‘estamos jodidos’- podría abrir un camino que evitase lo peor.
Dar por muerta esta civilización, dar por muerta esta economía y esta cultura,
darnos por muertos a nosotros mismos, y quizá entonces estar dispuestos a las
hoy imposibles transformaciones que nos salvarían”.
El diagnóstico es por tanto de
una claridad meridiana: el violento choque de la sociedad humana contra los
límites biofísicos del planeta -el denominado overshoot o
extralimitación- es irreversible y la forma actual de la organización social
capitalista no sólo es incapaz, por su naturaleza autoexpansiva y depredadora,
de adoptar siquiera mínimas medidas correctoras sino que, bien al contrario, lo
está agravando con su propia tendencia degenerativa. La atonía de la
acumulación de capital – la progresiva reducción de la rentabilidad y de la
productividad del trabajo- durante el último medio siglo, las recurrentes y
crecientemente violentas convulsiones sociales provocadas por las crisis y las
mutaciones de su matriz de rentabilidad hacia la hipertrofia del casino
financiero no han hecho sino agudizar el doble carácter de depredador de la
naturaleza y de explotador de “los que nada tienen que perder salvo sus
cadenas” que caracteriza al capitalismo desquiciado: los precios de los
alimentos y de las materias primas y fuentes de energía que mantienen en marcha
el metabolismo social se fijan en el casino de los mercados de futuros, templos
de la especulación donde campan por sus respetos los tiburones financieros. El
“ecocidio más genocidio” en ciernes, descrito por el
propio Riechmann, presenta su siniestro espectro sin que haya la más mínima
posibilidad de que “esta economía y esta cultura” lo mitiguen siquiera. El
capitalismo ya cumplió por tanto su función histórica progresiva y actualmente
no es otra cosa que una rémora, aceleradamente destructiva, para la esperanza
en la posibilidad de alcanzar una organización social racional en armonía con
la naturaleza.
¿Cuáles serían por tanto, en este
lúgubre escenario, las “hoy imposibles transformaciones” que nos alejarían de
ese aciago horizonte? ¿Resulta factible concebir siquiera la posibilidad de
construcción de alternativas de organización de la vida humana capaces de echar
el benjaminiano “freno de
emergencia” y evitar al menos los escenarios más acerbos del colapso en
ciernes?
La respuesta en principio no
debería ser demasiado difícil. El pensador y activista anarquista Murray
Boockchin, pionero del ecologismo social, lo expresa en un
principio básico: “La dominación de la naturaleza por el hombre se deriva de la
dominación real de lo humano por lo humano”. Así pues, si el desastre ecológico
es una derivada de un sistema económico basado en la explotación del trabajo
humano y en la acumulación sin fin de capital como si no hubiera un mañana, la
premisa para alcanzar una conciliación del metabolismo social con la
preservación de la naturaleza debería ser evidente: la “muerte de esta economía
y de esta cultura” y su sustitución por una sociedad racional, que preserve el
equilibrio entre la satisfacción de las necesidades humanas y la consecución de
las aspiraciones a una “vida buena” en un planeta habitable, mediante el uso no
depredador de los dones de la naturaleza. Una sociedad, en las bellas palabras de Marx,
que “produzca de forma sistemática el intercambio entre la especie humana y la
naturaleza como ley reguladora de la producción social y en una forma adecuada
al pleno desarrollo humano“.
El hecho decisivo, verdaderamente
inédito pero también esperanzador, que distingue a la situación actual de otras
épocas históricas, es que tal aspiración sería, a pesar de la sideral distancia
existente entre el deseo emancipador y el devastador paisaje que deja el reino
del capital, perfectamente realizable: nunca antes en la historia humana ha
sido mayor la brecha entre, por un lado, la capacidad potencial de producir
bienes y servicios para proporcionar un nivel de vida digno a todos los seres
humanos, con tecnologías y recursos sostenibles ecológicamente y, por otro, las
deplorables condiciones de vida de una gran parte de la población mundial en un
contexto de destrucción acelerada del medio natural. Tal es la constatación que
simboliza, mejor que cualquier otro aspecto de la acerba realidad circundante,
la irracionalidad suicida -la “carrera hacia el abismo”, en los premonitorios
términos de Castoriadis- que caracteriza al capitalismo desquiciado.
Parecería por tanto de todo punto
evidente que las respuestas sociales y las prácticas emancipatorias necesarias
para detener in extremis esta carrera autodestructiva tendrían
que ser, por decirlo en el lenguaje clásico, revolucionarias o no serán
soluciones reales. Sin embargo, el consenso acerca de lo anterior dista mucho
de ser mayoritario entre las fuerzas transformadoras.
El movimiento ecologista ha
asumido en las últimas décadas la ímproba e ingrata tarea de dar respuesta a
estas arduas cuestiones denunciando, con abrumador sustento científico, la
apremiante emergencia y la extraordinaria gravedad del desastre ecológico y
promoviendo las inaplazables transformaciones que permitirían, en los
lúcidos términos de Marx,
“gobernar el metabolismo humano con la naturaleza de una manera racional”.
De este modo, trascendiendo el “techo de cristal” de los movimientos -como
los calificaba el
filósofo Francisco Fernández Buey- de “un solo asunto”, las corrientes
ecologistas que “van en serio” no se han limitado al ámbito de la denuncia del
colapso ambiental sino que han tratado asimismo de desarrollar abundantes prescripciones
político-económicas en pos de detener el ecocidio. ¿Lo han logrado? ¿Ha
conseguido el ecologismo, más allá del abrumador consenso científico acerca de
la contundencia del diagnóstico y la apremiante urgencia de las soluciones,
elaborar un conjunto coherente de prácticas y reflexiones sociopolíticas que
iluminen las sendas emancipatorias que pugnen por aunar la preservación del
metabolismo socionatural con la liberación del yugo del capital? O, dicho de
otro modo: ¿existe una correspondencia entre la dureza del diagnóstico
“terminal” del paciente y la radicalidad de las luchas y de las propuestas
transformadoras para “dar por muertas esta civilización y esta cultura”?
La primera constatación es que,
aunque el movimiento ecologista que “va en serio” -lo cual excluye por
principio el “ambientalismo del capital”, el oxímoron del capitalismo “verde,
resiliente e inclusivo” o la entelequia de la “economía circular”, ingredientes
de la pátina greenwashing que recubre los vanos intentos de
las grandes corporaciones y de sus “espadachines a sueldo” por poner
cataplasmas al desastre en ciernes- constituye un magma sumamente heterogéneo,
podría establecerse, a título expositivo, un eje divisorio fundamental que
reprodujera –mutatis mutandis– la vieja querella de la izquierda clásica
entre reformistas y revolucionarios. Es decir, entre los creyentes en la
posibilidad de la regulación del capitalismo para encauzarlo hacia una drástica
corrección de su impacto destructivo sobre el medio natural, y, por otro lado,
los convencidos de la incompatibilidad radical entre la esencia depredadora de
la acumulación de capital y cualquier noción mínimamente viable de
autocontención y de preservación de un lugar apto para una vida buena en el
“tercer planeta del sistema solar”.
En este marco, lo que llama
extraordinariamente la atención es que, incluso en el caso de las posiciones
presuntamente rupturistas -llámense ecosocialistas o libertarias-, las
propuestas concretas y las vías de acción político-social que se desarrollan se
mantienen, salvo contadísimas excepciones, dentro de los márgenes de las reglas
del juego fijadas por el discurso del capital. Es decir, queda patente el agudo
contraste entre, por un lado, la contundencia y la casi completa unanimidad en
el diagnóstico del inexorable colapso ecosocial y, por el otro, la
pusilanimidad de la mayor parte de las alternativas que se plantean para al
menos atenuarlo.
Para tratar de ilustrar y
desentrañar la paradoja anterior nos centraremos, de forma no exhaustiva, en
tres “vicios” que, interrelacionados de múltiples formas y gradaciones, lastran
en gran medida la capacidad de los ámbitos sedicentemente radicales del
movimiento ecologista para transformarse en un freno eficaz de la insaciable
sed depredadora del capitalismo desquiciado y avanzar en la apremiante
necesidad de construcción de nuevas formas de organización social alternativas:
el decrecentismo, el estatismo y el curanderismo económico.
Decrecentismo:
la ilusión de “poner a dieta” al capitalismo
“La civilización es sólo una
coartada endeble para una destrucción brutal. El veneno sigue brotando y el
sistema entero parece dispuesto a intoxicar hasta el último rincón del planeta,
porque son más rentables la destrucción y la muerte que detener la máquina” (Subcomandante
Insurgente Galeano)
Con fuerza redoblada si cabe tras
el brutal impacto de la pandemia en curso, adquiere creciente predicamento en
los últimos tiempos dentro del movimiento ecologista la tendencia
“decrecentista”. Se trataría de focalizar las propuestas transformadoras del
metabolismo socionatural en torno al concepto de “decrecimiento”, estableciendo
un programa que incluiría el conjunto de “frenos de emergencia” acuciantemente
necesarios para corregir el rumbo suicida de la sociedad capitalista y evitar
la hecatombe que se avecina: atajar el flagelo del “ecocidio más genocidio” a
través de la reducción radical de la producción y el consumo de masas, así como
poniendo coto al desaforado expolio de las riquezas naturales. La abstrusa
jerga “decrecentista” -desmaterializar, desmercantilizar, descomplejizar,
destecnologizar, descentralizar, relocalizar, ruralizar, etc.- apunta pues a
esa necesidad de reducción drástica del consumo energético-material en pos de
una urgente adaptación a las capacidades biofísicas del planeta. La cuestión
neurálgica residiría pues en cómo lograr esa imperiosa metamorfosis de la
depredación del capital hacia un sistema social que “haga las paces” con la
naturaleza.
A pesar del consenso abrumador
existente en cuanto al diagnóstico -de hecho se trata de un escenario conocido
ya desde, al menos, el famoso informe Meadows
al Club de Roma de 1972 sobre los “límites del crecimiento”-, harina de otro
costal es el contenido del ámbito propositivo. El historiador y destacado
teórico anarquista Miquel Amorós resalta la falta
de novedad del diagnóstico “decrecentista”: “En general, parten de los límites
del proceso de acumulación ampliada (el ‘crecimiento’) y de su repercusión en
el entorno, ya señalados en los años sesenta del siglo pasado por economistas
críticos y por los primeros ecologistas”.
¿En qué consiste entonces la
aportación original del contenido de las propuestas decrecentistas? ¿Dónde
reside la pertinencia de acuñar un nuevo concepto y cuáles serían las prácticas
sociopolíticas que se derivarían de su aplicación?
Si bien la enorme heterogeneidad
del movimiento -que abarca desde la pléyade de ONG’s de corte ambientalista
hasta figuras señeras del anarquismo patrio como Enric Duran o Carlos Taibo,
pasando por los restos del movimiento antiglobalización ejemplificados en ATTAC
e incluso algunos jirones insepultos del movimiento comunista- impide una
conceptualización uniforme valga, como botón de muestra del núcleo duro
decrecentista, la definición propuesta por uno de sus fundadores:
“Latouche, referente indiscutido
del decrecimiento, lo define como una
‘revolución cultural que lleva a una refundación de la política’ lo cual
implica ‘pasar de consumidores esclavos a ciudadanos responsables’”. Con este
criterio, es lógico que la gran mayoría de las propuestas para decrecer
-”decrecimiento o barbarie” es el provocativo slogan luxemburguiano popularizado
por Latouche- aludan a cambios en las pautas de conducta individuales:
sobriedad, austeridad, reevaluar (revisar los valores), reconceptualizar
términos como riqueza y pobreza, reestructurar, relocalizar, redistribuir,
reducir, reutilizar y reciclar. El ecologista y escritor Luis González
Reyes abunda en lo
anterior: “Es decir, debemos autolimitarnos con un modelo de vida más austero.
Sólo una disminución drástica del consumo en los países sobredesarrollados
permitirá el moderado, pero necesario, aumento en los empobrecidos. Es decir:
reducir, reutilizar y reciclar por este orden”.
La apelación a la contención
individual, como si la demoledora apisonadora de la acumulación de capital
pudiera detenerse mediante cambios, generalmente cosméticos, de los hábitos de
consumo, asociada a una terminología -productivismo, sostenibilidad, cambio de
modelo económico, redistribución de la riqueza- cuya finalidad es dejar de dar
cuenta de las relaciones de explotación y difuminar la esencia irreformable del
capitalismo desquiciado, conforman el carácter dulcificado de las propuestas
decrecentistas. La cuestión central sería, en definitiva, tratar de esclarecer
si el decrecimiento tiene algo realmente novedoso que aportar o sólo estamos
ante la última reencarnación de la añeja ilusión reformista de meter en vereda
a la “bestia” mediante laboriosos diseños de estrategias de contención que
empero eluden la urgencia de desarrollar auténticas vías de colisión contra la
depredación capitalista.
Podríamos plantearnos incluso la
pertinencia del recurso al eje crecimiento-decrecimiento para describir la
esencia de la acumulación de capital en su actual fase degenerativa: ¿Es el
“crecimiento” un imperativo del capitalismo o se trataría más bien de un
concepto postizo, no esencial, utilizado en la actualidad de forma abusiva por
los “espadachines a sueldo” del capital para ocultar los rasgos esenciales de
este modo de producción? ¿Realmente se trata del rasgo neurálgico de la
acumulación de capital, cuya desactivación facilitaría la transición hacia una
economía no depredadora de la naturaleza, o resulta más bien un epifenómeno
superficial y una trampa tendida por el “enemigo” para impedir un análisis
profundo de la matriz de rentabilidad del capitalismo degenerativo? En ese
caso, ¿no parece más bien un error “comprar” el marco que instaura el falaz
discurso del capital para tratar de instaurar una praxis alternativa?
Habría, dicho de una manera
sumaria, dos críticas básicas hacia la elección del binomio
crecimiento-decrecimiento como eje del análisis del capitalismo realmente
existente y como base para la adopción de medidas correctoras del ecocidio. Por
un lado, una objeción técnica -no existen parámetros o índices adecuados para
medir el “crecimiento” económico- y, por otro, una objeción
histórico-estructural -estamos ante un capitalismo, al menos en el Centro
global, sin reproducción “saludable”, es decir, sin “crecimiento”, al menos en
el último medio siglo-.
Para evaluar el desenfoque
absoluto de las medidas estándar de la riqueza generada en la economía
–simbolizadas en el Producto Interior Bruto, como fetiche del “crecimiento”, la
obsesión de los mamporreros del capital en la política y en la pseudociencia
económica– no hay más que prestar atención a un dato apabullante: el defectuoso
radar del PIB no detecta las plusvalías generadas en los mercados financieros
ni el descomunal «efecto riqueza» provocado por la revalorización especulativa
de los activos inmobiliarios, dos de los pilares basales en los que se sustenta
actualmente el sostenimiento de la precaria rentabilidad del capital.
Verbigracia, el descomunal tamaño de los mercados de derivados -con los futuros
de alimentos, fuentes de energía y materias primas en lugar destacado-, que
representan aproximadamente diez veces el PIB global, la descomunal
capitalización bursátil o el vertiginoso incremento de la deuda privada y de
sus costes financieros asociados -el ritmo del crecimiento actual de la deuda
global y del casino financiero quintuplica el de la producción de “cosas útiles
para la gente”- no existen para las estadísticas oficiales de la macroeconomía
ortodoxa. En resumen, el único crecimiento real y exponencial que se produce
-más allá del brutal aumento de la desigualdad de rentas y de riqueza que
presenciamos en nuestras “civilizadas” sociedades, que tampoco recoge en
absoluto el PIB- en la actual fase rentista-financiarizada de la economía
capitalista en las fortalezas primermundistas es el de los precios de los
activos financiero-inmobiliarios, que es totalmente indetectable para los
agregados macroeconómicos oficiales: los mercados bursátiles occidentales
batieron, durante el periodo más dramático de la pandemia en curso, sus máximos
históricos, mientras la actividad económica global estaba colapsando y el PIB
de las principales economías batía récords negativos.
Es decir que, aparte de la
completa omisión –denunciada por José
Manuel Naredo, uno de los pioneros de la economía ecológica en la “piel de
toro”- de los flujos energéticos, los daños ecológicos (denominados groseramente
“externalidades” por la ortodoxia neoclásica) y el formidable consumo de
recursos no renovables generado por la ciega acumulación capitalista, incluso
en términos puramente monetarios, el PIB es un parámetro totalmente defectuoso
para reflejar los nichos claves de la rentabilidad y las tendencias
estructurales de la acumulación de capital en la fase neoliberal. Podríamos
afirmar incluso que precisamente el decrecimiento del flujo de plusvalor
extraído del trabajo vivo -la tendencia decreciente de la tasa de ganancia,
pilar basal de la formidable construcción marxiana- es el que explica el perfil
agudamente depredador del capitalismo desquiciado: hace al menos medio siglo
que no hay crecimiento “saludable” en el Centro capitalista, al menos en el
sentido tradicional de los manuales de macroeconomía, sino degradación,
regresión y aumento de la toxicidad de la acumulación de capital.
En las rotundas palabras
de Andrés Piqueras: “Hoy vivimos en un capitalismo irreal, ficticio, moribundo,
cuya economía aparenta que sigue funcionando porque vive asistida a través de
la invención incesante de dinero de la nada y de una deuda creciente que está
devorando toda la riqueza social y natural”.
Tras el final de los añorados
“treinta gloriosos” y la subsiguiente reacción neoliberal en toda la línea, la
atonía de la acumulación, las violentas sacudidas de las crisis y la formidable
expansión del globo financiero conforman un escenario de “decrecimiento
acelerado” de los dos flujos esenciales que permitirían una acumulación
saludable: el flujo de trabajo vivo, agostado por la incorporación de nuevas
tecnologías y por la proliferación de actividades improductivas provenientes de
la denominada terciarización y, como resultado inevitable de lo anterior, las
crecientes dificultades del sistema -la formidable explosión de la deuda global
es la prueba irrebatible del “gripado” del motor de la acumulación- para
mantener una rentabilidad adecuada. El overshoot, el choque de la
maquinaria capitalista con los límites biofísicos del planeta, impacta por
tanto en un organismo ya de por sí degenerativo agravando y retroalimentando
las tendencias anteriores.
Las consecuencias del carácter
crecientemente depredador de este capitalismo patológico -sobreexplotación del
trabajo, incremento exponencial de la deuda y del globo financiero, que genera
descomunales burbujas bursátiles e inmobiliarias, y crecimiento desorbitado de
actividades rentistas e improductivas (verbigracia, el turismo como bomba
ecológica)- son determinantes para conformar el desastre socio-natural en el
que nos hallamos. En palabras del
profesor y economista ecológico Giorgos Kallis :
“Un capitalismo sin crecimiento
es posible, y es un capitalismo de rostro cruel y, de hecho, es como ha sido en
muchos períodos y lugares: quiebras, desempleo, reducción de los niveles de vida,
bienes comunes privatizados, desahucios y desigualdad creciente”.
José Manuel Naredo pone el dedo
en la llaga acerca de la completa inadecuación del discurso del decrecimiento
-más aun si pretendemos aplicarlo a los desheredados de la tierra- para
describir el estado actual del sistema capitalista y construir un marco
alternativo: “Se produce así una doble paradoja. Por una parte, que el mismo
sistema que prometía múltiples parabienes asociados al crecimiento
económico, nos viene ofreciendo con largueza el decrecimiento del
empleo, de los salarios, de las ayudas sociales, de los derechos… y de los
bienes y servicios públicos. Por otra, que cuando el sistema nos impone, de
hecho, el decrecimiento, evidenciado su agotamiento y crisis, el
movimiento ecologista abraza la palabra decrecimiento como
propuesta”. A medida que avanza la degeneración del sistema, la putrefacción
acelerada del capital, su destrucción se vuelve más urgente y la “ilusión
gradualista” inscrita en el ADN del paradigma decrecentista resulta cada vez
menos adecuada para apuntalar la necesidad perentoria de un cambio radical.
Tales premisas defectuosas en
cuanto al objeto de análisis y al diagnóstico de la situación únicamente pueden
desembocar en una estrategia político-cultural desnortada, enmarcada en una
panoplia de propuestas plácidamente reformistas. El propio concepto de
decrecimiento remite a procesos graduales, bien alejados del conflicto directo
y de la lucha antidesarrollista y anticapitalista por la construcción de
alternativas verdaderamente radicales que avancen hacia el ineludible horizonte
de acabar con “esta civilización, esta economía y esta cultura”. Se mantiene
por tanto prisionero de una problemática cuantitativa: producir y consumir
“menos” y no “más”. En ningún caso se trataría de renunciar a los mercados, al
dinero o a la explotación laboral sino de “controlar” la economía a través de
la implicación personal y la supervisión democrática. El propio Naredo, a pesar
de su expreso alejamiento del credo decrecentista, propone -además de una serie
de reformas “blandas” del sistema centradas en desactivar el “globo
financiero”, atajar la desaforada especulación financiera e inmobiliaria o
acabar con los paraísos fiscales- un eslogan alternativo -”vivir mejor con
menos”- que encaja como anillo al dedo en esta dulcificada amortiguación de los
peores efectos del business as usual que caracteriza al credo
decrecentista.
La descripción de Miquel
Amorós de las falencias decrecentistas no por menos ácida deja de ser certera:
“Como sus seguidores provienen de muy diversos sectores los métodos aplicados
naturalmente divergen, pero todos oscilan entre la acción política ciudadanista
y la construcción de un modelo económico ‘justo’ y por supuesto ‘sostenible’,
hecho ‘a la medida de las personas y los ecosistemas’. Revolución y lucha de
clases están excluidos del vocabulario decrecentista ‘reconceptualizado’. Nada
de huelgas, ocupaciones, sabotajes, autodefensa, boicots y demás formas
clásicas de resistencia. Todos los decrecentistas desean una ‘transición’
tranquila y serena hacia la sociedad ‘convivencial’. Estamos muy lejos de
caminar hacia lo que en otra época se llamó socialismo o comunismo. Lo que se
pretende es más sencillo: poner a dieta al capitalismo”.
El eclecticismo político del
magma decrecentista –que vale tanto, como irónicamente dice Amorós, para un
roto como para un descosido- queda palmariamente reflejado en esta, cuando menos
curiosa, “declaración de principios”:
“Aunque haya defensores del
decrecimiento que no hablen de lucha de clases, otros si lo hacemos, y casi
todos abogamos por una sociedad sin desigualdades, poniendo mucho énfasis en la
redistribución de los bienes y servicios. Algunos defendemos que eso se puede
hacer en el marco del socialismo, del comunismo o del anarquismo y otros no se
pronuncian sobre el particular”. Todo un dechado de concreción,
qué duda cabe.
El binomio
crecimiento-decrecimiento es, en definitiva, un punto de partida totalmente
erróneo para constituir el eje de la crítica anticapitalista y de la
construcción de alternativas reales al ecocidio rampante. Sólo la desactivación
completa y de raíz de las entrañas de la bestia de un modo de producción
depredador y ecocida abrirá el horizonte de las -hoy remotas- posibilidades de
reconciliación de la especie humana con el malhadado entorno natural.
El estatismo
ecosocialista: la falacia de las estrategias “duales”
Los que se reclaman herederos de
la centenaria tradición del socialismo de inspiración marxista son
especialmente críticos de la ambigüedad y pusilanimidad de las propuestas
decrecentistas. John Bellamy Foster -autor de un extraordinario trabajo sobre
los, escasos pero significativos, atisbos ecológicos de la obra de Marx- resume la
posición dominante: “El decrecimiento, en la forma en que se presenta
normalmente hoy, no puede ser el principal objetivo organizativo del movimiento
ecosocialista, puesto que ni aborda la amenaza ecológica inmediata ni se
compromete con la necesidad de un cambio estructural del sistema capitalista”.
El filósofo Michael Löwy, coautor del
“Manifiesto Ecosocialista Internacional”, abunda en la
inconsistencia del programa decrecentista: “a) el concepto de
decrecimiento es insuficiente para definir un programa alternativo; b) no
aclara si el decrecimiento puede lograrse en el marco del capitalismo o no; c)
no distingue entre actividades que es preciso reducir y las que hace falta
desarrollar”.
Partiendo por tanto de una
posición claramente anticapitalista, el ecosocialismo busca asimismo
distanciarse drásticamente, no sólo de la malhadada distopía burocrática del
socialismo real, furibundamente depredador de la naturaleza y opresor de las
clases populares, sino también de la profunda raíz productivista de la
tradición del socialismo de estirpe marxista: el desarrollo de las fuerzas
productivas, como vía de superación del capitalismo a través de su progresiva
socialización, ya no sería en absoluto, en el marco de la catástrofe ecológica
en curso, un ingrediente de una visión radical pero temperada de la
transformación social.
Jorge Riechmann, inspirado en los
pioneros trabajos de su maestro, el filósofo marxista y luchador antifranquista
Manuel Sacristán -suyo es el concepto de “fuerzas productivo-destructivas”, que
incorpora el ecocidio, como un “nuevo problema”, en el paradigma marxista-,
proporciona una definición del
ecosocialismo: “Se trata de una reformulación antiproductivista de los idearios
de izquierda que se hace cargo de los nuevos ‘desafíos civilizatorios’,
señaladamente los problemas ecológicos”. Así pues, al ideal socialista basado
en que el trabajo deje de ser una mercancía y la medida del valor, se añade el
principio de sustentabilidad, de homeostasis y equilibrio con la naturaleza.
Sin embargo, en contraste con su
vocación renovadora de la “casa de la izquierda”, centrada en otorgar prioridad
a los problemas ecológicos abandonando el productivismo desarrollista del
marxismo ortodoxo, el ecosocialismo mantiene incólume otro rasgo característico
de la tradición del socialismo marxista heredero de las, hoy extintas o
embalsamadas, Internacionales Socialista y Comunista: la creencia en la
centralidad estratégica de la lucha por el control del Estado para avanzar
hacia la transformación ecosocial. Adrián Almazán nos brinda una
precisa caracterización del estatismo ecosocialista: “Casi todas las
expresiones del ecosocialismo otorgan un papel estratégico determinante para el
Estado: desde las visiones ecocomunistas-leninistas, que hacen del Estado el
actor principal de la transformación socio-ecológica de las sociedades contemporáneas,
hasta algunas de las teorizaciones más contemporáneas del pensamiento
ecosocialista, como aquellas que se agrupan en torno a la idea de
«ecosocialismo descalzo». Aunque éste se encuentre aún en proceso de
construcción, casi todos/as sus teóricos/as comparten que el punto de partida
estratégico de la transformación social es la necesidad de «estrategias
duales», es decir, actuaciones estatales dirigidas y sustentadas en la
existencia y la actividad de los movimientos sociales”.
La diferencia profunda entre el
ecosocialismo y el planteamiento, típicamente reformista y keynesiano, de los
apóstoles del Green New Deal, no reside por
tanto en la común vocación estatista de ambos -si bien los ecosocialistas
profesan un estatismo crítico y desconfiado, de “nariz tapada”- sino en la
radicalidad de las medidas propuestas: los ecosocialistas niegan la posibilidad
de regulación o reverdecimiento del capitalismo para reconvertirlo, a través de
formidables inversiones estatales, hacia el uso masivo de tecnologías verdes no
fosilistas que atenúen el ecocidio.
El propio Riechmann, principal
acuñador del concepto de
“ecosocialismo descalzo”, reproduciendo fielmente el tradicional menosprecio
que el presunto “desprecio anarquista al poder” ha suscitado entre los
herederos del gigante de Tréveris, defiende rotundamente
la aspiración a la transformación del Estado burgués en favor de los intereses
de las clases populares y de la contención del ecocidio: “Frente a la tentación
de refugiarse en los márgenes, el ecosocialismo mantiene la lucha por la
transformación del Estado (…) Es llamativa la coincidencia de esa propuesta de
supervivencia en los márgenes, altamente funcional al desorden establecido, con
la tentación de una parte considerable de los movimientos alternativos
indignados: organicémonos por nuestra cuenta al margen del Estado (si destruyen
la sanidad pública, creemos cooperativas de salud autogestionadas, etc.).
Frente a esa tentación, el ecosocialismo afirma: no renunciamos a la
transformación del Estado, de manera que llegue a ser alguna vez de verdad
social, democrático y de Derecho”. Cabría preguntarse, dicho sea de paso, si
Riechmann incluiría, en esa “tentación de supervivencia en los márgenes,
altamente funcional al desorden establecido”, a los centenares de clínicas y
farmacias autogestionadas creadas en toda Grecia “al margen del Estado” para
atender a las decenas de miles de personas expulsadas del sistema público de
salud por los criminales recortes impuestos por la Troika durante la infausta
crisis de la deuda griega de hace una década.
Tal combinación de profesión de
fe anticapitalista y confianza “agónica” en la herramienta estatal como actor
imprescindible de la transformación social se refleja asimismo de forma
paradigmática en el siguiente extracto del
“Programa ecosocialista básico para hacer frente al vuelco climático”,
elaborado por Daniel Tanuro:
-Expropiación (sin indemnización)
y socialización de las grandes compañías energéticas, así como de las redes de
distribución.
-El nuevo sistema energético
basado en fuentes renovables ha de ser de titularidad pública.
-Pero ¿de dónde los recursos para
esas cuantiosas inversiones? Expropiación y socialización de la banca y el
sistema financiero.
-Gratuidad de los bienes básicos
(agua, energía, movilidad), provistos por el sector público, hasta el nivel de
satisfacción de necesidades humanas básicas determinado democráticamente.
Estatización, expropiación -¡nada
menos que de la banca y el sistema financiero, peccata minuta!- y
socialización desde arriba a través de la palanca legalista-institucional
conforman el lenguaje tradicional del comunismo de estirpe marxista-leninista.
Tal planteamiento no puede por menos de suscitar una mezcla de pasmo e
incredulidad.
¿Resulta pertinente, en la actual
coyuntura de extinción absoluta de las organizaciones revolucionarias del
panorama político-social de nuestras democracias “avanzadas”, mantener contra
viento y marea la ilusión de la posibilidad de la transformación radical del
Estado burgués dotándolo de un contenido mínimamente ecosocialista? Y, aun más
importante, ¿realmente existen, en la furibundamente neoliberal Europa de
Maastricht y bajo la dictadura de la renta financiera y del poder en la sombra
de los implacables mercados, herramientas reales en manos del Estado-nación
para desarrollar políticas que rocen siquiera los intereses del gran capital,
sea en el ámbito ecológico o en cualquier otro?
No parece que este sea el caso.
El Estado-nación de la fase
languideciente del capitalismo iniciada hace medio siglo tiene como función
primordial la de tratar de asegurar la maltrecha acumulación de capital
pugnando por apuntalar los factores contrarrestantes de su creciente
decadencia. Las crecientes dificultades de reproducción “saludable” del
capital, resultado de la inexorable tendencia declinante de su rentabilidad,
exigieron la adecuación estricta del papel del Estado a la función de potenciar
al máximo las contratendencias –con la extraordinaria hipertrofia de la deuda,
las burbujas de activos y el casino financiero en lugar destacado- que pudieran
atenuar dicha declinación. De ahí la supeditación absoluta de los “títeres de
los hemiciclos” a los designios de los sacrosantos “mercados” a través de los
privatizados canales de financiación de los recursos públicos, controlados
completamente por la banca central y comercial, las fábricas de dinero que
condicionan decisivamente las políticas de las instituciones “soberanas”. En
los certeros términos de Emilio
Santiago Muiño, uno de los grandes adalides del Green New Deal en la “piel de
toro”: “Toda la actividad estatal es mediada por el dinero, y el dinero no se
puede generar arbitrariamente”. O, dicho de otro modo, “tal y como está
diseñado y configurado el Estado-nación en nuestros días, la supuesta primacía
de la esfera política está llamada a ser siempre el condottiero del
dinero”. Por lo tanto, el precio a pagar para asegurar la completa adecuación
de las políticas públicas a las apremiantes necesidades del capital en la fase
neoliberal es la amputación de cuajo de cualquier ilusión de mantenimiento
-como demuestra, entre otros muchos ejemplos, la triste historia de la “crisis
del euro” de principios de la década pasada, que provocó los humillantes
“rescates” de los PIGS y la aplicación subsiguiente manu militari del
“austericidio”- de la “soberanía” fiscal o monetaria por parte de los Estados
nacionales.
El Estado neoliberal carece por
tanto totalmente de las herramientas necesarias para emprender, aun en el caso
de que así lo pretendiera un gobierno realmente de izquierdas, políticas que
erosionen mínimamente los intereses del capital financiero. La heroica
aspiración de “no renunciar a la transformación del Estado para que sea de
verdad social, democrático y de derecho” choca por tanto frontalmente con la
evolución irreversible hacia la total subalternidad de la función estatal a la
cuenta de resultados del gran capital fraguada en las cinco décadas de
hegemonía neoliberal.
Sobran los ejemplos ilustrativos
de cómo las palancas «técnicas», a través de las que el Estado podía atenuar
levemente el embate del capital desembridado desarrollando políticas
redistributivas de estirpe keynesiana, han sido cercenadas por la dictadura de
la renta financiera aplicada con mano de hierro por los «mamporreros»
ideológicos e institucionales de las entrañas de la bestia.
John Bellamy Foster describe el cepo
al que someten los dueños de la fábrica de dinero y de las grandes
corporaciones oligopólicas al Estado neoliberal: “Ahora la política fiscal y la
monetaria están fuera del alcance de cualquier gobierno que se atreva a hacer
algún cambio que afecte a los grandes intereses creados. Los Bancos Centrales
se han transformado en entidades controladas por los Bancos Privados. Los
Ministerios de Hacienda están atrapados por los límites de la deuda y las
agencias reguladoras están en manos de los monopolios financieros y actúan en
interés directo de las corporaciones”.
Tales “barrotes dorados” dejan
inermes a las “orgullosas” democracias occidentales frente al voluble arbitrio
de los todopoderosos mercados y de sus «espadachines a sueldo» en las
organizaciones internacionales de la globalización capitalista, en una suerte
de chantaje flagrante que implica, bajo la expresa amenaza de ruina fulminante
-el drama desplegado durante el gobierno de Syriza en la primavera griega de
2015 es un ejemplo paradigmático-, el completo sometimiento a los dictados de
los amos del dinero.
Las estrategias duales
propugnadas por los ecosocialistas pecan por tanto de situarse fuera de la
realidad sociopolítica vigente al ignorar la profunda metamorfosis sufrida por
el Estado burgués en la fase degenerativa de la acumulación de capital que se
inicia con la crisis de los años 70 y que da pie a la aplicación del talón de
hierro de las políticas neoliberales.
El desolador panorama
político-institucional imperante en las fortalezas occidentales, caracterizado
por el ascenso vertiginoso del populismo zafio, la extraordinaria degradación
del discurso y la pasmosa mediocridad de la llamada «clase política», es la
contraprueba fehaciente del completo vaciamiento de los mecanismos reales para
incidir, a través de las instituciones “soberanas”, en la mejora de las
condiciones de vida de las clases subalternas.
Por todo lo anterior, de ningún
modo estas demediadas instituciones pueden concebirse como ámbitos adecuados
-ni siquiera desde un punto de vista defensivo- para la consecución de mayores
cuotas de poder popular ni para el fortalecimiento de las organizaciones o
colectivos de base. La amarga y reiterada decepción sufrida por los activistas
sociales que albergan aún algún resto de esperanza en las posibilidades de
avanzar hacia una auténtica “transición ecológica” a través de las políticas
públicas es una prueba fehaciente de la inanidad de depositar esperanzas en la
“lucha por la transformación del Estado”. Bien al contrario, lo que demuestra
la experiencia reciente -el triste caso de Podemos y sus “confluencias”, sin ir
más lejos- es que las organizaciones populares y los movimientos sociales -en
el ecologismo abundan por desgracia los ejemplos históricos-
tienen muchas posibilidades de ser fagocitados o neutralizados por el Estado y
sus instituciones, incluyendo en ellas a todos aquellos “compañeros de viaje”
que llegaron a los hemiciclos y a las poltronas supuestamente a caballo de las
movilizaciones populares que los encumbraron y con el expreso objetivo de
reforzarlas. Por lo tanto, quizás sean más “funcionales al desorden
establecido” la excitación de vanas esperanzas transformadoras a través de las
periclitadas vías institucionales y la legitimación que el refuerzo de ese
falso pluralismo ofrece a los poderes fácticos y al circo mediático de la farsa
partitocrática que la aspiración autogestionaria y la condición antiestatista
del comunismo libertario.
El marxista heterodoxo John
Holloway resume el
carácter contraproducente del estatismo instrumental de “nariz tapada”
profesado por la mayor parte de los ecosocialistas:
“Cualquier gobierno de este tipo
implica una canalización de las aspiraciones y de las luchas dentro de conductos
institucionales que necesariamente tienen que buscar la conciliación entre la
rabia que estos movimientos expresan y la reproducción del capital (atrayendo
inversión extranjera o de otra forma). Esto implica inevitablemente participar
en la agresión que es el capital”.
La triste realidad es que la
imposibilidad de lograr transformaciones de calado a través de las vías
legal-institucionales sume en el desaliento -cuando no en el premioso
burocratismo legalista que absorbe enormes energías con ínfimos y tardíos
resultados- a las organizaciones y colectivos que no trascienden las lindes del
enclave marcadas por las superestructuras del capital.
El historiador Miguel
Mazzeo abunda asimismo
en la esterilidad del “asalto a los cielos” institucional:
“No se puede construir un bloque
social revolucionario desde el Estado, desde un ministerio, desde la gestión y
las ‘políticas públicas’. Las concepciones ‘institucionalistas’, invocan en
vano el concepto de poder popular, porque para ellas el sujeto histórico es el
Estado. Ningún poder ejercido individualmente, del tipo ‘poder ciudadano’,
merece el rótulo de poder popular. Solo el poder colectivo de los y las de abajo,
un poder con proyecciones contra-hegemónicas, puede llamarse poder popular. No
se construye poder popular con sujetos electorales, con sujetos beneficiarios
de políticas públicas”.
Si el análisis anterior resulta
mínimamente certero, la conclusión inevitable es que la defensa de la
posibilidad de alcanzar cotas reales de transformaciones sociales radicales a
través de las vías institucionales o de los constreñidos ámbitos de la farsa
partitocrática es estéril y desmovilizadora y por tanto deletérea para la
potenciación de los movimientos sociales y de las luchas populares desde abajo.
Ignorando esta lúgubre
constatación, la defensa numantina de las estrategias duales, en un contexto de
completa desaparición de las organizaciones revolucionarias del erial político
de los países occidentales, genera la paradójica situación de que las más
insignes figuras del ecosocialismo acaben participando -”cabalgando las
contradicciones”, como expresaba el propio Pablo Iglesias- en opciones
políticas -Podemos y la nebulosa de “los comunes” son los ejemplos
paradigmáticos en la piel de toro- declaradamente reformistas y aceleradamente
integradas en la gobernanza responsable.
Las justificaciones de la
decisión son siempre variadas y creativas, si bien en todas ellas asoma un
regusto de resignación vergonzante: la apelación al principio del “mal menor”,
el “sin nosotros sería aún peor”; la defensa contra viento y marea de la
posibilidad, más bien remota, de lograr microavances en ámbitos concretos; la
necesidad de alzar un dique de contención ante el ascenso del populismo
criptofascista o, last but not least, el socorrido recurso al
“mientras tanto”, pretendiendo sustituir la falta de movilización social con la
presencia, temporal y sacrificada, en los “puestos de mando”, conforman la
panoplia de coartadas del asalto institucional. Sin embargo, las múltiples
experiencias recientes demuestran que el remedio acaba siendo peor que la
enfermedad y que la apuesta acaba teniendo efectos contraproducentes. El
desengaño provocado por la tozuda imposibilidad de introducir transformaciones
de calado -más aun en el ámbito ecológico, donde el choque con el poder
económico es más frontal, que en los más plácidos terrenos de la cultural
war– acaba generando desilusión y desmovilización a raudales -la rápida
desactivación de la explosión de vitalidad y frescura que representó el 15-M es
sin duda un triste botón de muestra- y contribuyendo a ahogar aquello que aún
está en ciernes.
Frente al caduco proyecto
político del marxismo ortodoxo, centrado en la aspiración a la toma del poder
del Estado por parte del «Príncipe» del proletariado, cuyo pálido rescoldo
sigue aún vigente en la farsa reformista representada por la abrumadora mayoría
de las organizaciones herederas del fenecido movimiento comunista, el viejo y
desprestigiado anarquismo antiestatista tuvo por tanto razón en su
planteamiento esencial: el Estado burgués es, no sólo irreformable sino, sobre
todo, un eficaz corruptor de los que pretenden asaltarlo.
Nos remitimos por último a las contundentes
pero certeras palabras de Miquel
Amorós contra la ilusión estatista: “Capital y Estado son las dos caras de la
misma moneda. Salirse de uno y apartarse del otro vendría a ser lo mismo.
Rechazar la dictadura de la economía mundializada implica necesariamente
repudiar el sistema político parlamentario con el que esta se muestra y trata
de legitimarse. El sistema no representa nada, ni a la democracia que proclama,
ni al pueblo cuya delegación usurpa. Los hilos de la globalización mueven las
marionetas del espectáculo político con el que se hipnotizan los pasivos
ciudadanos”.
Las estrategias duales defendidas
por los ecosocialistas acaban desembocando, en definitiva, en el
arrinconamiento o la postergación definitiva de la perspectiva revolucionaria y
en la supeditación de los movimientos sociales, supuestamente autónomos, a los
ritmos, las servidumbres y la esterilidad de la apuesta
legalista-institucional.
Y quizás no resulte demasiado
aventurado conjeturar que otro sorprendente efecto colateral de esa frustración
generada por la inanidad de la apuesta por “asaltar los suelos” de los
hemiciclos y las poltronas gubernamentales sea la inusitada proliferación de
propuestas de “balas de plata” y de soluciones mágicas a los gravísimos males
ecológicos y sociales que brotan como hongos de las organizaciones ecologistas,
incluso de las sedicentemente anticapitalistas.
Curanderismo
económico: ¿puede usarse el dinero para cosas buenas?
De igual forma que los antiguos
curanderos basaban su poder de sugestión en la pretensión de poseer la
capacidad de sanar a sus crédulos pacientes con remedios mágicos o
pseudocientíficos que obrarían el milagro de extirpar el mal del maltrecho
organismo, proliferan en la actualidad, tanto en el movimiento ecologista como
en otros movimientos sociales, los acérrimos creyentes en curas milagrosas que,
correctamente administradas, mejorarían notablemente la salud del organismo
social capitalista atajando de paso el formidable destrozo ambiental en curso.
El rasgo común a todas ellas es
la creencia irreductible en la posibilidad de introducir modificaciones
“quirúrgicas” en los engranajes de la maquinaria capitalista, a través de
reformas fiscales y financieras que corregirían sus defectos neurálgicos y, por
consiguiente, contribuirían a restaurar la justicia social y el metabolismo
socionatural: “balas de plata” que desactivarán la tendencia destructiva del
capitalismo desquiciado.
Una gran parte del movimiento
ecologista se lanza con entusiasmo a la adopción de tales panaceas en pos de
dotar de contenido concreto a sus programas de lucha contra el ecocidio.
Comenzando, en lugar prominente, por los “reguladores” decrecentistas, pero
continuando -lo que es más sorprendente- con gran parte de los ecosocialistas
y, lo que es aún más llamativo, incluyendo asimismo a una parte nada
despreciable del ecologismo social de estirpe anarquista, amplios grupos de
activistas e intelectuales, profusamente apoyados por publicaciones, medios
académicos y organizaciones sociales, defienden entusiásticamente una miríada
de recetas fiscales y financieras en pos de atenuar el destrozo ambiental
mediante mágicos “trucos de distribución” de la riqueza social.
La esencia de las variopintos
trucos circulatorios referidos se podría resumir en la siguiente máxima: lo que
necesitamos es más dinero, más dinero para masivas inversiones en la
“transición verde”, para crear empleo público a mansalva o para dárselo a las
legiones de excluidos del sistema, porque el dinero, el “objeto por
excelencia”, el elemento material más importante de la vida social, puede
usarse para cosas buenas. ¿Quién osaría ponerlo en duda?
Sobran los ejemplos. Desde los
aguerridos adalides de la Teoría Monetaria Moderna, con su
defensa incondicional del uso masivo de la palanca monetaria pública -según
reza su Primer Mandamiento: ”el Estado, como emisor monopolista de su propia
moneda, no tiene, en principio, ninguna restricción de gasto”- para generar
pleno empleo y financiar las colosales inversiones del Green New Deal, que
posibilitarían la “transición energética” hacia un escenario “todo renovable”,
hasta los partidarios de
prohibir la creación de deuda ex nihilo por parte de la banca
comercial a través de la obligación de mantener un 100% de reservas, pasando
por los curanderos fiscales que propugnan reformas tributarias
“revolucionarias”, como el impuesto universal sobre la riqueza de Piketty o la
prohibición de los paraísos fiscales, la panoplia de propuestas salvíficas que
“salvarán al capitalismo de sí mismo”, desactivando asimismo la bomba del
ecocidio, es casi inabarcable.
Herman Daly, pionero de la
economía ecológica y acuñador del concepto de “economía de estado
estacionario”, simboliza lo que podríamos denominar el curanderismo financiero,
cuya esencia sería la pretensión de despojar a la banca privada de su poder de
generación infinita de deuda sin respaldo real para extirpar el “tumor” de la
especulación financiera que parasita el bendito “capitalismo del tendero” y
alimenta la suicida vorágine del crecimiento exponencial del interés compuesto.
En concreto, Daly propugna nada
menos que la prohibición a la banca de crear deuda del “puro aire” -lo denomina
el “truco del prestidigitador”- mediante la obligación de mantener un 100% de
reservas sobre los depósitos de los clientes, en pos de desactivar la
contradicción flagrante entre el crecimiento explosivo de la deuda a interés
compuesto y la finitud de la riqueza real para, de este modo, “acabar con el
desacople entre la economía real y la financiera”:
“Aunque la deuda pueda seguir la
ley del interés compuesto, el ingreso de energía real a partir de la luz solar
futura, el ingreso futuro real con respecto al cual la deuda es un derecho, no
puede crecer a interés compuesto durante mucho tiempo”.
De este modo, como por ensalmo,
el pilar basal en el que se sustenta el modo de producción y de inyección en
los circuitos económicos del dinero moderno, a saber, la generación de enormes
niveles de deuda -actualmente un 96% del dinero circulante es deuda creada “a
golpe de tecla” por la banca- por parte de los bancos comerciales hacia las
burbujas de activos financieros e inmobiliarios y el casino de las finanzas
globales, quedaría fulminado por decreto. Los castillos de naipes de derivados,
las titulizaciones de activos hipotecarios y demás entelequias que sostienen el
formidable globo del casino financiero global, sostén esencial de la matriz de
rentabilidad del capitalismo desquiciado, derribados de un plumazo. ¡Qué sencillo
resulta refundar el capitalismo y extirpar de raíz su tendencia destructiva!
Pero si hubiera que destacar una
medida estrella, diseñada para atenuar la violencia del sistema contra las
clases populares amén de desactivar su dinámica depredadora de la naturaleza, y
cuya transversalidad abarca una gran parte de las distintas sensibilidades
dentro del magma ecologista, esta sería sin duda la renta básica universal.
La instauración por parte del
Estado de una “asignación monetaria pública incondicional a toda la población” es
el epítome de la ilusión paliativa de los curanderos económicos. En ella se
fusionan los dos “vicios” descritos anteriormente. Estamos pues ante el símbolo
por antonomasia de la aspiración de “poner a dieta” al capitalismo de los reguladores
“decrecentistas” y de la firme creencia en el Estado benefactor de estirpe
socialdemócrata.
¿No resulta de una sencillez
apabullante y de un atractivo irresistible la posibilidad de garantizar a toda
la población una renta vitalicia que le permita subvenir sus necesidades
básicas, llevar una vida digna e incluso emanciparse de la servidumbre
asalariada? ¿Quién podría resistirse a semejante panacea? ¿Estamos soñando
despiertos o tales maravillas son realmente factibles?
El siguiente programa “decrecentista”
conecta la necesaria reducción de “las dinámicas destructivas de producción y
consumo” con la implantación del colchón amortiguador encarnado en la renta
básica universal e incondicional:
“Plantearemos un ciclo
‘decrecentista’ a través de la redefinición del concepto de trabajo y
riqueza basada en el reconocimiento y valor de las actividades no mercantiles, cooperativas y
autónomas.
En este sentido, vemos en una Renta Básica de Ciudadanía universal
e incondicional no sólo una medida de lucha
contra la pobreza, sino una herramienta de emancipación capaz de romper de
manera efectiva las dinámicas de producción y consumo, abriendo el camino hacia
una sociedad decrecentista”.
El cordón umbilical que une el
paradigma decrecentista con la renta básica sería por tanto la necesaria
liberación del trabajo asalariado, justificada por la enorme destrucción de
empleo que provocaría -amén de la ya de por sí elevada tasa de paro que
caracteriza al terciarizado y digitalizado capitalismo del siglo XXI- la
imperiosa reducción o eliminación de aquellas actividades incompatibles con la
mínima preservación del metabolismo socionatural.
En un capitalismo catatónico, con
un agudo incremento del paro crónico, de los sectores improductivos y de la
obsolescencia acelerada de una miríada de actividades incompatibles con el
mantenimiento de tasas de rentabilidad y productividad suficientes en la actual
era de la “digitalización”, la liberación de la “servidumbre asalariada” que
representa la obtención de un ingreso suficiente y garantizado podría ser por
tanto el amortiguador perfecto que nos encaminara hacia una sociedad
“homeostática”. El profesor y prolífico escritor anarquista Carlos Taibo resalta la
pertinencia de la renta básica para “hacer frente a los problemas derivados de
un programa decrecentista”:
“De manera más precisa, el
decrecimiento reivindica la primacía de la vida social frente a la lógica de la
producción, la competitividad y el consumo; el ocio creativo frente a las
formas de ocio siempre vinculadas con el dinero y el consumo; el reparto del
trabajo; el establecimiento de una renta básica de ciudadanía que permita hacer
frente a los problemas innegables que se revelarán al calor de la aplicación de
un programa de decrecimiento”.
También desde el ámbito
libertario, el activista Enric Durán defiende incluso
-en coherencia con el ingenuo antiestatismo proverbial del ciberanarquismo- la
posibilidad de instauración de una renta básica basada en criptomonedas -otra
de las utopías encantatorias favoritas de los curanderos de la moneda- que
sustituyera a los “sistemas centrales burocráticos”:
“Los sistemas
monetarios descentralizados pueden ser la solución para generar sistemas de
renta básica en el futuro; reducen mucho los costes de hacerla posible al
sustituir sistemas centrales burocráticos por sistemas de democracia directa”.
Véase, como botón de muestra del
idealismo que rezuman las “balas de plata” de los curanderos, la siguiente enumeración
de las “irresistibles” ventajas de la renta básica para escapar de la “lógica”
del mercado laboral:
“Permite escapar de la simple lógica del «mercado laboral» y rechazar cualquier trabajo
no digno, no solidario (especialmente a nivel intra o intergeneracional),
peligroso para la salud y/o el medio ambiente, etc; invierte la
relación de fuerzas entre empresa y trabajador y, tanto de
manera individual como colectiva, supone un escudo de protección
a la hora de reivindicar cambios y mejoras laborales”.
¡Qué maravilloso sería sin duda
“invertir la relación de fuerzas entre empresa y trabajador” y revertir, por
arte de birlibirloque, nada menos que el mecanismo básico de generación de la
riqueza social en el reino de la mercancía: la explotación de la fuerza de
trabajo!
Tal concepción del desempleo,
como un asunto meramente técnico-político, resoluble en las probetas de
laboratorio de los curanderos económicos y mediante decretos de la autoridad
competente -que comparten por cierto los adalides de la Renta Básica con sus
“archienemigos”, los defensores del pleno
empleo a través del Trabajo Garantizado por el Estado de la Teoría Monetaria
Moderna- está en las antípodas del planteamiento marxiano, la descripción más
precisa de la dinámica explotadora y degenerativa del sistema de la mercancía:
en la teoría de Marx, la desocupación -el “ejército industrial de reserva”- es
generada de manera endógena por los ciclos recurrentes del sistema capitalista.
Es decir, el desempleo es sistémico, sirve a un propósito fundamental en el
curso de la acumulación -regular el precio de la fuerza de trabajo y aumentar
la explotación laboral, como vía de superación de las crisis periódicas- y no
se puede eliminar a discreción por un Estado benefactor.
Toda la tradición histórica del
movimiento obrero y de las miríadas de luchas sociales contra la explotación
acrecentada ejercida por el “enemigo de clase” se fundamenta sobre ese
principio neurálgico sin el cual resulta incomprensible la evolución social y
económica del capitalismo en los últimos dos siglos. Extirparlo de raíz
-pretendiendo “escapar de la simple lógica del mercado laboral” mediante una
renta monetaria incondicional que libere al trabajador del yugo del capital-
representa por tanto el primer paso para desactivar la condena in toto del
capitalismo abriendo el camino a los “arreglos de detalle” y a las reformas
paliativas que corregirán los rasgos más inicuos del sistema encaminándonos
hacia un capitalismo armonioso y dulcificado, que derramará sus dones sobre
todo el cuerpo social amén de preservar el malhadado entorno natural.
El mito de la renta básica emerge
por consiguiente como la coronación de este fútil intento de construcción de un
capitalismo con «corazón», en busca del retorno del «genio malo» del
capitalismo desquiciado a la botella donde lo encerrará el papá Estado al
servicio del interés general. ¿Y ya puestos a pergeñar remedios salvíficos, no
sería mucho más sencillo y rápido, dicho sea de paso, implantar la propuesta del
mediático economista y exministro griego Yanis Varoufakis, ahora metido a
constructor futurista de utopías sociales? Esta consistiría, ni más ni menos,
que en abrir, con un mágico “golpe de tecla”, una cuenta a cada ciudadano
¡desde el nacimiento! en el Banco Central por una cantidad suficiente para
subvenir sus necesidades básicas. En lugar de los gravosos aumentos
impositivos, necesarios para la financiación de la Renta Básica, en este caso,
el “árbol mágico de dinero” derramaría graciosamente sus dones sobre toda la
población. Miel sobre hojuelas.
La metafísica idealista y la
completa evacuación de las condiciones materiales de producción y del análisis
riguroso de la historia reciente del capitalismo, implícitas en tales
invocaciones a los «anhelos de vida buena», pueden llevar a enajenaciones
ideológicas como la que emana de la extravagante proclama de Daniel
Raventós, uno de los mayores gurúes españoles de la renta básica:
“Lo escribiré de forma lapidaria
y más adelante lo argumentaré con algún detalle: la Renta Básica no es una
propuesta ni de izquierdas ni de derechas (…) La propuesta de la RB tiene
vocación ecuménica [sic]. Que la RB puede ser justificada desde idearios
normativos de derechas o de izquierdas me parece algo ya tan demostrado que
casi resulta tedioso volver a insistir”.
Ciertamente, justo es reconocer
que algunos de sus adalides no caen en fantasías tan desnortadas y reconocen la
condición de cataplasma de un remiendo semejante que no trasciende en absoluto
los estrechos márgenes del reino del capital: “Una sociedad con Renta Básica no
dejaría de ser, ciertamente, una sociedad capitalista. Pero se acercaría más a
una sociedad mejor porque la erradicación de la pobreza dejaría de ser un
objetivo –siempre presente en los objetivos de las burocracias internacionales-
para ser una realidad disruptiva”.
La cuestión decisiva a plantearse
sería por tanto la siguiente: ¿resulta útil, para avanzar en la imperiosa
necesidad de una transformación social radical encaminada a atajar el ecocidio,
el diseño de quiméricas propuestas reformistas de ingeniería fiscal o
financiera que pretendan, en el mejor de los casos, promover el avance hacia un
idealizado capitalismo bonancible y redistributivo donde la pobreza fuera sólo
“una realidad disruptiva”?
Las prescripciones de las
distintas escuelas de curanderos, a pesar de la multiplicidad de sus
formulaciones, comparten un rasgo esencial: hacer abstracción de la lógica
interna del funcionamiento del capitalismo realmente existente y de las
funciones reales y las formas de generación e inyección en la actividad
económica del dinero en la actual fase neoliberal. La pobreza, el desempleo, la
aguda desigualdad y por supuesto el expolio criminal de la naturaleza no son
aspectos aislables de la acerba realidad, que se puedan corregir por tanto a
discreción, con la buena voluntad de los gestores del bien público, a través de
recetas mágicas diseñadas ad hoc, sino rasgos consustanciales a la
acumulación de capital en su fase degenerativa. Tal concepción idealista
implica, como describe el
economista marxista, recientemente fallecido, Michel Husson una enorme “marcha
atrás” respecto de la tradición revolucionaria y materialista del movimiento
obrero y del pensamiento socialista:
“Los defensores del ingreso
universal proponen a las ‘multitudes’ dar marcha atrás, instaurando una renta
monetaria e individualizada, y esta perspectiva sustituye de hecho a la
movilización por una reducción radical del tiempo de trabajo mediante la
transformación de las relaciones de producción en un sentido socialista. A
estas aproximaciones teóricas se añade una orientación estratégica cuyo efecto
es dejar de dar cuenta de la centralidad de las relaciones de explotación”.
Haciendo abstracción de la lógica
interna del capitalismo, los curanderos llegan por tanto a soluciones
taumatúrgicas que ignoran las estructuras profundas de las relaciones
socioeconómicas y la agudización de las dificultades de la reproducción del
capital en las décadas recientes. Con el agravante de la extensión masiva del
campo de la mercancía y del elemento pecuniario que implica proponer una renta
universal e incondicional en forma monetaria. La concepción implícita en tales
recetas de que el dinero puede usarse para cosas buenas a través de los “trucos
circulatorios” revela una completa incomprensión de las funciones y de la forma
de generación e inyección en el circuito monetario capitalista del dinero
moderno. El dinero, la encarnación del poder social y del conflicto de clases
deviene, en las recetas de los curanderos, una herramienta técnica, aséptica,
cuyo modo de producción y distribución habría únicamente que arreglar para
alcanzar un funcionamiento óptimo que corrigiera eficazmente el comportamiento
tóxico del motor de la acumulación de capital para que derramara sus dones
sobre las capas más desfavorecidas. Quitémosle pues al
dinero de los curanderos su «bendita» inocencia e integrémoslo en la argamasa
de la matriz del proceso de reproducción ampliada del capital, en su pugna
continua por extraer el máximo flujo del trabajo vivo: «El dinero es, por lo
tanto, el único medio de que dispone la sociedad capitalista para validar el
trabajo social y viabilizar la reproducción del capital». Se trata, en
definitiva, de la herramienta par excellence a través de la
que se ejerce el poder social.
Resulta pueril por consiguiente
creer que su generación y distribución, totalmente privatizadas actualmente en
manos de la banca comercial y enfocadas hacia la tóxica matriz de rentabilidad
financiarizada del capitalismo patológico, se pueden poner al servicio de las
mayorías sociales a través de las funciones redistributivas del Estado -despojado,
por cierto, de cualquier rastro de autonomía financiera y sometido a los
implacables designios del talón de hierro de los mercados financieros
globales-, máxime si ello redunda en un perjuicio para las acuciantes
exigencias de la valorización del capital. La omisión absoluta de estas
decisivas cuestiones sitúa a las propuestas de los curanderos fuera de la
realidad del capitalismo realmente existente.
¿Cuál es, en definitiva, la razón
del aparente éxito de tales recetarios entre amplios sectores -incluidos los
supuestamente anticapitalistas- del movimiento ecologista y de una pléyade
numerosa de organizaciones y colectivos sociales?
Como explica Michel
Husson, quizás el hecho de vivir “un periodo de pesadilla”, de derrotas y de
pérdida de vigencia de los proyectos “holísticos” realmente transformadores,
explique la proliferación de estas “utopías encantatorias”:
“De forma general, el éxito de
estos proyectos se explica sin duda por las coordenadas de un período bastante
de pesadilla. Parecen representar atajos que permiten sortear los obstáculos y
pasar de nuevo a la ofensiva (…) Estas utopías encantatorias no son solamente
estériles: son también, desgraciadamente, obstáculos a la construcción de una
estrategia alternativa encarnada en la realidad de las relaciones sociales”.
Vayamos pues más allá de los
estériles y desmovilizadores atajos de los curanderos y tratemos de recuperar
las prácticas y los planteamientos verdaderamente alternativos que nos permitan
desarrollar ámbitos de lucha y de resistencia contra la barbarie del capital
alejados de los remedios taumatúrgicos, de la delegación
legalista-institucional y de la ilusión de los reguladores de poner a dieta al
capitalismo, cada vez más atiborrado de capacidad de destrucción y de expolio
y, por lo tanto, cada vez más irreformable.
En el fondo quizás encierre mucha
más sabiduría, para la construcción de prácticas realmente transformadoras -y
asimismo profundamente ecológicas-, el mensaje que se extrae de la siguiente
lección impartida en una Escuelita Zapatista del sureste mejicano. La anécdota la relata
Jérôme Baschet, autor del iluminador texto «Adiós al capitalismo»: «Durante una
de las sesiones de la Escuelita zapatista, una maestra se paró en medio de su
explicación y presentó dos bolsas, una con monedas y otra con maíz. La
conclusión de la lección fue: el maíz es vida y el dinero muerte». El dinero no
puede por tanto usarse para cosas buenas ya que, como decía el sabio polígrafo
anarquista Agustín García Calvo: “el enemigo está inscrito en la forma misma de
sus armas”.
Comunismo o
catástrofe
“El comunismo es, en definitiva,
el único plan viable para la especie” (John Holloway)
“No hay una tercera alternativa.
O la frugalidad igualitaria o la barbarie desencadenada, la violencia
totalitaria, la guerra global, la devastación mortífera. Comunismo o extinción” (Franco “Bifo”
Berardi)
Entre los días 28 de julio y 1 de
agosto de 2021 tendrá lugar en la ZAD de Notre Dame des
Landes -un extenso territorio autónomo y autogestionado en el noroeste de
Francia, ocupado inicialmente como vía de resistencia a la construcción de un
aeropuerto- el “Encuentro Intergaláctico en relación con la invasión
zapatista”.
El estrambótico título sirve de
marco a unas jornadas de “celebración y de reflexión” acerca de la visita
-denominada, en clara profesión de fe ecologista e internacionalista, ”La
Travesía por la Vida”- de una delegación del EZLN
a la vieja Europa. Sin duda las dos experiencias tienen muchas cosas en común.
En ambos casos se trata de colectivos que luchan contra la depredación del
territorio, que caracteriza a los “megaproyectos” patrocinados por el capital y
el “mal gobierno”, mediante proyectos de construcción de autonomía y de
desarrollo de nuevas prácticas de convivencia y de relación armónica con la
naturaleza.
La experiencia de la autonomía
zapatista, vigente desde el levantamiento armado de 1994 en las montañas del
sureste mejicano, representa sin duda un ejemplo inspirador de resistencia
frente al despojo de las riquezas naturales perpetrado por el capitalismo
depredador y de construcción paralela de una organización comunal
autogestionada que trata de desarrollarse, contra viento y marea, en las antípodas
de las reglas impuestas por los dueños del poder y del dinero.
Si bien son perfectamente
conscientes de los límites que la acerba realidad sistémica capitalista impone
hoy en día a su autonomía, los zapatistas han avanzado en la construcción de
relaciones sociales en armonía con la naturaleza -sirva de botón de muestra la
abundante y totalmente ecológica producción agrícola autóctona- que dejen de
pasar, en lo esencial, por el dinero y el trabajo asalariado. Como refiere
Baschet: “La autonomía zapatista, en lo que se refiere a la educación, la
salud, la justicia y las instancias de gobierno, ha logrado avances
impresionantes sin recurrir a la forma-salario y de manera ampliamente
desmonetizada”.
Los resultados pueden resultar
asombrosos. En una visita a las comunidades -denominadas con el bello nombre de
”caracoles”- zapatistas, el escritor John Berger mostró un
decidido interés en visitar la clínica del caracol Oventic: laboratorios,
farmacia, consultorio de ginecología y dormitorios. La encontró limpia,
sencilla, modestamente equipada, en servicio. “Nada es más conmovedor que esto”
dijo.
El zapatismo no se hace por
supuesto ilusiones respecto a las posibilidades de arreglar el capitalismo ni
mucho menos de esperar nada de los cambios que vengan desde arriba, desde el
“mal gobierno”. Miquel Amorós resume la
esencia del ideario zapatista: “Como bien decís, es imposible reformar el
capitalismo, hacerlo menos inhumano: hay que destruirlo. El aparato estatal con
el que se reconfigura es inservible, hay que dejarlo desmoronarse. La vida no
puede fertilizar la tierra con plusvalías, ni la sociedad fomentar la autonomía
de sus miembros con decretos gubernamentales o subvenciones”.
¿Resulta extrapolable una
experiencia semejante a nuestras hipertecnificadas e hipercomplejas fortalezas
occidentales o se trata de un reducto de resistencia condenado a la
irrelevancia y a no desbordar las “lindes del enclave”?
La vocación internacionalista y
ecologista de los zapatistas, plasmada en su “Travesía por la Vida” y en su
encuentro en la “Zona a Defender” y asimismo con otros centenares de colectivos
y organizaciones anticapitalistas en el marco de su “invasión” europea,
encierra la explícita pretensión de extenderse o al menos de conectar con otras
luchas populares en las fortalezas primermundistas.
Por fortuna no faltan los
ejemplos.
“Tenemos tan integrados y
asumidos ciertos valores capitalistas que no nos damos cuenta del absurdo que
supone tener una lavadora en cada casa”. La rotunda afirmación corresponde
a Unai, vecino del
barrio okupado vitoriano de Errekaleor, una de las
comunidades autogestionadas más importantes del país. “Errekaleor bizirik”
(‘Errekaleor vivo’) representa un magnífico ejemplo en curso de experiencia
anticapitalista y ecologista, fundamentada en relaciones de apoyo mutuo y
solidaridad desde abajo: ”Vamos a dar un paso más y a prescindir de
ciertos servicios en las viviendas como cocinas eléctricas, lavadoras,
frigoríficos… para tenerlos en zonas comunes”, explica otra vecina de
Errekaleor.
Después de un intento de acabar
con el proyecto autogestionario de Errekaleor, por parte de la administración y
la megaempresa eléctrica, cortando el suministro de luz al barrio, los
ocupantes decidieron avanzar asimismo hacia la autosuficiencia y la drástica
reducción del consumo energético instalando paneles solares. El éxito fue
rotundo: “El movimiento defiende el autoabastecimiento y el uso de energías
100% renovables: Poniendo en duda el modelo energético y la propiedad privada
de la energía, hemos dado el salto a un modelo de barrio soberano y feminista,
así como colectivizado la propiedad de la energía”.
Tales “grietas” en el muro del
capital, por mínimas y precarias que sean, muestran que, frente al derrotismo y
al desaliento, herederos de la derrota y la práctica desaparición del
movimiento obrero occidental, y frente al idealismo estéril de los atajos de
los curanderos, existen vías de expansión y profundización, “en la correosa
textura de la dominación capitalista”, de lo que John Holloway denomina “comunizares”:
“Tenemos que romper por tanto el
espinazo de la dinámica destructiva del capital, pero el modo de hacerlo no es
proyectando el comunismo en el futuro, en la escatológica creencia en una
revolución salvífica, sino reconociendo, creando, expandiendo y multiplicando
los “comunizares”, las grietas en la correosa textura de la dominación
capitalista y fomentando su confluencia”.
Sin embargo, como alerta Miquel
Amorós, tales cuñas intersticiales en el universo de la mercancía no dejan de
ser medios para un fin, limitados atisbos de autogestión y autonomía que
necesitarían, para trascender las lindes del enclave, extenderse a un número
significativo de ámbitos ahora colonizados totalmente por el reino del capital:
“De ningún modo las aludidas realizaciones podrían constituir por sí mismas,
dentro de la sociedad capitalista con la que cohabitan, otra cosa que ensayos
muy limitados de autogestión a escala ínfima. El error garrafal sería
considerarlas fines en sí y no medios para un fin, tal como hace la economía
social. No son objetivos únicos, totalmente desligados de los conflictos
sociales, sino armas para intervenir en éstos. Sin embargo, para trascender las
lindes del enclave, o sea, para generalizarse, haría falta pasar a la ofensiva,
invadir a gran escala el espacio dominado por el capital. Sería necesaria una
verdadera revolución”.
Lo cierto es que produce vértigo
siquiera imaginar, ante la apremiante emergencia del ecocidio y del acelerado
deterioro de las condiciones mínimas para una vida buena en un planeta
habitable, las ingentes y urgentísimas transformaciones necesarias y los
formidables obstáculos que se elevan para poder llegar a “invadir a gran escala
el espacio dominado por el capital” a través de un proyecto revolucionario;
para dejar de ser, en las bellas palabras de Manuel Sacristán, “la
especie de la hybris, del pecado original, de la soberbia, la
especie exagerada”.
Pero sin duda la recompensa
compensaría todos los desvelos y sacrificios.
¿Somos capaces siquiera de
concebir la drástica reducción en el consumo de materiales y de recursos
naturales y la transformación radical de la vida cotidiana que producirían la
eliminación de las actividades ecocidas y superfluas que caracterizan al
capitalismo desquiciado? Sin la industria militar genocida ni la inmensa
mayoría de los medios de transporte fosilistas; eliminando la mayor parte del
turismo de masas, con todos los megaproyectos e infraestructuras que conlleva,
así como las, ferozmente depredadoras, agricultura y ganadería intensivas,
culpables directas de la pandemia en curso; suprimiendo la masiva publicidad
engañosa y el sinfín de duplicidades y procesos despilfarradores, en lugar muy
destacado todos los absurdos e ineficientes aparatos burocráticos estatales y
paraestatales de vigilancia y seguridad que copan crecientes recursos de las
gigantescas administraciones y, por supuesto, como expresaba la bella utopía
zapatista, aspirando a una existencia sin dinero ni sistema financiero. Sin
todo lo anterior y tantas otras fruslerías y cachivaches superfluos que pueblan
el reino de la mercancía, ¿no resulta evidente la sobrada suficiencia de los
recursos y dones de la sufrida naturaleza para subvenir lo necesario para una
vida buena en el tercer planeta del sistema solar? Qué duda puede caber acerca
de que la eliminación de todas aquellas actividades nocivas o no
universalizables (“El socialismo puede llegar sólo en bicicleta”, como reza el
bello título del libro de Jorge
Riechmann), que únicamente sirven al Dinero y al Capital y van en detrimento de
cualquier noción temperada de progreso humano en un planeta habitable,
permitiría adaptarnos sobradamente a la necesaria reducción drástica del
consumo de energía y materiales exigida por la preservación del metabolismo
socionatural. En las inspiradoras palabras de Murray
Bookchin: “Liberados de las rutinas opresivas, de las represiones e
inseguridades paralizantes, de la carga del trabajo pesado y de las falsas
necesidades, de las trabas que suponen la autoridad y la compulsión irracional,
los individuos podrán finalmente estar en posición, por primera vez en la
historia, de realizar plenamente sus potencialidades como miembros de la
comunidad humana y del mundo natural”. No se trata por tanto de un desabrido
empobrecimiento, como se desprende de algunos idearios “decrecentistas”, sino
de rescatar la riqueza real de las potencialidades humanas en una “sociedad de
la abundancia” fuera del universo mercantil.
De este modo se alcanzaría la
utopía “homeostática” expresada en el programa ecosocialista. El trabajo
dejaría de ser la medida del valor cuando la productividad del trabajo humano
haya superado la restricción material de la escasez de recursos naturales
mediante una organización social racional basada en la máxima marxiana acerca
de la regulación armoniosa de las “capacidades y las necesidades humanas”. De
ahí se sigue que, si no hay necesidad de medir el valor generado por el trabajo
para regular la escasez y la riqueza “abundante” se distribuye de forma
comunitaria, el dinero deviene asimismo superfluo. Como dice John Holloway:
“Sólo rechazando el dominio del dinero podríamos avanzar hacia un escenario
compatible con la supervivencia de los humanos”.
El filósofo marxista István
Mészáros proporciona una
iluminadora descripción de la “sociedad de la abundancia”: “La realización
verdadera de la sociedad de la abundancia requiere la reorientación del proceso
reproductivo social de tal modo que los bienes y servicios comunalmente
producidos puedan ser plenamente compartidos – y no desperdiciados de modo
individualista – por todos aquellos que participan de la producción y el
consumo directamente sociales (…) No obstante, aunque la plena realización de
esa visión -que postula la necesidad de una transformación global- tardará un
tiempo muy largo para ocurrir, los pasos prácticos necesarios para avanzar
pueden ser dados (en el “aquí” y “ahora”) por cualquier sociedad, incluso en
una situación relativamente limitada, sin esperar a la reversión radical de las
relaciones de poder existentes entre el capital y el trabajo a escala global”.
Quizás la enseñanza principal que
podría extraerse del desarrollo anterior acerca de los objetivos y las
estrategias del ecologismo “que va en serio” sería una lección de humildad: la
necesidad de supeditar sus demandas a la virtualidad de una transformación
social radical basada en el reconocimiento de que el correcto metabolismo
ecológico sólo se alcanzará en una sociedad racional. En la rotunda formulación
de Manuel Sacristán: “La sociedad socialista queda así caracterizada como
aquella que establece la viabilidad ecológica de la especie”.
Los “vicios” someramente
reseñados son por tanto la prueba fehaciente de la urgencia de un ecologismo
verdaderamente radical, que parta humildemente de la prioridad de la lucha
contra el reino del capital como conditio sine qua non para la
obtención de una regulación armoniosa del metabolismo socionatural. Al haberse
desarrollado principalmente en el contexto histórico de la derrota del
movimiento obrero, la desaparición de las organizaciones de clase y la
reclusión minoritaria de los colectivos libertarios, las organizaciones
ecologistas se han visto masivamente fagocitadas por la ola reformista
imperante. El desafío es pues colosal: extraer la conclusión lógica del
diagnóstico condenatorio de las posibilidades de una vida buena en un planeta
habitable bajo el capitalismo desquiciado exigiría una drástica transformación
de las estrategias ecologistas en un sentido profundamente anticapitalista y
antiestatista que no se deje embaucar por los cantos de sirena de las ilusiones
reguladoras “decrecentistas” ni por la reclusión autorreferencial de los
movimientos de un solo asunto. La posición para lograrlo es, a pesar de todo, privilegiada:
el ecologismo que “va en serio” aúna la urgencia perentoria de la
transformación radical de la vida cotidiana con la apremiante exigencia
política de la destrucción del sistema social ecocida basado en la depredación
de la naturaleza y en la explotación del trabajo humano.
En caso contrario, como describe Anselm
Jappe, las implicaciones del progresivo desquiciamiento del sistema de la
mercancía pondrán a la especie humana y a su crucificado planeta ante una
perspectiva catastrófica: “Lo que se avecina tiene más bien el aspecto de una
barbarie a fuego lento, un sálvese quien pueda. Antes que el gran crash,
podemos esperar una espiral que descienda hasta el infinito, una demora
perpetua que nos dé tiempo para acostumbrarnos a ella como en la fábula de la
rana y el agua caliente. Seguramente asistiremos a una espectacular difusión
del arte de sobrevivir de mil maneras y de adaptarse a todo, antes que a un
vasto movimiento de reflexión y de solidaridad, en el que todos dejen a un lado
sus intereses personales, olviden los aspectos negativos de su socialización y
construyan juntos una sociedad más humana”.
Ojalá se equivoque.
Blog del autor: https://trampantojosyembelecos.wordpress.com/2021/07/27/los-vicios-del-ecologismo/