sábado, julio 24, 2010

Los premios Nóbel de la Paz trabajan para la guerra

Oscar Arias Premio "Nobel"

Sergio Rodríguez Gelfenstein*

El País Costa Rica

En el libro “La Paz en Colombia”, el Comandante Fidel Castro refiere que, ante la situación de indefensión que vivía Costa Rica en 1979 por las continuas agresiones militares desde la Nicaragua somocista, Cuba mostró su disposición a apoyar a ese país con “armas antiaéreas no coheteriles, de por sí complejas, y, a la vez, apoyar a los revolucionarios nicaragüenses”. Dice Fidel que: “Esto último lo discutimos con las autoridades ticas que se sentían directamente amenazadas.

En un momento oportuno, por cada tonelada de armas para Costa Rica iría otra para los revolucionarios de Nicaragua” y, al finalizar esta idea, una frase contundente: “Comprendimos que había quedado atrás la época en que Costa Rica fue usada como base de los ataques piratas contra nuestra patria. Ahora, desde su territorio, los patriotas revolucionarios de Nicaragua recibirían ayuda”- concluye.

Los acontecimientos recientes parecen indicar que nuevamente Costa Rica se prepara ya no sólo para servir de base de ataques contra Cuba, sino contra toda la región. El acuerdo para que cuarenta y seis naves artilladas, doscientos helicópteros, siete mil hombres y diez aviones de combate Harriet, entren a territorio costarricense en los próximos seis meses como parte del convenio de patrullaje conjunto con el Servicio de Guardacostas de Estados Unidos firmado en 1999, apunta en ese sentido.

La Constitución Política de Costa Rica en su artículo 12 expresa que: “Se proscribe el ejército como institución permanente” y más adelante señala: “Para la vigilancia y conservación del orden público, habrá las fuerzas de policía necesarias”, para concluir el citado artículo afirmando que: “ Sólo por convenio continental o para la defensa nacional podrán organizarse fuerzas militares; unas y otras estarán siempre subordinadas al poder civil; no podrán deliberar, ni hacer manifestaciones o declaraciones en forma individual o colectiva”.

Este es el argumento esgrimido por quienes defienden la presencia intervencionista de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos en el territorio de un país que, durante años basó su política exterior en la particularidad que le da su carencia de ejército y la de ser amante de la paz. Cuesta suponer que la presidenta Laura Chinchilla, quien comenzó sus funciones hace sólo dos meses, armó en tan poco tiempo el entramado de este “permiso”.

Fiel a su personalidad escurridiza y doble y a su incontrolable deseo de protagonismo, el ex presidente y Premio Nobel de la Paz Oscar Arias negoció el mencionado “permiso” al adquirir compromisos en el capítulo de seguridad del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, que le generaba a Costa Rica obligaciones de hecho. Otro Premio Nobel de la Paz, Barack Obama, ha dado la orden para la ejecución del convenio.

Tal como Eisenhower dejó minuciosamente organizado un proyecto para que fuera Kennedy quien ordenara invadir a Cuba por Playa Girón en 1961, este nuevo paladín enmascarado de la guerra, estructuró el plan para que su sucesora asumiera los riesgos políticos de la alianza bélica de un país pacífico con la primera potencia militar del planeta.

Pero los antecedentes vienen de más atrás. La intervención militar de Estados Unidos en Costa Rica, se inscribe dentro de la ofensiva de restructuración de las fuerzas militares de Estados Unidos en el hemisferio occidental articulada a través del Plan Colombia, El combate contra el narcotráfico fue el instrumento que Estados Unidos utilizó al finalizar la guerra fría y antes del 11 de septiembre de 2001 para este objetivo. Costa Rica tenía un papel que jugar en este plan.

El periodista costarricense José Meléndez, en el N° 3 de de la revista chilena FASOC del año 2000, afirma ya en ese año que en un informe del Comando Sur se señalaba a Costa Rica como un país susceptible de instalación de un Centro de Operaciones de Avanzada para la lucha contra el narcotráfico. Desde esa época, el tema se ha estado considerando hasta ahora que la presidenta Chinchilla le ha dado el vamos.

El argumento utilizado es ya recurrente en América Latina. Este “Convenio de Patrullaje Conjunto” es a Costa Rica lo que el Plan Colombia es a este país. Es la continuación del programa de despliegue de las fuerzas militares de Estados Unidos a nuestro continente, que ya incluye, bases en Colombia, Panamá, Honduras, El Salvador, Antillas Holandesas y el territorio ocupado de Puerto Rico. A ello se suma la reactivación de la 4ta. Flota de la Armada de Estados Unidos en el Caribe para dar continuidad a su proyecto de cerco militar contra los gobiernos democráticos y progresistas del continente, en especial, contra Cuba y Venezuela.

Al igual que en Colombia, el subterfugio de la lucha contra el narcotráfico no resulta creíble al observar la naturaleza bélica de sus componentes militares. Por otro lado la nota oficial de la Embajada en Costa Rica especifica que dicho personal “podrá disfrutar de libertad de movimiento y derecho de realizar las actividades que considere necesarias en el desempeño de su misión, lo cual incluye portar su uniforme mientras se encuentra ejerciendo sus funciones oficiales” (pp. 33 y 42 de Acta Legislativa N° 39), lo cual es contradictorio con el precitado Artículo 12 constitucional.. Al respecto, Chris Preble experto en el tema, director de Estudios de Política Exterior en el Cato Institute, y veterano de la Guerra del Golfo habiendo servido a bordo del USS Ticonderoga (CG-47), afirma que “Uno no persigue narcotraficantes con portaaviones”, y aseguró que “la naturaleza de las embarcaciones no es propia para esta lucha”

Ante el argumento de la Presidenta Chinchilla de que las naves “entrarán bajo el mando del Servicio de Guardacostas”, el analista Juan Carlos Hidalgo del Cato Institute de Washington D.C. cita a su colega Preble, quien dijo que “eso es absurdo. Si bien tal vez alguien del Servicio de Guardacostas podría abordar las embarcaciones y permanecer en éstas durante su tránsito por aguas nacionales, las naves en todo momento serán de la Marina de Estados Unidos y permanecerán bajo el comando de ésta. Por lo tanto, se puede argumentar que su entrada a aguas nacionales contraviene la naturaleza del convenio de patrullaje conjunto de 1999. Se puede autorizar su entrada al país, pero de otra manera (una autorización a la vez por cada nave), y no dentro de un convenio que no corresponde a esta situación”.

La presencia militar de Estados Unidos en Costa Rica ha causado la repulsa de importantes sectores de la sociedad tica. En julio de 1979 ante la avasalladora ofensiva del FSLN Estados Unidos instaló tropas en el aeropuerto de Liberia en la norteña provincia de Guanacaste, fronteriza con Nicaragua, era el último intento del gobierno de Estados Unidos para evitar una salida revolucionaria al fin de la dictadura somocista, esperando el apoyo que pretendió lograr en la OEA.

La gigantesca movilización del pueblo costarricense que rodeó desarmado el aeropuerto de Llano Grande convertido en base aérea de Estados Unidos fue una extraordinaria acción de solidaridad internacional y jugó un papel decisivo para evitar la intervención militar de Estados Unidos en Nicaragua. Hoy los hijos de Juan Santamaría despliegan decenas de iniciativas para expresar su repudio a la presencia de las tropas estadounidenses en su territorio y lucharán hasta lograr el objetivo de ver a su patria libre de las fuerzas militares extranjeras.

*sergioro07@gmail.com

Locura militar

Matar por gusto

Tom Turnipseed
CounterPunch

(de Rebelion)

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

Los profesionales exitosos disfrutan de su trabajo. El Gobierno de Obama ha escogido a un guerrero exitoso y feliz, el general del Cuerpo de Marines, James N. Mattis para dirigir el Comando Central de EE.UU. El comando incluye a todas las fuerzas de EE.UU. en Afganistán, Iraq, todo Oriente Próximo y Asia central. Mattis se deleitó al decir que “es divertido matar a cierta gente” y “tened un plan para matar a todo el que encontréis”.

Matar es la clave para el éxito de acciones militares. Matar a suficientes insurgentes posibilita que las fuerzas invasoras y ocupantes de EE.UU. sometan y subyuguen a los sobrevivientes. Los verdaderos vencedores en Oriente Próximo son las corporaciones basadas en EE.UU. que quieren explotar los recursos de países ricos en energía y minerales como Iraq, Afganistán e Irán. Los mercaderes de la guerra corporativos de la industria de la defensa ganan como reyes. Suministran los instrumentos para los asesinatos, los mercenarios contratados y otros materiales, equipos y suministros derrochadores y costosos para nuestras interminables guerras contra el terror.

Mattis tiene un sólido currículo en el negocio del asesinato militar. Fue teniente coronel en la invasión de Iraq por EE.UU. en 1991, dirigió a los marines en la invasión de Iraq en 2003, encabezó el ataque de EE.UU. contra la ciudad iraquí de Faluya en 2004 y ayudó a planear el sitio que destruyó la ciudad y mató a miles de civiles iraquíes. Mattis también comandó las primeras tropas que llegaron a Afganistán en 2001.

Describiendo sus sentimientos sobre la gente en Afganistán, el general Mattis dijo: “…es una tremenda diversión dispararles. En realidad es bastante divertido combatir en su contra, sabéis. Es terriblemente gracioso. Es divertido disparar a alguna gente. Estaré ahí mismo con vosotros. Me encanta la pelea”.

El autor Ricks escribió que Mattis dijo a sus soldados que: “Sed corteses, sed profesionales, pero tened un plan para matar a todo el que encontréis”.

Según las informaciones Mattis dijo a sus soldados durante la Operación Tormenta del Desierto en Iraq: “Es la misión de cada marine en el batallón que envíe a un iraquí muerto de vuelto a su mamá”.

Tal vez el general del ejército en la Segunda Guerra Mundial George S. Patton, Jr., sea un modelo para Mattis en su glorificación de la locura militar y el placer de matar. Patton dijo: “¡Magnífica! En comparación con la guerra todas las otras formas de esfuerzo humano son reducidas a la insignificancia. ¡Que Dios me ayude, me encanta!” y “Ningún hijueputa ganó una guerra muriendo por su patria, la ganó haciendo que el otro pobre hijueputa muera por la suya”. Patton también dijo: “EE.UU. adora a un vencedor, y no tolera a un perdedor, por eso EE.UU. nunca ha perdido una guerra y nunca la perderá”. Por cierto, eso fue antes de nuestras malhadadas aventuras militares en Corea, Vietnam y Afganistán.

El secretario de defensa Robert Gates calificó a Mattis como “uno de los dirigentes en el combate y pensadores estratégicos más destacados de nuestras fuerzas armadas, y trae consigo una mezcla esencial de experiencia, discernimiento y perspectiva a este importante puesto”. Cuando se le preguntó por la retórica sedienta de sangre de Mattis, Gates hizo caso omiso de una reprimenda oficial contra Mattis y dijo que fue hace cinco años.

En Afganistán, las fuerzas de EE.UU. y de la OTAN siguen aumentando. La cantidad de estadounidenses muertos hasta ahora durante este mes es 23, con 14 muertos la semana pasada. En junio, murieron 102 soldados de las tropas de ocupación, incluidos 60 estadounidenses. 1.149 soldados estadounidenses han muerto en la guerra en Afganistán, y una cantidad innumerable de civiles afganos. No hacemos recuentos de víctimas del “enemigo” porque, como dijo el secretario de defensa Rumsfeld, “la muerte tiene una tendencia a alentar una visión deprimente de la guerra”.

Nuestra crisis económica está directamente vinculada al coste de la guerra. Cuesta un millón de dólares por año mantener a un solo soldado en Afganistán. El presupuesto 2010 del Pentágono es de 693.000 millones de dólares, lo que sobrepasa todos los demás programas de gastos discrecionales combinados –mientras nuestro déficit aumenta vertiginosamente-. Necesitamos desesperadamente dinero para crear puestos de trabajo ecológicos, reconstruir nuestra infraestructura que se desmorona y mejorar la educación.

El presidente Obama reemplazó al general McChrystal por el general Petraeus como general comandante de las fuerzas de EE.UU. y de la OTAN en Afganistán. McChrystal había hecho observaciones despectivas sobre Obama y la conducción de la guerra por su Gobierno. Petraeus era jefe del Comando Central y será reemplazado por Mattis. Obama dijo: “La guerra es algo más grande que cualquier hombre o mujer, sea soldado raso, general o presidente”.

La guerra en Afganistán es una gran perdedora. El cambio de las tumbonas para incluir a otro militar demente que piensa que “es divertido matar” no impedirá que se hunda como el Titanic. Sólo el fin de la guerra salvará a Obama.

Un reciente sondeo de ABC / Washington Post estableció que la gente piensa que la guerra no vale la pena, por un margen de 53 a 44. Un sondeo de NBC/Wall Street Journal dijo que un 62% del pueblo estadounidense dice que el país va en la dirección equivocada y que la tasa de aprobación de Obama es de 45%, con una desaprobación de 48%.

El presidente Obama fue el político más exitoso en EE.UU. que pareció encantado de ser elegido al máximo puesto en el país. El cumplimiento de su promesa de paz, esperanza y cambio habría sido exitoso. Sin embargo si no concluye la locura militar de matar por diversión se convertirá en un perdedor en 2012 y condenará a la ruina a su partido en noviembre.

………

Tom Turnipseed es abogado, escritor y activista por la paz en Columbia, SC. Su blog es http://tomandjudyonablog.blogspot.com

Fuente: http://www.counterpunch.org/turnipseed07162010.html

rCR

domingo, julio 11, 2010

¿Cómo romper el cerco del capital?

Capitalismo

Eliades Acosta Matos
Punto Final

Bertolt Brecht, en su novela Los negocios del señor Julio César, describe con aterradora exactitud la relación entre la expansión imperial romana y la decadencia de la República. “Después de cada nueva campaña había en Roma concursos y quiebras -afirmaba-. Cada victoria del ejército era una derrota de la Ciudad. Los triunfos de los generales eran triunfos sobre el pueblo… El sistema estaba corrompido hasta sus cimientos”.

Pero ya se sabe: quien lea hoy la prensa matutina no encontrará nada parecido. Más bien recibirá efluvios de una sensación de que vivimos en el mejor de los mundos, como se empeñaba en creer el Cándido de Voltaire. El capitalismo no sólo ha logrado el milagro de que víctimas y verdugos a veces piensen de manera similar, sino también de que la expresión exterior de sus crisis pasen como fenómenos aislados, carentes de relación con las bases y esencias profundas del sistema.

También se sabe: si hay desempleo, quiebras y saltan por los aires los programas sociales; si la inseguridad ciudadana y la corrupción política ascienden como mareas pestilentes; si se invaden países para derrocar regímenes “hostiles” y se quema la Biblioteca Nacional de Iraq; si los cárteles de la droga rompen el monopolio de la violencia de los Estados y les van ganando la guerra; si las elites haitianas toman seráficamente el sol en los hoteles lujosos de las playas de Punta Cana, República Dominicana, en vez de compartir la reconstrucción del país que han saqueado por décadas junto a los intereses foráneos, nada de eso se deberá asociar, so pena de excomunión mayor, con el sistema en cuyo marco sucede. Porque ya se sabe de sobra: el capitalismo es impoluto y tan inocente como un nonato. Y si algún empecinado insiste en llegar al fondo, para que pueda saciar sus ansias de justicia ahí están Tiger Wood y sus infidelidades matrimoniales. O los resultados del fútbol, el nuevo videoclip de Lady Gaga, las “revelaciones” de que Lincoln era gay, o que Ricky Martin lo acaba de confesar.

La invisibilización de lo crudo, la desconexión entre causas y efectos y la carnavalización de la realidad son las herramientas más acabadas con que el capitalismo se defiende de sí mismo. O al menos de aquellos radicales que no se contentan con los jirones que se ofrecen y van a las raíces. Que eso y no otra cosa es ser radical, al recto decir de José Martí.

El día en que, rebasando los espejismos de la prensa clientelar, logremos recomponer la dialéctica del conocimiento del mundo en que vivimos y rescatar el pensamiento crítico de las mazmorras a las que ha sido condenado; el día en que podamos derrotar a los astutos organizadores del olvido histórico y regresar a la senda extraviada de los análisis integrales, ese día empezará la agonía definitiva del capitalismo. Porque también se sabe que sin teoría revolucionaria, como dijo Lenin, no habrá revolución. Mucho menos sin calar en las entretelas ocultas de la sociedad que nos rodea.

Y habrá que empezar de nuevo, tantas veces como sea necesario.

Capitalismo para aprendices

Más allá de las luces deslumbrantes de los malls -una vez que hayamos logrado liberarnos de la telaraña con que las modelos perfectas y los famosos nos atan a la nada-, nos toparemos con un continente llamado realidad. Allí es donde mora el capitalismo real. En ese vasto territorio a medio camino entre la esquizofrenia y la vesania, es donde se comercia con todo lo humano y lo divino, se rinde culto a los triunfadores, se azuzan los apetitos más bajos, y se refocilan los canallas que posan en Forbes tras aconsejarnos cómo explotar y robar con elegancia y sin compasión.

Allí, por ejemplo, no habrá piedad para las mujeres traídas de Rusia o Tailandia, esclavas sexuales con una vida útil de apenas cinco años, tras la cual se les desecha como a muñecas gastadas. Allí se encontrará que si todo lo que tiene mercado merece ser vendido, no habrá repugnancia a la hora de asesinar niños para comercializar sus órganos y hacer felices a los padres que puedan pagar un trasplante a sus hijos. Allí morirás si no tienes seguro médico o estarás condenado a la vida de la peonada, si no tienes el dinero para pagarte los estudios. Allí muchos abogados y jueces son vampiros prevaricadores, los médicos recetan medicinas inocuas y prolongan tratamientos esquilmadores, los policías son sicarios impunes que acribillan a los rateros y camuflan las ejecuciones como “intercambio de disparos” y los generales juegan con misiles y aviones no tripulados que se ceban en las bodas y las reuniones familiares en Afganistán, fuente inagotable de “bajas colaterales”.

En ese mundo frenético y palpitante, desgarrador e impío que jamás nos muestra la CNN, es donde se transparenta el sistema. Es allí donde muestra su verdadera decrepitud disimulada con pasarelas y artilugios rutilantes. Es en esa enorme y despiadada extensión donde se le conoce y se le sorprende en un atisbo de involuntaria sinceridad. “El capitalismo vino al mundo chorreando sangre y lodo por los poros”, sentenció Marx: esas palabras podrían haber sido pronunciadas ayer.

Un manual provisional para principiantes señalaría aquellas aristas de la realidad que permiten vislumbrar el fondo del abismo que lleva a las entrañas del sistema. Veamos dos ejemplos recientes:

En Arizona se aprobó una ley que criminaliza a los inmigrantes ilegales que barren las calles, recogen las cosechas en el campo y cuidan a los ancianos olvidados por sus familiares. También se eliminan los programas multiculturales y se despide a los maestros que tengan un acento extranjero demasiado fuerte. ¿Se trata de una aberración local o tiene que ver con un sistema que ha hecho del libre mercado su fetiche, pero que jamás ha permitido de buena gana los flujos laborales libres desde países subdesarrollado? ¿Acaso para evitar estos últimos no ha inventado la relocalización de las industrias y las maquilas?

Al estallar un escándalo por las estafas del banco de inversiones Goldman Sachs saltó al estrellato el nombre de Fabrice Tourre, un banquero de apenas 31 años, graduado en la Ecole Central de París, y en la Universidad de Stanford. El “Fabulous Fab”, como firmaba en un correo electrónico de enero de 2007, ya reconocía la “inestabilidad creciente del sistema, y que todo el edificio está a punto de colapsar”. “Monstruosidad”, llamaba al esquema de estafa que le reportaba casi dos millones de dólares de ganancias anuales. Las pérdidas sufridas por el resto de los mortales superan la idénticamente fabulosa cifra de 665 millones de dólares.

En la audiencia del Comité de Investigaciones Permanentes del Senado, donde se interrogó a un glamurosamente vestido “Fabulous Fab”, el senador Carl Levin condenó a Goldman Sach y a otros grandes bancos por estar “envenenando, por contaminación, la corriente del río”. Pero, ¿acaso se trata de un flujo que haya estado alguna vez transparente y limpio? ¿Es el avispado “Fabulous Fab” una excrecencia del sistema, un desvío de su curso natural, o por el contrario, su fruto típico y quizás, más sincero; su consecuencia inevitable?

En el diario digital británico Mailonline, del 19 de abril, escribió al respecto “Ms London”, un lector descreído, impertinente quizás, uno de esos tan odiados radicales: “¿Se sienten molestos y ultrajados? Para los no familiarizados con tales procesos, adelanto la manera en que todo concluirá: Goldman contratará a los mejores abogados en la historia del universo… Hará una declaración pública de ‘vigorosa defensa’ mientras negocia un acuerdo secreto, que incluirá un gran cheque y, quizás, el sacrificio de ‘Fabulous Fab’… Después de firmado el cheque, Goldman se declarará inocente y la Casa Blanca cantará victoria… Dado este resultado, ninguno de nosotros estará más seguro ni mejor empleado… Los abogados se compararán sus Maseratis y casas para vacacionar… En tres años, ‘Fabulous Fab’ lanzará su propio fondo de inversiones. Al día siguiente, el sol saldrá, como siempre”.

En efecto, a pesar de Goldman Sach y de la estafa de turno, el sol saldrá, pero también crecerá la angustiosa sensación de que estamos expuestos a la intemperie; crecerá ese escozor moral inexplicable pero vívido a través del cual presentimos la tormenta que se nos viene encima.

Socialismo o fabulosa barbarie

El socialismo ha sido combatido con extrema saña por el capitalismo y sus epígonos, precisamente porque es eficaz y viable. De no serlo, la Humanidad habría economizado océanos de tinta propagandística, las cárceles habrían estado menos pobladas y luchar por un mundo justo y sin explotación no habría figurado entre las causas principales de muerte en el siglo XX, especialmente en América Latina. No escapa a nadie que en el caso cubano, por ejemplo, la irreconciliable posición estadounidense hacia el Gobierno revolucionario y hacia la sociedad socialista en su conjunto, es un conjuro para evitar su consolidación y extensión por la región. Más que de un caso de hostilidad geopolítica, estamos en presencia del castigo imperial contra los que osaron desafiarlo y demostrar que hay vida tras la derrota del capital rampante.

Mientras en el país capitalista más poderoso del planeta se acaba de aprobar una tímida reforma sanitaria que no garantiza el acceso a la salud a todos sus habitantes, en la pequeña y bloqueada Cuba ese derecho se garantizó hace más de medio siglo. Hoy, como recordaba Fidel Castro en una de sus “Reflexiones”, citando a dos profesores de la Universidad de Stanford, la esperanza de vida en la isla es de 78,6 años, se tiene el mayor índice per cápita de médicos y la menor tasa de mortalidad infantil, en comparación con el resto de los países latinoamericanos y caribeños. No hay nada milagroso en ello: eso, precisamente, es el socialismo.

En el estudio de los logros del socialismo, como sistema, opera la lógica opuesta a la que permite al capitalismo balcanizar y mediatizar el análisis crítico de sus derrotas y defectos. Si hay una buena asistencia de salud en Cuba, no se explicará jamás como resultado de la consecuente aplicación de políticas socialistas, basadas en formas de propiedad a favor de los trabajadores y las mayorías. Para Cuba, como para otros países empeñados en construir alternativas al modelo capitalista, los logros no serán jamás socialistas, pero los errores y derrotas, sí. Y a la hora de proponer remedios a los males, siempre aparecerá la panacea de los ajustes neoliberales, los llamados a renunciar a las utopías y sueños redentores, a reintegrarse mansamente al redil y ser debidamente castigado por el extravío.

El socialismo, a diferencia del capitalismo, es un sistema joven y potencialmente creador. Viene de regreso de una tormentosa infancia signada por el acoso implacable de sus enemigos y las enfermedades por las que atravesó, tan costosas a su propia causa. Pero aún no ha dicho su palabra definitiva; aún aportará a la Humanidad una salida verdaderamente humana a muchos de sus problemas. América Latina está demostrando que no se trata de un sistema decrépito, sino vivo. Y el término ha regresado al debate cultural y de ideas en Estados Unidos, de la mano del odio ultramontano de los neoconservadores al gobierno de Obama.

Los socialistas sabemos que muchos de los lastres de nuestra causa se deben no al exceso de socialismo en las políticas aplicadas, sino a su defecto; a la falta de audacia intelectual y práctica que nos ha hecho entregar banderas de combate como la libertad y la democracia, el cambio y la renovación permanente, a quienes en conciencia las aborrecen. Es hora de presentar batalla. Batalla de verdad. Es hora de romper el cerco estrecho. O seguiremos condenados hasta la eternidad a la fabulosa dictadura capitalista del “Fabulous Fab” de turno.

(Publicado en “Punto Final”, edición 713, 9 de julio, 2010)

rCR

jueves, julio 08, 2010

La mano de EE.UU. en el conflicto indígena

Las maniobras sigilosas de siempre contra Bolivia

Ante la delicada situación que debe manejar el gobierno de Evo Morales hay que poner en el centro de la escena la función desestabilizadora que cumplen las organizaciones no gubernamentales, manejadas por los servicios de inteligencia de Washington.

(AGENCIA PERIODISTICA DEL MERCOSUR)

La intromisión de Organizaciones No Gubernamentales (ONG`s) financiadas por USAID, agencia de Estados Unidos, que tratan de imponer agendas a los pueblos indígenas, fue denunciada esta semana por el ministro de Gobierno, Sacha Llorenti.

"En una carta del 15 de junio pasado se denuncia la intromisión de dos ONG`s: la Fundación Amigos de la naturaleza (FAN) y la Asociación Boliviana para la Conservación", afirmó el Ministro de Gobierno mostrando documentos enviados por la Central de Pueblos Indígenas del Beni (CPIB).

Llorenti explicó que los documentos demuestran que esas dos ONG`s dirigieron de manera directa la convocatoria para la movilización de indígenas de 10 Territorios Comunitarios de Origen (TCO) en contra del Gobierno, con el pretexto de encaminar el denominado Programa del Lagarto.

Las demandas indígenas que postula la Confederación de Pueblos Indígenas de Bolivia (CIDOB), por más escaños en la Asamblea Legislativa Plurinacional, causará una "sobre representación" de los pueblos de tierras bajas del país.

Asimismo, señaló que las demandas en el marco de las autonomías indígenas pretenden romper los límites departamentales, violando la Constitución, "por la que tanto ha luchado el pueblo boliviano y en particular los pueblos indígenas".

"Entonces tenemos demandas que lamentablemente no pueden ser atendidas porque violan la Constitución", argumentó.

Dijo que el gobierno tomará medidas inmediatas para evitar la injerencia y defender de "manera clara y objetiva" la soberanía del país.

"Vienen para colaborar con las necesidades que tiene el pueblo boliviano, sin embargo están siendo utilizados con otros fines que son fines políticos de injerencia y por supuesto es una actitud inadmisible", explicó.

Asimismo, ratificó que el dialogo está abierto de forma permanente, pero "un dialogo en base a la sinceridad, el respeto, la honestidad y la franqueza".

Por otra parte, Llorenti informó que ya se firmaron acuerdos con varias organizaciones, entre ellas, la Asamblea del Pueblo Guaraní (APG), que se encuentra en los departamentos de Santa Cruz, Chuquisaca y Tarija, con la CPIB y dijo que hay avances con la Central de Pueblos Indígenas de La Paz (CEPILAP).

En tanto, el gobierno del presidente Evo Morales rechaza abiertamente la consigna “amazonía sin petróleo”. "Intereses foráneos plantean consignas como `amazonía sin petróleo` y `no más pozos petroleros`, en abierta oposición a la profundización del proceso de la nacionalización y el mejoramiento de la economía nacional", dijo Morales a fines del mes pasado.

“La derecha usa a algunos hermanos dirigentes para oponerse o para pedir algunos temas que son tan profundos e innegociables: cómo es posible que todas las tierras fiscales o parques nacionales pasen a manos de algunos hermanos indígenas; que todas las concesiones madereras, una vez recuperadas, pasen a pequeños grupos del movimiento indígena en Bolivia. Siento que es una forma de oponerse a las políticas que vamos desarrollando”, lamentó.

El presidente advirtió que expulsará del país a la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), a la que acusó de financiar acciones políticas en desmedro de los avances de la nacionalización de los hidrocarburos.

“Como la derecha no encuentra argumentos para oponerse al proceso de cambio, ahora recurre a algunos dirigentes campesinos, indígenas u originarios, quienes son pagados con prebendas de algunas ONG (organizaciones no gubernamentales) y fundaciones a fin de implantar un clima de conflicto con el gobierno en desmedro del proceso de unidad que vive el país”, advirtió.

A Morales no le "temblaría la mano para expulsar a ese instrumento del imperialismo que quiere perjudicar a este proceso de cambio financiando mediante algunas ONG a algunos hermanos dirigentes sindicales del campo y la ciudad”.

lunes, julio 05, 2010

BOLIVIA: ¿QUÉ MANIFIESTA LA MARCHA INDÍGENA?

Por Rafael Bautista S.

El neoliberalismo creyó que la significación de la marcha indígena de 1990 era sólo episódica. Fue la primera “Marcha Indígena por la Dignidad y el Territorio”. Hasta el 2000 van creando, estas marchas, una nueva disponibilidad común; un nuevo sentido de nación, cuya necesidad ya se hace proyecto en Octubre del 2003: una nueva constitución, es decir, una transformación estructural del Estado, o sea, su descolonización. Si no hay constitución sin hecho constitucional y no hay hecho constitucional si no es acontecimiento nacional, se puede decir: la actual constitución es la primera constitución boliviana. Pero lo que importa histórica y políticamente no es la constitución en sí, sino el acontecimiento constitucional. Cuando el todo de la nación comparece (incluso la anti-nación), lo que comparece es la historia: el pasado, el presente y el futuro. Este comparecer es intersubjetivo y vale porque el todo de la nación se interpela a sí misma; se interpela para todos los tiempos. Por eso el acontecimiento es trascendental; allí se condensa el nuevo sentido que, en tanto proceso, va recomponiendo el sentido mismo de nación. Ese sentido aparece en las marchas que inauguran los pueblos de tierras bajas. Quienes ahora inician una nueva marcha que, en definitiva, manifiesta la aporía en que cae el Estado actual: ¿Cómo puede haber Estado plurinacional sin contenido plurinacional?

Mientras se promulgan las leyes estructurales del nuevo Estado, lo que se descubre es una reedición de (lo que llamaba Zavaleta) la paradoja señorial; el síndrome cambia de lugar y se anida en los nuevos “delfines” del sistema estatal: si antes la casta señorial era incapaz de “reunir en su seno ninguna de las condiciones subjetivas ni materiales para auto-transformarse en una burguesía moderna”, ahora parece que la incapacidad consiste en no saber reunir ni las condiciones subjetivas ni las institucionales para transformar el Estado colonial. Por eso la insistencia tenía sentido: un proceso de descolonización del Estado no pasa por una reforma social, sino por una recomposición nacional; esto quiere decir: transformación del sentido de nación como condición de trasformación del contenido político del Estado (la nación, como proyecto político tiene, al Estado, como su mediación política).

Transformación que requiere del proceso, como lugar de emanación de los sentidos que vaya adquiriendo el Estado. Entonces, profundizar el proceso no significa adecuar sus cosechas a las necesidades funcionales de la inercia estatal. Lo que requiere el nuevo Estado es un nuevo sentido político; es decir, un nuevo sentido de vida, y esto significa: vivir la vida del proceso. El nuevo contenido no emerge como efecto de su propia inercia institucional, sino del propio proceso de recomposición nacional, como base real de la nueva legitimación: el potenciamiento de las naciones indígena-originarias. Ese es el suelo (lo histórico-material) plurinacional de legitimación del nuevo Estado; sin él, lo que acontece es una pura recomposición del carácter señorial del Estado. Porque acudir a sus propias necesidades institucionales como el marco de su nuevo despliegue político, es tanto como hacer de su performatividad el contenido único del cambio. Se cambia para no cambiar nada; el cambio habría devenido en pura cosmetología (cuyo “cambio trascendental” consiste en cambiar de pechos pero no de forma de vida).

Por eso hay aporía, porque el proceso mismo manifiesta esa contradicción que enfrentan quienes se suman al proceso sin involucrarse en éste. Sin conciencia de qué es aquello que hace al carácter colonial del Estado, descolonizarlo no tiene sentido; todo se reduce a optimizar sus funciones, dejando sus fundamentos intocados, produciendo su reconstitución obligada. De ese modo, la aporía se produce, no por diverger en el proceso de cambio iniciado, sino por renunciar al propio cambio. Por eso en el proceso aparece un sector conservador: la nueva derecha nace de una izquierda que “ve” el cambio, pero no lo escucha, quiere dirigirlo pero no seguirlo. Por eso adjetiva apresurado lo nuevo que acontece; si el proceso no guarda semejanza con su parecer (su óptica eurocéntrica), lo que “ve” no es sino distorsión de éste (lo que antes eran distorsiones de mercado ahora son distorsiones del proceso). La paradoja señorial vuelve a rearticularse a partir de sus más hondos prejuicios. Zavaleta tiene razón: “Dígase a la vez que la única creencia ingénita e irrenunciable de esta casta fue siempre el juramento de su superioridad sobre los indios, creencia en sí no negociable, con el liberalismo o sin él y aun con el marxismo o sin él”.

Lo grave de aquello es que ese prejuicio es precisamente el prejuicio congénito del Estado colonial. De allí su carácter antinacional. Por eso no puede producir soberanía ni proyectar desarrollo propio; porque es incapaz de congregar y reunir al todo de la nación como su propia referencia, y hacer de ésta su carne y su contenido. En ese sentido, lo menos indicado es lo que se realiza por inercia institucional; se cree que una institución se transforma a sí misma, a partir de sus propias necesidades. Pero si sus necesidades nunca han sido las necesidades nacionales, entonces, ¿cómo sacar de aquellas una transformación de los propios contenidos que hacen a la institución? La magia no es gimnasia política y un Estado plurinacional no se deduce de la institucionalidad colonial. Ésta no puede producir aquél, y pretender aquello es, no sólo ingenuidad, sino –lo que es peor– ceguera histórica.

Lo que manifiesta la marcha (encabezada por la CIDOB) es precisamente esa contradicción. Si la reducción a 7 escaños indígenas eran una concesión a la derecha, cuando no se tenía la mayoría (negociación realizada por, entre otros, el ministro de autonomías, a espaldas de los actores, cuando de los 18 propuestos se baja a 12 y se negocia 5 más), ¿por qué ahora, cuando se logra los dos tercios en el Congreso plurinacional, se ratifica aquella depreciación en la representación indígena del nuevo Estado? Si ahora se esgrimen las leyes estructurales del nuevo Estado, ¿por qué ratificar en éstas los agravios anteriores? El modelo estatal parece no sufrir modificaciones.

La agenda que asume el gobierno ni siquiera es agenda propia sino respuesta a la propuesta de la derecha; los apresuramientos le obligan no a una más detenida transformación estructural sino a una reorganización cosmética. Porque el cambio ya no consiste en una transformación de los contenidos del nuevo Estado sino de una adecuación subordinada de lo plurinacional a las necesidades funcionales de la institucionalidad estatal. ¿Cuál es la respuesta de ciertos personeros de gobierno ante los reclamos de, sobre todo, la CIDOB? Se dice que los números (la cantidad de votos que hacen a una diputación) deben homologar una “igualdad ciudadana”. Pero esto es básicamente renunciar a lo plurinacional. Porque lo plurinacional no consiste sólo en la suma numérica de partes que componen un todo. Leer de modo cuantitativo el contenido de lo plurinacional es no haber entendido el carácter cualitativo del nuevo contenido de nación que, como plurinacional, está produciendo esta nueva recomposición de lo nacional-popular; que tiene en las naciones indígena-originarias el núcleo de emanación de la nueva disponibilidad común. De eso carece el Estado colonial, por eso siempre acaba en la legitimidad nula, porque al privarse de contenido nacional, lo que en realidad se priva es de legitimidad real.

La cuantificación reducida de muchos pueblos indígenas es la consecuencia histórica de un proceso de genocidio sistemático que inicia la colonia y continúa la república. Ahora bien, si de números hablamos pero, sobre todo, de reparación histórica que debe realizar el nuevo Estado, ¿contamos sólo lo que queda del genocidio y la descomposición como número natural?

¿En qué consiste la representación? Si la “adecuación” es el criterio de la representación, entonces lo cualitativo se subordina a lo cuantitativo, el ser humano a la cifra; porque la adecuación consistiría en adecuar lo plural de la nación a la igualación abstracta de la ciudadanía moderna. Marx tienen razón: “magnitudes de cosas diferentes no llegan a ser comparables cuantitativamente sino después de su reducción a la misma unidad”. La racionalidad del mercado es lo que organiza a la sociedad: la homogeneización del individuo es la condición de la ciudadanía. Para colmo, en esa abstracción, lo que sí se excluye son las naciones originarias; porque el Estado colonial, si pretende legitimación alguna es, precisamente, asegurando un país de ciudadanos sin indios. La clasificación social moderna es producto de una previa clasificación racial mundial, que naturaliza relaciones de dominación en estructuras jurídico-normativas; el carácter colonial del Estado prescribe entonces el modo de representación por igualación formal, renunciando a toda reparación histórica de su original clasificación perversa. Una representación de carácter cualitativo debiera entonces proponerse la reparación histórica como modo de reconstitución del contenido plurinacional del Estado. Pero si los criterios no cambian, la representación queda reducida a las estipulaciones hasta burocráticas de otro ciclo estatal.

La primera muestra de desmontaje del carácter colonial del Estado, debía ser la resignificación de la representación. Porque lo plurinacional no se reduce a la cuantificación de las naciones que lo componen, tampoco al reconocimiento (hasta tardío) de nuestra diversidad. Lo plurinacional es la constatación de que la unidad, es decir, el sentido de nación, o es común, o no lo es en absoluto; la unidad no es algo dado o algo que se impone, sino el hecho intersubjetivo del reconocimiento de todos los sujetos en tanto sujetos. Este reconocimiento no es un plus sino la condición ineludible del reconocimiento mutuo; la dignidad empieza por reconocer la dignidad absoluta del Otro, del negado y excluido: el indio. Reconocer sus derechos como sujeto significa reconocerle como persona con derechos anteriores a todo Estado de derecho. El Estado colonial nunca invitó siquiera (para ser parte del país) a quien fue hasta tributario, pero nunca perteneciente al país de los patrones; ahora, que es posible remediar aquello, resultan invitados de piedra en un Estado que pretende recomponerse sin estos.

El carácter cualitativo de la representación indígena, tenía que ver con el carácter nuevo que debía ir adquiriendo el nuevo Estado; es decir, no es el Estado el que otorga un nuevo sentido al todo de la nación sino al revés: el todo de la nación, su carácter plurinacional, es el que otorga sentido y contenido al nuevo Estado. Por eso, el cometido del Estado, el hincapié de sus empeños consiste en producir las mediaciones necesarias para que esa donación de sentido se haga efectiva. El paternalismo del Estado consiste en no saber recibir; el que no sabe recibir tampoco sabe dar, por eso sólo manda, de modo unilateral: manda mandando, no manda obedeciendo.

Para que el nuevo Estado se llene de contenido, debe recomponer económica y políticamente a las naciones que lo componen (debe dotarles recursos propios del Estado y no esperar que las autonomías indígenas dependan de otras fuentes; si no se quiere más injerencia externa, se debe cortar de inicio una situación de dependencia); no puede darse ahora el lujo miserable que se daba el Estado colonial: prescindir de la nación hasta su desaparición. Recomponer las naciones significa, en última instancia, recomponerse a sí mismo. Por eso lo plurinacional no es un agregado culturalista sino la respuesta crítica al concepto devaluado de política que desarrolla la política moderna. Lo plurinacional demanda la ampliación democrática del ámbito de las decisiones. Insistimos, lo plurinacional no quiere decir la suma cuantitativa de los actores, sino el modo cualitativo de ejercer la decisión: somos efectivamente plurales cuando ampliamos el ámbito de las decisiones. Lo excluyente del Estado colonial proviene de la reducción que hace de lo político; por eso hace del Estado de excepción su Estado de derecho; su dominación es dominación pura porque su expresión normativa, en cuanto ley, es la naturalización (racialización) de las relaciones de dominación. La privatización de lo público, como empeño neoliberal, no es más que la persistencia obstinada en reducir lo político a su mínima expresión; por eso la nación deja de existir cuando las decisiones se usurpan.

Entonces, el carácter cualitativo de los escaños indígenas no puede homologarse por abstracciones que producen falsas equivalencias que no igualan sino discriminan. Si las ciudades acopian casi todo el universo electoral, esto no quiere decir que las ciudades congreguen todo el universo nacional; es más, si una recomposición nacional tiene como núcleo de nueva disponibilidad común al campo, entonces lo coherente es potenciar ese ámbito de disponibilidad. Lo cual no significa negar a la ciudad sino garantizarle también, en lo sucesivo, su propio potenciamiento; porque la ciudad misma no es nada sin el campo. El ámbito colonial por excelencia ha sido la ciudad, en desmedro del campo. Si ahora el campo, otra vez, debe de adecuarse a las necesidades de la ciudad, a su lógica, entonces la ciudad misma renuncia a su propia transformación. Por eso, el verdadero centralismo no lo ejerce La Paz, sino la lógica de la ciudad como apropiación de toda decisión. Por eso los “autonomistas” cambas no toleran otra autonomía que no sea la ejercida desde los centros de poder; en este caso, autonomía no es descentralización sino privatización de los ámbitos de poder. El proceso de acumulación hace de la ciudad ya no sólo el centro administrativo sino adonde la producción subordina sus propósitos. Por eso, desconcentrar el poder no era (como hace la ley de autonomías) repartirlo entre gobernaciones y alcaldías, sino suprimir la lógica de privilegios que eso siempre supuso, es decir, democratizar el modo de la representación; por eso las llamadas autonomías indígenas hacían siempre énfasis en la autodeterminación, porque el carácter colonial del Estado se manifestaba en esa secuela de instancias locales que garantizaban la exclusión sistemática, haciendo de los poderes locales el monopolio de los grupos de poder (por eso hay la insistencia en circunscribir los referéndums por autonomías indígenas entre las comunidades, porque la presencia de latifundistas o ganaderos generarían siempre, si no es la manipulación de estos, el empantanamiento paulatino de los mismos).

Ahora bien, si fuera la marcha (como aducen personeros de gobierno) financiada por otros intereses, ello no debiera ser razón para aplazar demandas que no son de ahora sino hasta constituyeron bandera en la Asamblea Constituyente. La condena apresurada sólo encubre la ausente voluntad política por remediar concesiones anteriores; los 7 escaños indígenas fue otra de las tantas renuncias que significó el manoseo de la derecha a la constitución. No salió la constitución deseada, ni siquiera se pudo realizar un juicio al Estado colonial; es decir, fruto de todos los remiendos, lo que salió no podía tener un carácter acabado sino transitorio. Y esa no diferenciación es la que lleva a la confusión actual: defender a rajatabla lo redactado es renunciar a los propósitos originales, es desistir y resignar la significación del proceso a la negligente displicencia de lo ya establecido. ¿Dónde queda entonces el ímpetu revolucionario, el proceso de transformación?

La situación colonial se vuelve a reproducir; el único diálogo posible es un diálogo entre sordos y mudos. Si he desacreditado al otro, todo lo que diga no tiene sentido (política señorial ahora actualizada; antes la consigna era: “no dialogamos bajo presión”, ahora el ministro de autonomías señala: “no hay diálogo con la marcha”, es decir, el Estado nunca baja, el pueblo es el que debe subir). Esta lógica expresa al Estado colonial: el pueblo está como mudo y el Estado está como sordo; no hay simetría en el diálogo porque, además, los menos (los conformados en minorías aun por este Estado) son los vencidos, los triunfantes no tienen necesidad de escuchar, la soberbia produce discapacidades: tienen ojos y no ven, tienen oídos y no escuchan. Si los derechos (como establece la ONU) de los pueblos indígenas es ley de la nación, ¿por qué ahora el derecho a la consulta queda depreciado a su nulidad jurídico-política? Si las naciones ya no son sujetos de decisión, ¿en qué consiste su autonomía? Si uno de los pretextos es el de la alteración territorial, recordemos que la primera alteración consistió en la delimitación colonial y luego republicana del espacio territorial; lo peor, la delimitación republicana fue producto de la lectura gamonal del espacio: “éste es el origen profundo o arcaico de lo que se llama regionalismo en Bolivia, es decir, la incapacidad de vivir el espacio como un hecho nacional”. Si Zavaleta tiene razón, entonces los pueblos del oriente también la tienen.

La lectura nacional del espacio como un hecho nacional es lo que siempre han destacado en la categoría de “tierra y territorio” (el espacio como hecho vivido, de carácter transpersonal y vinculado a un todo siempre asumido); denegarles la jurisprudencia sobre el/su territorio, es negarles ser parte constitutiva de la nación misma. En el caso especifico territorial, lo que se pide no es algo aberrante sino la reversión de las concesiones forestales (en territorio indígena) dadas por gobiernos neoliberales a privados; algo que debía producir este Estado y no esperar su demanda. Si no hay pretensiones de supuesta alteración limítrofe departamental, la negativa del ministro de autonomías y del vicepresidente, parece consistir en concentrar las competencias autonómicas en las gobernaciones departamentales a costa, otra vez, de los pueblos indígenas (por eso se les otorga algo sin recursos propios). Lo que se debiera potenciar no se potencia, el nivel de los pueblos; y sí se potencia los niveles donde se rearticula la derecha. La falta de visión produce falta de perspectiva: el Estado plurinacional mismo acaba despotenciándose, pues abandona a su suerte a su propia base de legitimación (y si va negociando por separado, lo que fractura no es una resistencia, sino su propio cuerpo).

Si incluso algunas demandas fueran contraproducentes, pues el pueblo no es infalible; ello no da derecho a la desacreditación. Hemos ingresado de modo formal al Estado plurinacional pero, de hecho, no vivimos todavía en él. Nos encontramos en tránsito hacia su realización. Por eso no se puede pretender su defensa intransigente, como si se tratara del Estado plurinacional ya logrado. Desgraciadamente esa es la actitud del fetichista, cuya relación con la institución es idolátrica, creyendo que la esperanza en un mundo mejor consiste en la celebración ciega de las condiciones presentes. Por eso deviene en conservador y afirma un Estado jacobino (como ya pretende el sector intelectual del gobierno) que condena toda alternativa que no signifique la afirmación de la suya. La historia no es inocente: Robespierre mata a Danton, o sea, la razón de Estado mata al pueblo.

La institución misma es preservada a costa del propio pueblo; por ejemplo, el ministro de gobierno señala sanción ejemplar para los ejecutores del linchamiento a policías en Huanuni, pero no hay el mismo interés en investigar a la propia policía que, en aquellos hechos luctuosos, tiene mucho que ver. El proceso de autonomización del Estado es ahora lo que produce una reposición de su carácter autista; por eso se cierra y cuando sale es de modo defensivo: “USAID financia la marcha contra el gobierno”. Si bien es cierto ese tipo de intromisiones y lo más procedente es la expulsión de entidades que realizan injerencia (por eso la propia CIDOB ya le dio plazo al gobierno: que expulse a USAID en 48 horas); lo propio de un Estado soberano, ante esa injerencia, es el despliegue de operadores políticos que detecten ese tipo de intromisiones y reconduzcan posibles conflictos a una resolución anticipada (para eso existe un Viceministerio de Coordinación con Movimientos Sociales que, en los hechos de Caranavi, hizo de mirón). Pero no puede desacreditar a los actores, sobre todo si son del mismo lado de la lucha; incluso si sus peticiones no fueran legítimas. Con eso, el mismo Estado se vacía de legitimidad.

Si se descarta una demanda porque supuestamente está financiada por la plata americana, deberíamos ser más autocríticos y reconocer que muchos ministerios y ministros son financiados por la plata de la cooperación internacional (no es necesario hilar fino para llegar a la conclusión de que USAID sabe cómo penetrar esos ámbitos). Critiquemos con el ejemplo. ¿Cuántos ministerios están prácticamente cooptados también por financiación internacional? Esto conduce a la siguiente aporía: se proclama la independencia pero no se renuncia a la dependencia. Porque quienes ponen plata en un Estado no lo hacen de modo inocente, sobre todo si son países del primer mundo. Un Estado que se plantea seriamente la independencia debe de cortar el cordón umbilical que le ata al dinero proveniente de la llamada cooperación internacional; porque quien pone la plata pone también los indicadores y los criterios de en qué y cómo se gasta esa plata. El primer mundo no es inocente; gasta muy bien su dinero en desarrollar el carácter dependiente de los países pobres. Un Estado necesita recursos. Esta necesidad es aprovechada para, mediante la financiación, estructurarlo según las estipulaciones globales (su modernización); de ese modo, acrecentando sus necesidades institucionales (generación de burocracia), se provoca su dependencia crónica. La dependencia se garantiza porque el propio Estado funciona para seguir dependiendo; la misma mentalidad oenegista se transmite al Estado: ya no es la utilidad de nuestros esfuerzos lo que da sentido a nuestra existencia sino el ser útil a los requerimientos de la cooperación, ya no se busca cumplir las necesidades del país sino ofrecerse a las actividades que despierten mayor interés para continuar recibiendo “cooperación”.

El carácter soberano del Estado acaba el momento en que le cortan ayuda. Tiene soberanía frágil porque, si sus exigencias se concentran en garantizar su sistema institucional, éstas le obligan a adoptar los indicadores globales, siendo que estos vienen además financiados (por eso el presidente de la Cámara de Diputados, al reconocer en la ley judicial su “modernización”, reconoce también nuestra subordinación a los indicadores normativos del primer mundo; pues desconoce que toda normatividad es lo deducido de la eticidad presupuesta en el propio mundo de la vida, entonces, en ese afán de “modernizarnos”, lo que copiamos no es sólo leyes sino una eticidad que no es la nuestra). La dependencia es más sutil de lo que se cree. Por eso la descolonización del Estado cae en pura retórica, cuando no se sabe bien en qué consiste su carácter colonial: “el impedir la constitución de la multitud entre los indios es un objetivo no debatible de toda una sociedad edificada sobre sus hombros”. Volvemos a Zavaleta.

Si para que haya señor tiene que haber indios, ¿tiene que haber sometidos para que haya Estado? Esta aporía no la puede resolver el colonizado, porque sus anhelos no superan su condición de siervo: él también quiere ser patrón. En los orígenes de la Asamblea Constituyente, el presidente nato del Congreso, en un afán de contentar a todos, hizo posible la rearticulación de la derecha; al parecer no aprendió la lección, pues en la ley del régimen electoral no hay transformación del sistema político. Renunciar a una transformación del Estado y proponerse sólo su mejor performance, retrata la actualización de la paradoja señorial. Por eso la marcha molesta. Porque ella muestra que la paradoja está vivita y coleando, y anida en el sector conservador del gobierno. Pero el proceso no se diluye en el gobierno (o el gobierno en ciertos personajes; siendo justos, tampoco el instrumento político se reduce a la cooptación advenediza que soporta, como denuncian las bases), del mismo modo que el todo no se reduce a la parte. Este proceso empezó con una marcha de los pueblos de tierras bajas. Ahora que se inició otra marcha, ¿será que el proceso mismo toma la palabra, marchando, como reiniciando todo?

Dice una leyenda del pueblo guaraní: el pueblo no puede renunciar a la búsqueda de la-tierra-sin-mal, y si cree haberla encontrado, es el momento cuando el pueblo debe marchar de nuevo, buscando aquello que se consigue buscando: la-tierra-sin-mal. Lo que nos manifiesta la marcha es que el proceso no es algo dado sino algo que se va haciendo, a la marcha, en un país que empieza a recomponerse mirándose como lo que es, sacando de sí su proyecto propio: mirando atrás para mirar adelante. Apostar por el cambio fue un acto de fe, como dijeron las bartolinas: “Nunca más un país sin nosotras”. Ser fiel al proceso significa volver al acontecimiento, para eso volteamos la mirada: si ya no sabemos a dónde ir, hay que darse la vuelta, y ver de dónde se ha venido. Por eso nuestra historia vuelve a congregarnos, otra vez, como marcha.