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Bolivia
ha superado la barrera de las 60.000 personas contagiadas con el
Covid-19 con más de 2.000 fallecidos en cuatro angustiantes meses de
pandemia. Sin embargo, los datos oficiales solo muestran una partecita
de la realidad, aquella que se usa para fines inescrutables. En medio de
esta espiral de contagio que ataca los flancos sociales más débiles
resulta que no hay gobierno nacional donde golpea el dolor irreparable.
Ha desaparecido del escenario la entidad rectora de la sociedad y de las
instituciones dejando en la orfandad a más de 11 millones de seres
humanos que solo atinan a preguntarse sobre su futuro incierto y
sombrío.
El país ha quedado librado a su suerte. No hay quien tome las riendas del poder para convertirlo en prevención sanitaria, evitar muertes masivas y tomar decisiones sobre la sobrevivencia nacional. Bolivia vive en la mayor deriva de toda su historia, sin gobierno nacional que asuma su responsabilidad social, económica ni política, pero lo que es peor, sin rumbo ni destino previsible a corto plazo. El mediano y largo plazo son chistes macabros en medio de un régimen que ha hecho del poder su festín de sangre y dinero fácil. Con una presidencia interina que decidió pasar a la acera de la candidatura presidencial, prima el interés en la continuidad sobre la urgencia inevitable de la contingencia sanitaria.
El ministerio de salud, absolutamente extraviado e inepto, con 3 ministros rotando en plena crisis y un ministro de defensa semianalfabeto como sustituto del tercer ministro convaleciente, solo atina a mostrar estadísticas frías, incompletas y carentes de credibilidad en las que solo prima el cálculo político artero. Ninguna voz amable que explique lo que ocurre en el país con el avance, la estabilización o retroceso de la pandemia. Pura impostura, pura parafernalia mediática que solo drena plata a los bolsillos de los poderosos empresarios de la comunicación para que incrementen el volumen del miedo y la culpa. En medio de este panorama desolador, solo se escucha el grito estridente y lúgubre del ministro más siniestro de la historia, amenazando a los cuatro vientos con imponer la ley que fluye grotescamente de sus entrañas intoxicadas por el odio y la venganza.
Los medios de comunicación no traen sino malas noticias o el eco de lo que el régimen desea que se escuche en canales, prensa digital o radios, matizado con episodios escalofriantes ante los que tiembla la simple morbosidad. Se transmite en vivo la muerte de una persona solo para saciar el apetito del rating que exige el gobierno para asignar pauta publicitaria. Los medios bucean en un portentoso mar de información escuálida, infestada de miseria moral que afortunadamente más del 70% de la población boliviana no cree. Empero, eso no cuenta cuando se trata de hacer negocios con la verdad. Todos en sintonía y con el mismo libreto de confundir hasta la enajenación, mentir hasta la saciedad, obliterar la realidad hasta el adormecimiento. No solo paga el silenciamiento o el cerco mediático, también la miseria manipuladora y estridente de quienes han decidido convertir la muerte en negocio burdo.
Después de más de 120 días de extravío sanitario nadie sabe de la existencia de algún Plan Nacional de Control de la Pandemia o de sus resultados, pero tampoco pregunta la prensa testaferra porque su silencio cómplice cotiza. Se sabe a medias que estamos frente a una Emergencia Sanitaria Nacional que ha servido para todo, menos, para garantizar la salud y la preservación de la vida de los bolivianos. Contrariamente, el decreto de emergencia ha catapultado los grandes y pequeños negociados que han hecho de la pandemia el pretexto para el enriquecimiento ilícito más cruel del que se tenga memoria. Compras en el extranjero con sobreprecio astronómico de respiradores que ingresarían al país como resucitadores en medio de donaciones dudosas. Ministerios que nada tienen que ver con la pandemia adquiriendo insumos sanitarios que nunca llegan o que se bloquean en pleno vuelo para evitar que se descubra la infamia del negociado. Empresas estatales que sirven de caja chica a los grandes trueques ilegales mientras la gente agoniza en las aceras. Ministros que se mofan de sí mismos, mienten sin rubor a la gente ingenua o gastan su tiempo en escenificaciones groseras y morbosas en medio de borracheras atroces. La corrupción es pavorosa por donde se la mire y es éste el indicador de la mayor abyección de un régimen convertido en una cleptocracia sobre un mar de cadáveres insepultos. La emergencia sanitaria opera como una daga filosa en la garganta del pueblo boliviano.
El país asiste a un escenario dantesco en el que sobran la desesperanza y el estupor en un horizonte de dolor y tragedia inenarrable. En medio del luto y llanto, el régimen decidió capitular ante la pandemia a cambio de continuar con los ritos diarios del saqueo nacional. Dejaron en manos de gobiernos regionales y locales una tragedia que los desbordó no por la ineptitud del sistema de salud sino por el desmesurado afán de robarse todo a su paso y de prisa reprimiendo cualquier gesto de rebelión o censura. Prefirieron declarar la guerra a los sediciosos o los presuntos terroristas que interrumpen el festín de su felonía ratera. Ni señas de la existencia del gobierno frente a la tragedia humana que no sea un mensaje electoralista o anuncios estériles de campaña política. Ningún informe científico, ningún dato sobre la evolución de las capacidades sanitarias nacionales, regionales o locales, ningún atisbo acerca de la distribución de medicamentos o tratamientos benignos para la gente más necesitada. Nada de nada. Silencio absoluto y solo cifras de espanto que echan más dolor sobre un pueblo aturdido entre tanta indolencia gubernamental y tanta desdicha. Farmacias especulando con aspirinas, inexistencia de pruebas rápidas, médicos o enfermeras sin equipos de bioseguridad, hospitales saturados al límite de la desesperación.
El panorama es desolador por donde se lo mire. Decenas de cadáveres en las calles, muertos sin enterrar en los domicilios esperando la llegada de algún servicio sanitario del municipio, comunidades indígenas a punto de desaparecer asediados por la enfermedad letal, miles de familias contagiadas en los barrios periféricos esperando el turno de su muerte lenta y sin atisbo de asistencia médica, decenas de patrullas médico-militares en rastrillaje inútil sin contar con ningún medicamento a la mano, hospitales saturados por enfermos y aterrados por el miedo, salas de terapia intensiva sin oxígeno y sin respiradores y clínicas privadas convirtiendo la tragedia en un negocio redondo.
Estamos en manos de una casta enferma y virulenta que en menos de 7 meses dinamitó el país para llevarlo al borde del abismo. Privilegió la masacre y la muerte violenta, la persecución y el sembrado de escenarios de presunta sedición y terrorismo. Inventa argucias, miente sin escrúpulo alguno, vomita odio por donde pasa e intenta desaforadamente poner a las organizaciones sociales y al MAS contra las cuerdas apoyados en una prensa miserable que ofende la dignidad humana. La “república pitita” que pretendía reemplazar el Estado Plurinacional quedó sumergido en un mar de violencia y estulticia y solo exhala desmoralización y desencanto. Creyeron que desterrar la presunta dictadura equivalía a instalar una quimérica democracia y quedaron con los crespos hechos. Los golpistas de noviembre asisten estupefactos al derrumbe de su sueño convertido cada día que pasa en una pesadilla multiforme que sangra por todo lado. Están desconcertados y no se explican que la transición que debía llevarlos en hombros a un nuevo tiempo, los traslada inmisericorde al tiempo de una nueva infamia. Hasta los fariseos de la democracia pitita que soplaban a los 4 vientos augurios de cambio hoy palidecen ante su futuro sombrío quejándose lastimeramente de la inexistencia de mística democrática, compromiso o militancia pitita. Dan lástima aquellos que creyeron que retornaba la república del culito blanco.
Las encuestas no cuadran con sus deseos sublimes de perpetuarse en el poder. Los números desafinan con la realidad que inventaron y muestran con ferocidad salvaje que matar no siempre es beneficioso para las mentes criminales. Matar mata diría algún filósofo de la tragedia criolla. Abunda el deseo irrefrenable de desatar la ira popular por tanto indecoro y humillación. Postergar elecciones es la nueva fórmula que preside la desazón de una derecha abyecta que le rinde culto al miedo atávico. Proscribir al MAS es otra opción y la última, un nuevo golpe de Estado con el apoyo de la policía y fuerzas armadas envilecidas hasta el tuétano. El objetivo es el mismo: impedir el retorno plebeyo de los indios insumisos y de sus veleidades plurinacionales que apuestan por la igualdad entre semejantes para derrotar la desigualdad del color y el mito de la supremacía del dinero o la superioridad de clase social.
Para cerrar el corchete, la presidenta transitoria ha decidido ascender a los militares por decreto en un acto de prepotencia estéril con el único ánimo de sumar generales donde hay un ejército dividido. No queda la menor duda que en cualquier batalla que se avecine, las primeras víctimas de este infierno desinstitucionalizado del Estado serán los propios militares y policías enfrentando sus viejos rencores en un duelo absurdo y recurrente. Entretanto, el país seguirá sangrando por las heridas de la miseria que se empieza a arrastrar en las calles con gente que solo ha reducido su dignidad al pedido de una cristiana sepultura.
En un intento desesperado de cercar políticamente a la Asamblea Legislativa Plurinacional y trasladar la responsabilidad de su homicidio culposo, Jeanine Añez ha prometido un bono de 500 bolivianos a cambio de que se aprueben créditos para hipotecar al país al Fondo Monetario Internacional (FMI) en su última estocada de muerte. Como preludio de su fracaso en todo, Añez todavía cree que colocar una pistola en la cabeza del Tribunal Supremo Electoral para proscribir al MAS por una presunta declaración violatoria de la Ley Electoral, le permitirá sobrevivir al simulacro final. Sus días están contados y la marea de la ira subterránea tensada por la tragedia colectiva y la soledad empiezan a dar la cara.
El régimen está en camino a sumarse a las sombras de los cadáveres que se entierran de noche para que la luz del día no los delate. La huida es su única medicina casera y antes de hacerlo les resta cumplir la tarea de seguir preñando el país de odio y latrocinio.
El país ha quedado librado a su suerte. No hay quien tome las riendas del poder para convertirlo en prevención sanitaria, evitar muertes masivas y tomar decisiones sobre la sobrevivencia nacional. Bolivia vive en la mayor deriva de toda su historia, sin gobierno nacional que asuma su responsabilidad social, económica ni política, pero lo que es peor, sin rumbo ni destino previsible a corto plazo. El mediano y largo plazo son chistes macabros en medio de un régimen que ha hecho del poder su festín de sangre y dinero fácil. Con una presidencia interina que decidió pasar a la acera de la candidatura presidencial, prima el interés en la continuidad sobre la urgencia inevitable de la contingencia sanitaria.
El ministerio de salud, absolutamente extraviado e inepto, con 3 ministros rotando en plena crisis y un ministro de defensa semianalfabeto como sustituto del tercer ministro convaleciente, solo atina a mostrar estadísticas frías, incompletas y carentes de credibilidad en las que solo prima el cálculo político artero. Ninguna voz amable que explique lo que ocurre en el país con el avance, la estabilización o retroceso de la pandemia. Pura impostura, pura parafernalia mediática que solo drena plata a los bolsillos de los poderosos empresarios de la comunicación para que incrementen el volumen del miedo y la culpa. En medio de este panorama desolador, solo se escucha el grito estridente y lúgubre del ministro más siniestro de la historia, amenazando a los cuatro vientos con imponer la ley que fluye grotescamente de sus entrañas intoxicadas por el odio y la venganza.
Los medios de comunicación no traen sino malas noticias o el eco de lo que el régimen desea que se escuche en canales, prensa digital o radios, matizado con episodios escalofriantes ante los que tiembla la simple morbosidad. Se transmite en vivo la muerte de una persona solo para saciar el apetito del rating que exige el gobierno para asignar pauta publicitaria. Los medios bucean en un portentoso mar de información escuálida, infestada de miseria moral que afortunadamente más del 70% de la población boliviana no cree. Empero, eso no cuenta cuando se trata de hacer negocios con la verdad. Todos en sintonía y con el mismo libreto de confundir hasta la enajenación, mentir hasta la saciedad, obliterar la realidad hasta el adormecimiento. No solo paga el silenciamiento o el cerco mediático, también la miseria manipuladora y estridente de quienes han decidido convertir la muerte en negocio burdo.
Después de más de 120 días de extravío sanitario nadie sabe de la existencia de algún Plan Nacional de Control de la Pandemia o de sus resultados, pero tampoco pregunta la prensa testaferra porque su silencio cómplice cotiza. Se sabe a medias que estamos frente a una Emergencia Sanitaria Nacional que ha servido para todo, menos, para garantizar la salud y la preservación de la vida de los bolivianos. Contrariamente, el decreto de emergencia ha catapultado los grandes y pequeños negociados que han hecho de la pandemia el pretexto para el enriquecimiento ilícito más cruel del que se tenga memoria. Compras en el extranjero con sobreprecio astronómico de respiradores que ingresarían al país como resucitadores en medio de donaciones dudosas. Ministerios que nada tienen que ver con la pandemia adquiriendo insumos sanitarios que nunca llegan o que se bloquean en pleno vuelo para evitar que se descubra la infamia del negociado. Empresas estatales que sirven de caja chica a los grandes trueques ilegales mientras la gente agoniza en las aceras. Ministros que se mofan de sí mismos, mienten sin rubor a la gente ingenua o gastan su tiempo en escenificaciones groseras y morbosas en medio de borracheras atroces. La corrupción es pavorosa por donde se la mire y es éste el indicador de la mayor abyección de un régimen convertido en una cleptocracia sobre un mar de cadáveres insepultos. La emergencia sanitaria opera como una daga filosa en la garganta del pueblo boliviano.
El país asiste a un escenario dantesco en el que sobran la desesperanza y el estupor en un horizonte de dolor y tragedia inenarrable. En medio del luto y llanto, el régimen decidió capitular ante la pandemia a cambio de continuar con los ritos diarios del saqueo nacional. Dejaron en manos de gobiernos regionales y locales una tragedia que los desbordó no por la ineptitud del sistema de salud sino por el desmesurado afán de robarse todo a su paso y de prisa reprimiendo cualquier gesto de rebelión o censura. Prefirieron declarar la guerra a los sediciosos o los presuntos terroristas que interrumpen el festín de su felonía ratera. Ni señas de la existencia del gobierno frente a la tragedia humana que no sea un mensaje electoralista o anuncios estériles de campaña política. Ningún informe científico, ningún dato sobre la evolución de las capacidades sanitarias nacionales, regionales o locales, ningún atisbo acerca de la distribución de medicamentos o tratamientos benignos para la gente más necesitada. Nada de nada. Silencio absoluto y solo cifras de espanto que echan más dolor sobre un pueblo aturdido entre tanta indolencia gubernamental y tanta desdicha. Farmacias especulando con aspirinas, inexistencia de pruebas rápidas, médicos o enfermeras sin equipos de bioseguridad, hospitales saturados al límite de la desesperación.
El panorama es desolador por donde se lo mire. Decenas de cadáveres en las calles, muertos sin enterrar en los domicilios esperando la llegada de algún servicio sanitario del municipio, comunidades indígenas a punto de desaparecer asediados por la enfermedad letal, miles de familias contagiadas en los barrios periféricos esperando el turno de su muerte lenta y sin atisbo de asistencia médica, decenas de patrullas médico-militares en rastrillaje inútil sin contar con ningún medicamento a la mano, hospitales saturados por enfermos y aterrados por el miedo, salas de terapia intensiva sin oxígeno y sin respiradores y clínicas privadas convirtiendo la tragedia en un negocio redondo.
Estamos en manos de una casta enferma y virulenta que en menos de 7 meses dinamitó el país para llevarlo al borde del abismo. Privilegió la masacre y la muerte violenta, la persecución y el sembrado de escenarios de presunta sedición y terrorismo. Inventa argucias, miente sin escrúpulo alguno, vomita odio por donde pasa e intenta desaforadamente poner a las organizaciones sociales y al MAS contra las cuerdas apoyados en una prensa miserable que ofende la dignidad humana. La “república pitita” que pretendía reemplazar el Estado Plurinacional quedó sumergido en un mar de violencia y estulticia y solo exhala desmoralización y desencanto. Creyeron que desterrar la presunta dictadura equivalía a instalar una quimérica democracia y quedaron con los crespos hechos. Los golpistas de noviembre asisten estupefactos al derrumbe de su sueño convertido cada día que pasa en una pesadilla multiforme que sangra por todo lado. Están desconcertados y no se explican que la transición que debía llevarlos en hombros a un nuevo tiempo, los traslada inmisericorde al tiempo de una nueva infamia. Hasta los fariseos de la democracia pitita que soplaban a los 4 vientos augurios de cambio hoy palidecen ante su futuro sombrío quejándose lastimeramente de la inexistencia de mística democrática, compromiso o militancia pitita. Dan lástima aquellos que creyeron que retornaba la república del culito blanco.
Las encuestas no cuadran con sus deseos sublimes de perpetuarse en el poder. Los números desafinan con la realidad que inventaron y muestran con ferocidad salvaje que matar no siempre es beneficioso para las mentes criminales. Matar mata diría algún filósofo de la tragedia criolla. Abunda el deseo irrefrenable de desatar la ira popular por tanto indecoro y humillación. Postergar elecciones es la nueva fórmula que preside la desazón de una derecha abyecta que le rinde culto al miedo atávico. Proscribir al MAS es otra opción y la última, un nuevo golpe de Estado con el apoyo de la policía y fuerzas armadas envilecidas hasta el tuétano. El objetivo es el mismo: impedir el retorno plebeyo de los indios insumisos y de sus veleidades plurinacionales que apuestan por la igualdad entre semejantes para derrotar la desigualdad del color y el mito de la supremacía del dinero o la superioridad de clase social.
Para cerrar el corchete, la presidenta transitoria ha decidido ascender a los militares por decreto en un acto de prepotencia estéril con el único ánimo de sumar generales donde hay un ejército dividido. No queda la menor duda que en cualquier batalla que se avecine, las primeras víctimas de este infierno desinstitucionalizado del Estado serán los propios militares y policías enfrentando sus viejos rencores en un duelo absurdo y recurrente. Entretanto, el país seguirá sangrando por las heridas de la miseria que se empieza a arrastrar en las calles con gente que solo ha reducido su dignidad al pedido de una cristiana sepultura.
En un intento desesperado de cercar políticamente a la Asamblea Legislativa Plurinacional y trasladar la responsabilidad de su homicidio culposo, Jeanine Añez ha prometido un bono de 500 bolivianos a cambio de que se aprueben créditos para hipotecar al país al Fondo Monetario Internacional (FMI) en su última estocada de muerte. Como preludio de su fracaso en todo, Añez todavía cree que colocar una pistola en la cabeza del Tribunal Supremo Electoral para proscribir al MAS por una presunta declaración violatoria de la Ley Electoral, le permitirá sobrevivir al simulacro final. Sus días están contados y la marea de la ira subterránea tensada por la tragedia colectiva y la soledad empiezan a dar la cara.
El régimen está en camino a sumarse a las sombras de los cadáveres que se entierran de noche para que la luz del día no los delate. La huida es su única medicina casera y antes de hacerlo les resta cumplir la tarea de seguir preñando el país de odio y latrocinio.