Por Rafael Bautista S.
Una transformación estructural no sucede sin una transformación intelectual. Ambas tareas son recíprocas pues dependen una de la otra. En tal caso, sólo una transformación en el ámbito teórico podría significar la anticipación consciente de una transformación de las estructuras coloniales que heredamos. Pero esta tarea supone una revolución del nivel que, se supone, “piensa” al país. Si nos abocamos a juicios de hecho, los últimos 20 años fuimos gobernados por la aristocracia de los títulos made in, cuya consecuencia no fue distinta a la de sus antepasados: perpetuarnos en la pobreza y la corrupción; lo cual no significa una maldición del intelecto sino la herencia colonial de nuestro sometimiento cultural. Los imperios educan a nuestras elites para que desarrollen nuestro subdesarrollo; de este modo, el equilibrio de ellos se logra sacrificando el equilibrio nuestro. Por eso la sociedad se vuelve inconsistente y su magra estabilidad sólo puede asegurarse desde afuera, siempre en beneficio de unas elites gestionarias de nuestro sometimiento; por eso aparece la contradicción en la sociedad urbana: niega lo que es y aspira a ser lo que no es.
Esta parte de la sociedad abraza un proyecto que nos incluye sólo como objeto de extracción, es decir, esta mentalidad abraza del capitalismo su lógica de la explotación pero renuncia a desarrollar su sociedad; no puede ser de otro modo pues ella aspira sólo a estabilizar su situación privilegiada, por eso es fiel defensora de los valores modernos: libertad de contratos y propiedad privada (los derechos del posesor y la garantía legal de sus intereses). La estabilidad imperial y mundial es precisamente la defensa de estos valores que se aseguran vía democracia y libertad, convertidas estas en recursos ideológicos que defienden estos valores que estructuran un mundo sostenido en la desigualdad y la injusticia. Por eso aparece la contradicción, prometen lo que no pueden cumplir: una redistribución más equitativa supondría poner en tela de juicio los derechos de sus privilegios y la universalidad de sus valores. Son estos sectores de la sociedad y, entre ellos, una intelectualidad educada para preservar estos valores, quienes ven en todo posible cambio la amenaza diabólica del orden. Esa es la patología del conservador: ha fetichizado un orden finito y lo defiende como divino. Más allá, dicen, está el “eje del mal”.En nuestro ámbito, el sector conservador, fiel a su mentalidad colonial, considera todo cambio como una amenaza y santifica, de uno u otro modo, lo establecido. Eso es notorio en su intelectualidad, atrincherada en un legalismo típico de una idiosincrasia pre-convencional. Lo cual es curioso, porque estos acusan a los demás de padecer una ilusión: volver al pasado; cuando son ellos quienes no saben colocarse siquiera en una situación teórica post-convencional de la ley, o sea, no están al día. Abrazan la democracia sin la disposición honesta de asumir todas sus consecuencias, por eso no hay reconocimiento de igualdad; la democracia sigue siendo tarea de “especialistas” (los administradores de los intereses de los “señores”) mientras el pueblo permanece de espectador, acatando obedientemente lo que dictaminan los “señores”, por eso la presencia del pueblo llano en el gobierno, el parlamento y la Constituyente les molesta, por eso aparece el prurito racista: “no saben leer, ni hablar, ni se bañan”. La parte de la sociedad que nunca consideró prioridades como educación, salud, trabajo, cultura, para el pueblo llano, pega el grito al cielo cuando este pueblo les muestra su propia creación. En el fondo se trata de la molestia de verse reflejado en el espejo.
La república y la democracia de cuello blanco produjo precisamente aquello que les molesta: la miseria del pueblo al cual se debían y al cual nunca sirvieron, más al contrario, se sirvieron de este para apaciguar siempre sus mezquinos apetitos.
Por eso es recurrente la histriónica defensa que hacen de la ley, de aquella ley que garantiza la reproducción de las estructuras coloniales y consagra lo establecido como divino. Esa es la constancia del fetichista: inventa dioses salidos de sus manos que adquieren poder en la costumbre idolátrica de quien deposita sus deseos en la cosa. La ley es la expresión formal de un sistema y expresa los fundamentos de este, por ello es incapaz, ella misma, de fundamentar “otro mundo”; por eso la ley defendía al esclavista y al patrón cuando los subordinados reclamaban “derechos inexistentes” para aquella ley y, mediante ella, se declaraba ilegal toda protesta y justificaba la persecución de los insurrectos (también Bolívar y San Martín, Tupac Amaru y Tupac Catari, aparecían como terroristas ante la legalidad de su tiempo). Por eso resulta contraproducente ampararse en la ley existente cuando de lo que se trata es de constituir otro orden. Ninguno de los próceres de la independencia americana podía ampararse en la ley porque esta declaraba ilegal su ejercicio; por eso los conservadores apelan a ella de modos fetichistas para justificar no sólo la estabilidad de sus privilegios sino la persecución y aniquilamiento de toda rebelión. Lo cual no apunta a una negación de la ley sino que insiste en su carácter derivado e histórico y critica una exclusiva visión que tiene de ella un cierto substancialismo medieval presente en la mentalidad colonial conservadora que arrastramos. Un nuevo orden reclama nuevos fundamentos, por eso la independencia americana se objetiviza en constituciones, sobre las cuales se levantan las nuevas naciones; pero esta independencia fue sólo formal y aquellas constituciones sacramentaron nuestra posición en el orden imperial que nació a costa nuestra. Una independencia real reclama entonces pensar un nuevo marco generador de leyes que formalicen una soberanía plena.
“Sic volo, sic iubeo, stat pro ratione voluntas”, dice la lógica de dominación: “Así lo quiero y así lo ordeno, pues la voluntad es la razón”. Es una voluntad despótica que identifica su voluntad con la razón universal. Hegel lo expresa así: “todo lo racional es real”; entonces lo que no encaja en esta razón no existe, es más, no tiene derecho siquiera a existir.
Esta racionalidad inevitablemente deriva en la inestabilidad, porque siendo la política el ejercicio de la soberanía nacional, el pueblo, para emanciparse de esa voluntad, debe luchar contra quienes supuestamente le representan. Por eso la lucha no es contra el Estado en sí, es contra el uso despótico que se hace de esta mediación política. Y si la democracia es adoptada como recurso ideológico por las elites, el pueblo persigue más bien una democratización de esa democracia. Por eso la lógica del consenso de la partidocracia era más bien una lógica de la gobernabilidad, es decir, garantizar la estabilidad de los privilegios inventando demagogias discursivas para detener toda efervescencia social. De ese modo, toda teoría política se vuelve tecnocrática y funcional a los intereses de quienes desean mantenerse en el poder. Por eso la defensa de la actual democracia es hasta emocional, porque se trata en definitiva de la defensa de un sistema que evidencia sus limitaciones en los efectos que produce, los cuales saltan a la vista y son imposibles de negar; pero ideológicamente se encubren mediaticamente estos, de modo que aparece una interpretación antojadiza y hasta cínica. Quien excluye se muestra a sí mismo como excluido y acusa a la víctima de verdugo, es decir, quien agrede impone la pasividad a la víctima, pero cuando esta reacciona entonces le acusa de ejercer violencia. Algo similar es la respuesta conservadora en la constituyente: las mayorías no pueden fundar nada porque esto significa imposición. Aquí el legalismo actúa como los candados de castidad, se trata de asegurar que nada suceda mientras se esté ausente. La deducción legalista oculta también un propósito perverso, pues mientras se estipula que no hay suspensión de la ley por no haber situación revolucionaria, se olvida señalar que no se desea cambio alguno, es más, se conduce el argumento de tal modo que se obliga a las mayorías a anhelar una situación revolucionaria, o sea, armada. El cambio pacífico queda, de este modo, clausurado por obra y gracia del sector conservador, no por el pueblo llano.Se le empuja al pueblo a acariciar esta posibilidad y cuando aparecen estos extremos entonces saltan las elites y los “medios” de sus casamatas e incriminan aquella violencia que “viene de los indios”.
Por eso la transformación proviene de los sectores más excluidos, son estos los que padecen el peso real del sometimiento nacional y estos son el sujeto constituyente: las naciones originarias. Su subsunsión en lo mismo que se quiere cambiar es resultado de la ausencia de criterios para evaluar el nuevo contexto que nos enfrenta; ese es el empecinamiento de una intelectualidad que no es capaz de cambiar sus marcos teóricos y que se aferra a paradigmas que encubren más que descubren nuestra realidad; es una intelectualidad formada para preservar el orden instituido, no para pensar otro orden más allá de lo establecido. Por eso la contradicción: adoptando acríticamente marcos categoriales que piensan todo menos “nuestros” problemas, terminan negándolos, negando así todo intento por querer cambiar algo. Es donde aparece el recurso de qué es posible cambiar en la constitución y qué no, terminando por afirmar que lo único posible es el deseo de no cambiar nada. Esta discusión es falaz, porque lo concerniente a la factibilidad (lo posible y lo imposible) es cuestión de estrategia, no de deseos circunstanciales. La doctrina Monroe era imposible en el tiempo que nace, pero su posibilidad está en el hecho de ser proyecto político y este se hace realidad un siglo después.
Lo que sí es asunto legítimo de deseo es la voluntad popular de transformación. Esta es la parte del asunto que debe ser autocrítica. Porque no puede haber tampoco verdadera transformación sin transformación
del sujeto de la transformación. Aquí es menester una crítica a la lógica sindical que pervive en nosotros. Las clases y el sindicalismo surgen de modo funcional al mundo moderno y acomodan sus intereses estratégicamente en torno a los valores modernos. Es decir, respetando el orden básico de la sociedad, usan su contrapoder con los mismos ideales que la sociedad les ofrece; de modo que, de uno u otro modo, reproducen también aquellos valores, porque en el fondo se persigue los privilegios que se les niega. La desintegración de la sociedad moderna también conlleva la desintegración de estos contrapoderes, porque ellos también asumen esa lógica; esto es notorio cuando observamos el sectarismo sindical aferrado a sus conquistas salariales como el capitalista se aferra su propiedad; más contraproducente aun resulta la tendencia conservadora de otrora sujetos revolucionarios (indiferentes ante el panorama general, sumidos exclusivamente en el apetito sectorial, apuestan por una lucha antisolidaria enfocada exclusivamente a conquistas cuantitativas, no importando si para ello se perjudique a otros; tal parece el caso del magisterio y del sector de salud).
¿Será también que asistimos a los límites históricos del sindicalismo? Eso está por verse. Pero lo cierto es que tampoco la situación de clase garantiza la virtud; que el sujeto minero haya sido vanguardia revolucionaria en el pasado no significa que siempre lo sea, con el aditamento también racista que reprodujo inconscientemente una mentalidad proletaria que sólo ve en el indio algo que “por lo menos” no se es o, lo que es peor, algo a ser “civilizado”, a convertirlo en un campesino, o sea, un pequeño burgués, o sea, un enemigo más. La lógica de la defensa de las conquistas sectoriales reproduce también la lógica de la defensa de la propiedad privada; lo cual se agudizó en el periodo neoliberal, bajo la política (sostenida también por la intelectualidad) de fragmentarizar lo social y relativizar la ética, dejando a la política huérfana de toda normatividad y reduciendo su horizonte de comprensión bajo lógicas instrumentales.
Por eso es conveniente, en este momento histórico, insistir en la re-fundación de nuestra comunidad histórica llamada Bolivia. Esa es una tarea que nunca pudieron realizar quienes administraron nuestra miseria y nunca lo harán. Esa es la tarea del pueblo llano, pero no del pueblo disperso sino de la hegemonía originaria-popular. En este caso tiene sentido entender la nacionalización como un proceso, porque más allá de los tecnicismos economicistas, una nacionalización es constituir a la nación toda en sujeto de su “propio” desarrollo. Lo cual implica necesariamente pensarse a sí misma, anticipar conscientemente su transformación desde la concomitante transformación del sujeto de esa transformación.
Que, como pueblo, estemos a la altura de este reto, es la verdadera incógnita a resolver. La derecha no sabe de historia, por eso no atina a entender que los acontecimientos históricos de trascendencia no son accidentales; por eso ve este proceso como otro cualquiera y así se amputa la posibilidad de reconocer siquiera su complejidad. Pero la izquierda tampoco está a la altura del proceso, ya sea por su reciclado eurocentrismo o porque apuesta por la “solución final”; lo cual deriva su discurso o a la apología de la gobernabilidad, inventando un “empate catastrófico” (similar a nuestro fútbol: por buscar un empate traen siempre derrotas) para justificar la lógica de los pactos oscuros, o provocar la desestabilización para acelerar su mesianismo partidario; también la falta de realismo político produce una ceguera estratégica que, comúnmente, se halla disfrazada por espejismos ideológicos. Todo lo cual se deja evidenciar en una crítica unilateral y destructiva, ya no tanto al gobierno, sino a la figura del Evo (y con él a la presencia indígena en el Estado y la Constituyente); por un lado es una crítica que señala una mala cultura política de la cual también son herederos quienes critican, es decir, en este caso, la mejor crítica es el ejemplo, pero este es el gran ausente; por otro, es una crítica esencialista que se dirige al Estado y al gobierno como al enemigo; es decir, ambos han sido previamente demonizados (similar a la ideológica fobia neoliberal del Estado), sin remedio alguno, su destrucción es lo único posible, de ese modo se amputa el ámbito de factibilidad, se confunde el norte de la acción política con lo inmediatamente realizable. Y toda esta crítica cree en su propia ilusión trascendental como lo único posible, porque permanece, sin darse cuenta, en la lógica de la dominación: la relación sujeto-objeto. Tiene todo ya resuelto a nivel conciencial y sólo le interesa su aplicabilidad, de este modo se sitúa como el observador máximo, juzgando a la realidad desde fuera de ella; es un germen también de despotismo que considera sólo aquello que le representa su conciencia, cuyo paradigma no es el consenso franco, abierto y responsable sino la imposición, de modo que su pretensión democrática entra en contradicción porque como todo ya lo tiene decidido, las “masas” sólo pueden obedecer pasivamente los dictámenes de una dirección (el pueblo, reducido a masa informe, no puede ser sujeto sino objeto). El paradigma de la conciencia, la relación sujeto-objeto y el eurocentrismo son, entre otros, el suelo donde la lógica de dominación anida sus nuevas manifestaciones.
Esos son los marcos categoriales que enceguecen a la intelectualidad y, muy a su pesar, le llevan a justificar idolátricamente lo establecido, derivando sus bríos juveniles en un pálido conservadurismo.
La falta de realismo político de la izquierda le lleva a sustancializar lo histórico, de modo que se pierde el sentido de lo que vivimos en cuanto proceso y, con ello, toda pretensión de cambio pasa por la inevitable destrucción de todo, creyendo ingenuamente que la catástrofe garantiza la imposición mesiánica de sus objetivos. Esta izquierda es también heredera de la anarquía empresarial moderna, pues afirma, sin darse cuenta, una libertad metafísica, que tiene como origen la ciencia moderna: la inercia del movimiento absoluto; ante el cual toda la realidad aparece como obstáculo de ese movimiento “libre”. Esto deriva, en la economía, al absolutismo del mercado como ordenador de la realidad, y en la política, a la disolución de todo Estado y toda ley, es decir, a la afirmación sustancialista de la libertad (el individuo enfrentado a la comunidad), mediada por una concepción filosófica moderna del sujeto que no es sino la secularización de los atributos del dios medieval. Perdiéndose lo histórico en cuanto proceso se pierde el sentido de construcción del mismo proceso; es entonces que un discurso que debiera ser hegemónico aparece fragmentarizado en el enfrentamiento atómico que, sin alcance estratégico, se diluye en el movimientismolocalista de copar todo espacio de poder. Todos se instalan en una red foucaultiana del poder, unos contra los otros, mientras la totalidad vigente reorganiza pacientemente su sistema de dominación.
Entonces la transformación no es sólo objetiva sino también subjetiva. Donde la intelectualidad es la primera llamada a re-educarse para aglutinarse al sujeto constituyente, la vanguardia del proceso (la intelectualidad nunca es vanguardia y esta es otra de las sutilezas de dominación que debe despejarse de nuestras cabezas). Esta revolución cultural será tal si produce un hombre nuevo, es decir, si la transformación es real y acontece en la subjetividad del creador del proceso. Zarate Willka expresaba esto de otro modo: “no soy letrado para pregonar con todos los tonos de la bana-gloria los positivos servicios que he hecho a la patria boliviana”. Lo nuevo también precisa de lenguaje nuevo para precisar en qué consiste su novedad. Esta es una tarea intelectual y, además, ética; porque una transformación teórica es también una transformación vital, o sea, subjetiva, y sólo puede adelantarse al proceso histórico al anticipar en su propia vida la posibilidad cierta de su realización
La Paz, febrero de 2007
Rafael Bautista S.
Autor de “OCTUBRE: EL LADO OSCURO DE LA LUNA”
Editorial “Tercera Piel”
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