sábado, octubre 07, 2006

PENSAR BOLIVIA DESPUES DE OCTUBRE


Por Rafael Bautista S.

“Cuando la posibilidad de unión desaparece de la vida del pueblo
y las oposiciones pierden su reciprocidad y conexión vital,
surge la necesidad de la filosofía”.
Hegel

Con Zavaleta aprendimos que la crisis puede constituirse en lugar privilegiado del conocimiento. Porque en la crisis se mostrarían, en toda su crudeza, las contradicciones más profundas que suceden, no sólo objetivamente sino, de modo eminente, en la subjetividad. Pero la sola constatación de la crisis no es garantía de su plena mostración; el problema no es del lado de la realidad, el problema es siempre del lado del conocimiento, o sea, de aquel que pretende conocer lo que pasa con su realidad. Por eso, el conocimiento es problema porque la crisis, por sí misma, no resuelve nada; la resolución de la crisis es asunto nuestro, o sea, es algo que se debate en el lado de la subjetividad. Nadie, después de Zavaleta, en este país llamado Bolivia, se puso a pensar sobre la dimensión subjetiva del conocimiento, es decir, nunca se produjo conocimiento, porque nunca (quienes se jactaban de conocer su realidad) se situaron a sí mismos como parte del problema; la crisis era siempre aquello que pasaba “allá afuera”, quedando la subjetividad intocada por su realidad; por eso no se producía conocimiento, porque para producir conocimiento tenía que asumirse la crisis (porque un ejercicio crítico sólo es posible si este, a su vez, ejerce la autocrítica), porque para producir conocimiento se precisaba de autoconciencia, o sea, de autodeterminación, o sea, de soberanía, o sea, de independencia mental.

Pero nuestra intelectualidad siempre fue copiona, inconsciente y acrítica, es decir, siempre se amputó toda posibilidad de pensar su país, porque asumió cómodamente su condición de objeto subordinado, condenado a la aplicación ingenua de teorías que se pensaban en otros lados para resolver todo tipo de problemas, salvo, por supuesto, los nuestros. No pensó a su país porque nunca se pensó a sí misma; porque siempre se vio con los ojos de afuera, creyendo que lo que estaba mal era su país (su gente), por eso debía de forzar la realidad a la teoría, porque la teoría siempre era perfecta, porque venía de Europa o de gringolandia; o sea, nuestra intelectualidad siempre aspiró a ser moderna, esa era la imagen que tenían de país pero, como el país no llegaba a ser eso, entonces lo que estaba mal era el país, su gente: la crisis estaba afuera, la realidad era lo malo (ella, la intelectualidad, como era el remedo de una modernidad que se asume sacrosanta, siempre estaba bien). De ese modo asumía que todo ya estaba dicho, que las teorías importadas eran la verdad y lo racional, que el país era el problema; por eso no precisaba pensar este país, sólo hacerlo encajar en lo que las teorías declaraban y normaban: lo que debía hacerse era modernizar este país.

Como nunca apostaron a pensar su realidad, tampoco se dieron a la tarea de buscar qué había más allá de esa pueril afirmación: ¿qué significa que nos modernicemos? Siempre asumieron dogmáticamente la versión europeo-gringo-occidental que se tiene de la modernidad, es decir, la versión que tienen ellos de sí mismos. Es curioso y hasta risible cómo una particularidad, como la europea-moderna-occidental, sea la única que se concibe como universal y decreta (con sus guerras) que nada ni nadie tiene “derecho alguno” (Hegel dixit) sobre ella. ¿Dónde se funda esta soberbia? La versión que tiene ella de sí misma dice que el último y más perfecto eslabón del desarrollo de la humanidad es ella misma; o sea, la versión del vencedor no podía ser otra sino la afirmación de su proyecto cómo lo racional, civilizado, verdadero y universal, porque una vez cometida la conquista del mundo había que justificar esa conquista como algo bueno y hasta justo. Una vez que la modernidad se impuso violentamente, con la conquista del Nuevo Mundo, la esclavitud y la colonización del África y el Asia, despliega una cruzada ideológico-cultural de afirmación de su proyecto como el único racional y civilizado; esta cruzada no sólo reorganiza las demás culturas y sus sociedades en torno a la producción de excedente (con el fin de alimentar al “centro” de todos los recursos de la “periferia”) sino también reajusta las ciencias, las artes y las humanidades (sus fundamentaciones últimas), de modo que todo el saber impartido irá siempre en función de justificar el orden impuesto por la civilización moderno-occidental. Nuestro lugar siempre fue y siempre será (en el “orden civilizatorio moderno-occidental”) el que nos otorgue el “centro”: proveedores de lo que les haga falta, aun a costa de privarnos de todo; porque el orden dibujado por el vencedor tiene la finalidad última de asegurar su dominio. Pero la condición fáctica del vencido no sería tan miserable si sus elites políticas e intelectuales no fueran (adiestradas en el sometimiento total) las que cumplieran obstinadamente el proyecto del “centro” como proyecto propio; de modo que estas son, en definitiva, las encargadas de llevar a cabo los planes del vencedor del mejor modo posible.

Desde la óptica del vencedor nuestra miseria es culpa sólo nuestra, la violencia que nos imponen es el resultado de la “insensata” persistencia de “no abrirnos” al mundo; el vencedor se ha lavado de toda culpa y la ha endilgado al vencido y, además, le ha puesto precio a nuestra “insensatez”, porque el uso de su fuerza debe de ser compensada después por los vencidos, o sea, después de habernos destruido tenemos todavía que pagar los gastos que les ocasionamos al movilizar sus fuerzas militares. John Locke y Bush exigen lo mismo (por eso, este último, exige que Irak pague los gastos de la guerra que el imperio les impuso), el primero es el teórico, el segundo el político, de una misma racionalidad: el verdugo nunca tiene culpa, la víctima es la culpable de todo. La modernidad es eso. Es el ejercicio de la razón con el fin de justificar la violencia y la injusticia. El nacimiento de la modernidad implica un genocidio jamás antes presenciado por la humanidad: la conquista y la esclavitud de indios y afros; su globalización ha significado siempre la violencia contra todo otro hombre que no sea blanco, por eso su desarrollo significó siempre el subdesarrollo del resto, optimizado siempre también por las elites subordinadas, quienes siempre contaron con el aval del imperio, o sea, fueron los judas que por 30 denarios venden a su países. En el proyecto expansivo de la modernidad, llamado hoy globalización, hay sólo lugar para estas elites que están dispuestos a rifar a sus países con tal de gozar ellas solas de lo que promete la modernidad: la felicidad para todos. La modernidad proclama a voz en cuello su afán emancipatorio, pero en cinco siglos de expansión (siempre violenta) el resultado es la exclusión paulatina de, ahora, el 80% de la población del planeta, sumado a ello el ecocidio al que ha conducido un proyecto de extracción de excedente (para despilfarro del primer mundo) y acumulación de ganancias. La evaluación que podemos hacer de ella es cínica si sólo contamos con la versión de los favorecidos (el primer mundo, donde las cosas “parecen” ir bien), estos siempre han sido los mismos; pero los desfavorecidos siempre han ido en aumento y, así como la tasa de ganancias se dispara, así crece la tasa de miseria que provoca la lógica de la ganancia.

Fue el Nuevo Mundo el que costeó el despegue económico e industrial de Europa; incluso la reconstrucción europea después de la segunda guerra, con el plan Marshall, fue costeado con nuestras riquezas, o sea, los excluidos del moderno-sistema-mundo siempre fueron los que hicieron posible los famosos “milagros” modernos: el “milagro” industrial, el “milagro” europeo (“milagros” que se adjudicaban ellos cuando era el resultado de la explotación inmisericorde de nuestras riquezas; o sea, el que roba, que no tiene nada, aparece de la noche a la mañana, con todo, parece “milagro” pero no lo es). Por eso quienes, en realidad, persiguen el proyecto moderno en la periferia son la elites, porque ellas aprovechan lo poco que deja el apetito de sus amos; por eso se esmeran en cumplir las políticas del “centro”, acomodarse en el orden internacional, en el exiguo lugarcito que puedan recibir como premio de sus piruetas (de mascota). Por eso el “centro” se encarga de educar a las elites intelectuales del tercer mundo, para domesticarlas en la obediencia disciplinada, para convencerlas de que no hay nada más allá de la modernidad occidental, de que toda utopía es insensata y de que “quien quiera el cielo en la tierra sólo logrará el infierno”; por ello son ellas las encargadas en denunciar a los “utópicos”, a los que buscan lo “imposible”, a aquellos que no desean este mundo sino otro. Por eso el discurso más conservador se encuentra en nuestra propia intelectualidad; son ellos los guardianes celosos de la “razón”, de lo “sensato” y de lo “posible”. El único mundo “viable” es este y para defenderlo están dispuestos a “tolerar” la injusticia, la miseria y la violencia; no importa la tasa acumulativa de miseria, porque esta aparece en sus anteojos modernos, como simples costos, cifras en rojo, de las pérdidas ocasionales que supone todo negocio.

Para la elite intelectual el asunto siempre sucedía afuera, pero ella misma nunca era motivo de evaluación; por eso todo lo que hacía parecía una encomienda hecha de afuera, porque nunca sabían qué pasaba adentro. Su cabeza estaba en otro lado aunque su cuerpo padeciera la crisis que se negaba a asumir como suya. Le exigía a la realidad comportarse según la teoría, fiel al modelo moderno de ciencia: la realidad es objeto, o sea, lo puesto por el sujeto, su representación, hecha a imagen y semejanza suya. La idea que tienen de realidad es lo que ha de imponer como lo real porque, como dios, el orden de la perfección está en la idea y la realidad, como objeto, es lo que contiene la idea. Por eso, desde la física clásica, la abstracción del espacio hace concebir un espacio homogéneo y libre de todo rozamiento, eso traducido a las ciencias sociales lleva a la idea de considerar todo espacio social como igual y todo desarrollo como lineal y único; la falacia desarrollista considera entonces que todo camino debe de ser el seguido por Europa y, si no es a las buenas, entonces a las malas, porque el mito del progreso infinito es una seducción ante la cual no se puede resistir. Los seducidos acaban enceguecidos y son incapaces de advertir siquiera el precio de tal infinitud. El precio es más caro fuera del primer mundo, porque aspirar al proyecto moderno significa negar lo que uno es. La modernidad, para ser lo que es, tiene que negar todo lo demás; la modernidad es el único proyecto civilizatorio que precisa negar todo otro proyecto para imponerse, por eso niega el pasado, confinando todo pasado a algo ya superado y condenándolo definitivamente al olvido, así aparecen otras culturas y civilizaciones como “atrasadas”; ella es la única que promete el futuro y se arroga el derecho de señalar “su” futuro como lo bueno para todos. Estrategia recurrente (como la globalización), ella pretende reunir a todos en una confraternidad, cuando, en realidad, desecha a los sobrantes del mercado moderno (el 80% de la humanidad) al limbo de la miseria; en la globalización se abren las fronteras para el capital, pero se construyen muros para la gente.

Nuestra intelectualidad nació con complejo de inferioridad, por eso nunca estuvo a la altura de su realidad, de su pueblo, de lo que producía su pueblo; por eso nunca estuvo en condiciones de comprender la crisis, porque ella misma era inconsciente de su propia crisis. El asunto era y siempre fue: ¿cómo es posible superar la crisis?, o sea, ¿cómo recuperarnos de la crisis?; porque crisis siempre las ha habido, el problema es ¿cómo enfrentamos las crisis? Si suceden las crisis es porque algo así como el dolor (que no ha sanado) regresa en forma de trauma, y regresa porque su negación no hace sino abrir más la herida. Lo que se manifiesta en la crisis es un grito que manifiesta el dolor de algo que no ha sanado; este es quien toma la palabra o, dicho de mejor modo, se hace proto-palabra, origen de todo discurso. El dolor nos puede indicar el origen de nuestra herida. Por eso en el dolor es que buscamos la razón de su presencia, por eso no puede considerarse como algo que nos viene de afuera. La crisis es algo que nos acontece. Estar a la altura de la crisis significa estar en condiciones de asumirla, sólo así se estaría en condiciones de superarla.

Pero no es la crisis, en sí, lo que preocupa, lo que preocupa es nuestra recuperación. Mientras la enfermedad sucede, el organismo vivo acude a todos sus medios para superarla; para ello incluso los anticuerpos desarrollan el conocimiento necesario para reconocer agentes extraños y los modos para rearticularse y recuperarse como un todo frente a los desajustes que provoca una enfermedad. El conocimiento es aquella mediación que procura nuestra recuperación; toda medicación supone conocimiento y todo ello se hace siempre en vistas a preservar la vida, porque ella es fundamento de toda posibilidad posterior. Un cuerpo enfermo que da signos de inestabilidad, hace lo necesario para despertar a las funciones conscientes para que se hagan cargo de la situación; por lo general el cuerpo, cuando se trata de una dolencia menor, es capaz de agenciarse los medios para contrarrestar la enfermedad; pero cuando esta es general y afecta a todas las funciones entonces busca los medios para despertar la conciencia y hacerla responsable de lo que sucede con el cuerpo (como la conciencia no es una entidad fuera del cuerpo ella también carga con los efectos que produce un cuerpo enfermo). La intelectualidad debería cumplir esa función, porque se supone que es la parte consciente del cuerpo social. Pero una conciencia que se concibe al margen del cuerpo, cree que puede realizarse autónomamente prescindiendo del suelo vital que hace posible su existencia. El llamado pensamiento indoeuropeo (del cual ya se tiene serias dudas, porque resulta nada más que un invento del romanticismo alemán del siglo XVIII), aquel que se sofistica en la Grecia de Platón y Aristóteles, que es adoptado por el occidente moderno, concibe al hombre separado en dos: alma y cuerpo, siendo el cuerpo lo prescindible y el alma lo humano por eminencia. Allí se fundamenta la separación, también, del cuerpo social, donde la parte intelectual no tiene nada que ver con aquello que le es prescindible, el nivel del cuerpo, de lo material (ya sea como origen del pecado, de los deseos y las pasiones, aquello que debe de abandonarse para alcanzar la ataraxia, o sea, la serenidad, lejos del ruido de la vil multitud). Cuando el cuerpo ha sido devaluado (ya en plena modernidad) a “res extensa”, a mero “accidente” en el espacio, se está fundamentando por qué es bueno separarse de él; eso llevado al plano político deviene en la separación del cuerpo social: gracias a la razón, el sujeto estaría en condiciones de salir de la “caverna platónica”, de salvarse solo, para aspirar a la vida contemplativa, donde, como un alma sin necesidades (esto dice un individuo cuyas necesidades materiales están ya aseguradas), atendería a la comunión con el “reino de los valores” (un modo de decir el aspirar a ser como dios).

La modernidad intenta, de ese modo, anular todo posible compromiso con la “mera necesidad” de los demás, porque su fin último es la libertad (del uno, del yo, del sujeto). Ser libre significa estar libre de toda sujeción, o sea, de toda responsabilidad. La libertad moderna aspira a ser lo que es sin ninguna restricción; es la libertad del capital de reproducirse sin restricción alguna, imponiendo su “libre voluntad” a los Estados, quien no debe intervenir su reproducción sino, más bien, debe limpiar todas las anomalías (seres humanos y naturaleza) que se presenten obstaculizando la realización de la libertad del capital: el parásito no quiere molestias mientras chupa la sangre de sus víctimas. La libertad como principio funda la irresponsabilidad, porque se trata de una libertad ontológica, se afirma la libertad del ser, como principio de la acción, ante la cual todo obstáculo aparece como negación de libertad; se devalúa la posibilidad de la libertad, porque las libertades (que buscan su realización) se oponen entre sí, de modo que la estabilidad sólo se logra cuando una se impone a la otra (la razón moderna justifica la realización de su libertad como lo racional, devaluando toda otra libertad como enemiga y honrando, de ese modo, a sus ejércitos para cumplir la aniquilación del enemigo); esto se traduce en la libertad del beneficio privado siempre a costa del beneficio público. La libertad moderna, que se postula única y verdadera, se siente siempre amenazada por otras libertades, que tuvieron que ser suprimidas para que esta se presente triunfante como la única posible; por eso la política se reduce a la astucia, la ética al interés, porque se trata de defender la libertad del ser, su libre y aplanadora expansión que hoy se traduce como globalización. Es libertad de uno a costa de la libertad de otro, o sea, no es posibilidad de libertad sino afirmación de “una” libertad.

Es libertad incluso del cuerpo, apetencia por concebirse como alma separada del cuerpo, cuyo lazo existencial es mejor romperlo para acceder a una vida angelical; en términos seculares, el intelecto es el medio para acceder a las comodidades, siempre seductoras, que brinda el poder. El desprecio por el cuerpo social se hace evidente en una intelectualidad que apuesta a describir lo que pasa sin involucrarse con nada. La crisis sucede allí afuera, porque adentro se está bien; pero cuando la crisis trata de invadir nuestra privacidad entonces nos volvemos defensores acérrimos de nuestra comodidad; por eso los ataques virulentos de la intelectualidad ante los gritos del cuerpo enfermo que manifiesta la crisis. Porque se trata de defender la estabilidad, el ser que, en suma, es la totalidad del moderno-sistema-mundo que nos enfrenta en toda su indiferencia ante la crisis: nuestra miseria crónica y centenaria, que es el precio de la estabilidad del ser. La libertad del ser es por eso, defensa en el permane-ser, el inter-es en po-seer, en continuar siendo lo que es, en mantener el mundo tal cual es. Por eso no se trata de superar la crisis, sino de mantener-se en ella, porque la crisis es su normalidad (la imposición de la libertad del ser) y su normalidad se impone como lo obvio, de ese modo se diluye su gravedad (siempre ha habido pobres y siempre los habrá, hay nomás que tolerarlos). Por eso la modernidad hace de la crisis su forma de vida, como la medicina para los pobres recurre a los calmantes para postergar el dolor hasta donde no se pueda más. Como la modernidad es aquel proyecto civilizatorio por subordinar todas las relaciones humanas al capital, entonces esta tiene necesariamente que ocasionar desajustes irremediables que llevan al dolor crónico. Cuando se habla de los desajustes medioambientales, de la miseria creciente, se está haciendo mención de lo mal que se está; sin embargo, en el discurso del ser, lo que se muestran son las cifras de las ganancias, que siempre están en ascenso y a eso llama estar bien, o cuando se dice que se está mal se habla cuando las ganancias no son las esperadas y por eso se interviene, se interviene a los pobres y a la naturaleza (a los recursos) para generar siempre más ganancias. La conciencia de un cuerpo no tiene otro cuerpo a donde irse y descansar en paz de los achaques del cuerpo. Pero el intelectual sí tiene dónde irse, por eso aspira a recrearse la imagen de un cuerpo que ingenuamente cree que es el que debiera tener, por eso aspira a ser moderno y vivir en New York, Paris o London, y si no se puede, entonces hace lo posible por imitar esa forma de vida. Educado en la escisión, cree ingenuamente que ha nacido en un cuerpo equivocado y ansía siempre regresar al cuerpo al que ve como cuna y madre, como padre y como simiente: el occidente moderno; por eso se desvive en aplicarse en los mass media, defendiendo acérrimamente la institucionalidad, porque hay que preservar la institución, aunque debamos de desaparecer todos, porque lo instituido es lo que es, el permane-ser de lo que es, y este es el fundamento que no están dispuestos a tocar, porque lo que es, es lo real, y todo aquello que no es, es irreal, insensato e irracional.

Por eso nunca se está en condiciones de superar la crisis. Porque, en última instancia, se trata de per-se-verar lo que es, lo que en cinco siglos se ha constituido como lo único posible. Pero esa única posibilidad fue posible aniquilando todo aquello que no encajaba con el patrón de vida moderno-occidental; y siempre se ha jugado en esos términos: la riqueza del primer mundo siempre significo nuestra miseria, el desarrollo de ellos siempre fue posible gracias a nuestro subdesarrollo. Nuestra crisis siempre la costeamos nosotros siguiendo las recetas que, sumisamente, las aceptamos, porque nos creímos el cuento de que lo que viene del norte es, sólo por que viene de allí, verdadero. Por eso hasta pagábamos, y muy bien, a aquellos que nos enseñaban a optimizar nuestro subdesarrollo, a hacer más crónica nuestra enfermedad, a convencernos de que nuestra cura era perjudicial para nosotros mismos, que nuestra condición no podía ser otra que seguir siendo enfermos hasta que, por bendición divina (el dios al que se postra Bush), nos regale, por un acto de misericordia, la muerte.

Por eso nunca, en realidad, nos dedicamos a pensar el por qué de nuestra crisis; por eso despreciamos siempre a aquellos que gritaban nuestro dolor, porque de tan dopados que estábamos (por las teorías de moda, que nos preocupábamos de aplicar), nos acostumbramos al dolor que deshacía nuestro cuerpo mientras nuestros delirios nos hacían creer otras cosas. Se trata ahora de despertar, de superar nuestras adicciones y, por vez primera, pensar en serio, y como se debe, de modo radical, el por qué de la crisis; porque las crisis suceden como consecuencia de algo que originamos, conciente o inconcientemente, y que ahora enseñan sus consecuencias. Sólo siendo conscientes podemos producir autoconciencia, sin la cual se hace imposible hacer frente a la crisis. Por eso, lo que interesa es el modo cómo hacemos frente a la crisis. Hay que entrar en ella, encarnarla y auscultarla como algo que nos sucede y no como algo que está allí afuera con los que pernoctan a la intemperie. En definitiva la crisis la sufrimos todos, pero en el ámbito donde supuestamente se piensa (la intelectualidad) está la tarea de explicarnos el por qué de la crisis. Si hay quienes están dispuestos a dar sus vidas por mostrarnos la gravedad de la crisis, lo mínimo que se espera de ese ámbito es pre-ocuparse de lo que nos acontece a todos; porque lo grave es la muerte paulatina de los excluidos y a esa gravedad le corresponde otra: la desidia del ámbito intelectual por aquella gravedad. Cuando se dice que los intelectuales no sirven para nada, lo que se dice es que estos andan ocupados en cuestiones que no tienen nada que ver con lo que realmente pasa en este país. Andan en elucubraciones que más parecen las cuitas de un robinsón sin madre y sin patria, hablando sin sustento real e histórico, imaginando problemas que más parecen los de allá que los de acá. Imaginando un país a imagen y semejanza de Broadway esquina Wall Street.

La crisis que ahora nos acontece viene ahora con la amenaza de la desintegración. La amenaza es simple: si se pretende hacer frente a la crisis entonces atengámonos a la desintegración. El empecinamiento del adicto es tal que está incluso dispuesto a acabar la vida de los demás con tal de seguir gozando en su adicción. La adicción es la apuesta crónica de nuestras elites por el sometimiento; sometiendo a nuestro país al poder imperial aseguraron centenariamente sus exiguos beneficios y simplemente no están dispuestos a renunciar a ello. Por eso defienden lo dado, lo que es, guareciéndose bajo la sombra de la ley, la institución, porque ellas defienden y aseguran sus disfrutes. Por eso apadrinan el discurso ideológico encubridor de la diferencia, la diversidad, la multiculturalidad, el respeto a las minorías, el respeto a la ley, etc. Todo esto suena bonito, como también sonaba bonito los ecos wagnerianos de los desfiles nazis. Lo curioso es que todos esos discursos nos conducen a la escisión, a que, por el hecho de ser “diferentes”, no hay lugar para la unidad. Cuando se exacerban las diferencias es que se ha perdido el referente por el cual nos reconocemos como hermanos. El modelo neoliberal persiguió eso y al parecer logró uno de sus objetivos: desordenar de tal modo las relaciones sociales que impone un único modelo, el interés privado, el sálvese quien pueda, donde todo hermano se devalúa a la condición de competidor y, por tal motivo, se vuelve mi enemigo. El discurso de la escisión es el que ahora hay que descomponer para mostrar, ya no sólo sus incoherencias lógicas, sino sus incoherencias históricas y hasta racionales. Porque se pretenden racionales cuando sus discursos no son otra cosa que la amenaza y el chantaje disfrazados de buenas intenciones; sumado a ello la amplificación seductora que se encargan de ornamentar los mass media. La crisis se hace más grave cuando frente al discurso de la escisión hay sólo la impotente rabia de presenciar otra vez afanes divisionistas que vienen de adentro.

Como los comités cívicos. Estos nacieron bajo el amparo de regimenes de facto, como el de Banzer; fueron siempre entidades ciudadanas de los grupos de poder (establecidos además por costumbres todavía coloniales, como la agrupación de familias destacadas, de la comunión de apellidos de alcurnia, cuya dedicación principal era la vida social, donde la política se desprende como el ámbito de influencia recíproco con el poder), cuya comprensión de su pertenencia fue siempre pueblerina, es decir, de la exposición plazolesca de su posición social, del alarde telenovelesco de su vida social, donde nace aquella manía de someter la vida pública al dictamen del mundillo de la farándula. La reacción actual que muestran es la típica irritación que muestran los patrones ante la insolencia de sus criados; en Santa Cruz es eso evidente, sobre todo cuando enciende uno el televisor y tiene que tragarse todo un aparato mediático destinado a remover la fibras pasionales de un público fanatizado; el apantallamiento enceguecedor de una aparente bonanza, que moviliza a los que creen en tal beneficio a la defensa de algo que denominan “forma de vida”, siendo nada más que el remedo siempre ridículo de querer parecerse a Miami (si Miami ya es ridícula, la ciudad de lo frívolo, de la farándula, imagínese su remedo).

O las prefecturas. Estas son las otras tantas hueras carreras inventadas para regalar poder a los subalternos de los jefes (otra constatación risible: ahora hasta los jefes se pelean por las prefecturas); desde ellas ahora se amenaza (de modo torpe y hasta chabacano, como el prefecto de Santa Cruz) al resto del país, no porque ese poder actúe con eficacia y talento, sino gracias a la magnificación que le asisten los mass media. O sea, lo que dicen y no dicen, es más la bulla mediática que algo sensatamente construido, digno de ser discutido, por eso el tono de la amenaza, porque es necesaria cuando no se tiene argumentos, por eso el miedo diseminado como advertencia, porque cuando no hay razones sobran las infamias, por eso defienden a sus brazos armados (la juventud cruceñista, por ejemplo) mientras dicen defender la paz. Pero la parte visible no es, precisamente, la que maneja los hilos de la situación. La apariencia, en este caso, resalta a los comodines, pero no al juego ni al que juega. Y aquellos alaridos en contra de la constituyente muestra una idiosincrasia que no quiere trasformar nada sino con-ser-var lo dado, lo que es, lo que no se puede tocar. Y es afán separatista porque es un afán producto de la impotencia, por eso se conforman con la parte, porque saben que el todo ya no está en sus manos (tal vez por eso, a la hora de imaginar su nueva agrupación patronal, optan por una sigla que demuestra su inseguridad, PODEMOS parece un slogan de aquel que tiene serios problemas de impotencia); desde octubre del 2003 este país se les fue de las manos, por eso reculan y amenazan, porque ya no pueden construir hegemonía a partir de su propio discurso (neoliberal), por eso se escudan en demandas manipuladas desde sus intereses, como la autonomía; que de haber sido una propuesta en origen indígena, ahora es el camuflaje formal de una persistencia: ser modernos.

La elite, sobre todo camba (el sector con-ser-vador, reaccionario por antonomasia), quiere ser moderna. Ese afán no precisan ocultarlo, precisan ocultar otro tipo de ambiciones para construir todavía hegemonía. Por un lado se afirman legalistas y constitucionalistas y demandan el respeto al orden establecido, porque en el fondo no quieren cambiar nada y les produce nauseas la sola denominación de originaria de la Asamblea Constituyente; la lógica es simple, una asamblea derivada del poder ya constituido no puede cambiar nada y todo sigue como siempre, donde los pocos tienen todo (para ofrecerlo al capital transnacional) y los más no tienen nada. Afirman la ley y la institución como sagradas y nos llaman a postrarnos ante ellas, a sus ídolos, hechuras de mano de hombres, que en sus bocas aparecen como obra divina, imposibles de tocar. Por eso pegan el grito al cielo cuando se quiere cambiar las leyes, porque son idólatras, porque han creído el mito de la modernidad: No hay más utopía que la modernidad, pero ya no es utopía, es lo real, y toda otra utopía es diabólica, porque la modernidad se concibe a sí misma como lo bueno y lo racional, como el reino de dios en la tierra, que ha bajado de los cielos en forma de futuro, donde todo es posible gracias a la ciencia y la tecnología. Por eso se persigue toda otra opción como “enemiga de la libertad” (de la libertad del capital) y se denuncia toda pretensión de justicia como “terrorista” o “populista”. El ataque virulento del que no quiere que cambie nada acude por eso a las fibras pasionales de los individuos, sembrando en sus cuitas cotidianas el miedo y la incertidumbre.

Si la economía neoliberal persigue inconscientemente la destrucción de hombre y naturaleza (porque los considera infinitos), es porque la modernidad como proyecto siempre se impuso destruyendo la forma de vida del lugar donde se reproducía: la conquista elimina a todo aquel dispuesto a defenderse, luego establece una elite local que reorganiza la sociedad de acuerdo a la lógica moderna (para servir al “centro” ella se constituye en “periferia”) y, por medio de la educación, inculca sus valores a sus dominados para que ellos reproduzcan la dominación de modo autóctono; de ese modo, aparece la dominación como algo “normal” y la miseria en la que se encuentran como algo “natural”, tendiendo como única salida la “falacia desarrollista”, seguir el camino que manda el occidente moderno, pero como en ese camino nuestra aventura termina desarrollando siempre al centro, entonces resulta que sólo logramos el subdesarrollo, entonces aparecemos como problema para nosotros mismos, somos “incapaces” por “naturaleza”. El verdugo nunca tiene la culpa. Ya no es Pilatos quien se lava las manos, ahora es Jesús quien se las lava.

La desunión es el programa de vida que instauró el proyecto del “centro” moderno para su “periferia”; el individualismo y la libertad como principio (todavía) les es pertinente a ellos, que viven a costa nuestra, pero es nefasto para nosotros. Ahora ellos proclaman la diferencia para diversificar el mercado: nuevos productos, nuevos mercados. También lo multicultural expande el mercado. Son los modos para subsumir lo otro en lo mismo, es decir, de convertir todo en mercancía, de objetivar en mercadería las culturas dominadas para el disfrute del “centro” (la naturaleza en “objeto” del turismo, para la distracción ajena; como nos condenamos a no producir entonces nos conformamos en servir). Pero no se lucha para ser diferentes, porque de hecho lo somos, se lucha para que no haya diferencias injustas. Porque no toda diferencia es buena. Si llevamos a sus últimas consecuencias el discurso de la diferencia descubriremos que hasta el violador puede esgrimir el “respeto” a su diferencia. Esta argucia es la que ahora despliega un trasnochado postmodernismo que relativiza todo, de tal modo, que nada es verdad ni mentira y todo es del cristal con que se mira; es decir, si todo es relativo, la injusticia también lo es y no hay criterio por el cual se puede saber si realmente existe injusticia o no, como tampoco se puede hacer caso a las demandas de los pobres, porque ninguna palabra es fiable (porque todo es relativo) y, si son pobres, es porque son “diferentes”, porque no optan por el modo de vida emprendedor del empresario moderno, así que si son pobres es por culpa enteramente suya, y si culpan al poderoso de su pobreza, es lo que ellos dicen, porque el poderoso dice otra cosa, así que hay nomás que “tolerarlos” y aprender a vivir con las “diferencias”, porque todo se diluye en estas y el mundo resulta una masa fragmentada sin posibilidad de re-unión, porque todas las “diferencias” son inconmensurables.

Pero el problema para nosotros es cómo afirmar una unidad siempre resentida por nuestra descomposición comunitaria. Cuando todo se disuelve en oposiciones sin reciprocidad, nos damos cuenta que necesitamos fundamentar de “otro” modo nuestra forma de vida; porque desde la fundamentación moderna no somos nada y para ser algo tenemos que ser lo que dictamina el “centro” que seamos. En ese proyecto siempre apostamos por ser aquello que no somos y negamos lo que realmente somos: la “otra cara” de la modernidad, la “cara negada”; porque ellos afirmaron su subjetividad (como libre y racional) a costa siempre de la nuestra, de la devaluación y negación de nuestra subjetividad. La subjetividad moderna puede entenderse como la experiencia de un hidalgo, un hijo de alguien que, de saberse nada, aparece adquiriendo el señorío absoluto se saberse amo y señor del mundo; para lograr eso tenía que constituir a “otro” en inferior, frente al cual, que ahora es nada, él aparece como todo, aquél es inferior, él es superior. Filosóficamente se expresará esto de modo rotundo: él es el ser, aquél el no-ser, él es sujeto, aquél objeto; por ello, si quiere ser “algo”, tiene que ser lo que el sujeto im-pone que sea: un objeto. Por eso ahora la fundamentación no puede partir del ser, porque eso es lo constituido por el occidente moderno como lo que es. Por eso se habla de una fundamentación trans-ontológica, porque la ontología es todavía la comprensión que el ser tiene de sí y de sus entes. Por eso es necesaria la filosofía, porque lo más sofisticado del occidente moderno tiene que servirnos para desmontarla del todo y atravesarla, para mostrarle que su pretendida universalidad es sólo el desarrollo de su particularidad, que los fundamentos de los cuales parte hacen posible una relación (no la mejor, con el hombre y la naturaleza, y esta ocasiona desajustes cada vez peores) que ya no es posible seguir. Es decir, pensar también con la modernidad más allá de la modernidad. En nuestro caso, el desprecio que nos propinamos nos llevó a negar lo único que teníamos y desde lo cual podíamos construir algo digno. Este desprecio ha sido centenario y es el precio que pagamos por nuestra ceguera. Nuestra constitutividad estaba dada también por el alimento, la medicina y hasta el paisaje; negando aquello no hacíamos sino partirnos en dos, vivir una doble vida, donde la parte auténtica la matábamos cada día y es la parte que nos podía ayudar a vivir de mejor modo. Cuando nos mataba de a poco la medicina moderna, era la medicina tradicional la que nos salvaba, pero ni aun así la valorábamos. Esa medicina nos concibe de modo holista, porque el cuerpo, como la sociedad y el mundo y la realidad es un todo relacionado, de modo que lo que sucede en alguna parte afecta al todo. Por eso nos comportamos, sin darnos cuenta, como comunidad, porque no somos nada en la soledad solipsista del que se cree amo y señor y cree que no le debe a nadie nada de lo que es, que todo se lo debe él a sí mismo. La crisis más grave venía por ese lado, el no reconocerse como parte integrante de una comunidad que se constituye en unidad y no en la escisión continua sin posibilidad de re-unión. Ahora nos queda pensar la re-unión, la integración comunitaria de nuestra esperanza, de nuestro futuro y nuestro pasado; para ello hay que pensar nuevos fundamentos, esa es nuestra tarea, de nadie más. Y también tiene que hacerse desde el ámbito intelectual, para dignificar en algo ese ámbito tan deshonrado. En el transito que hace un pueblo en su liberación, el intelectual es como el vigía que cumple la función de alertar de algún riesgo o prevenir algún obstáculo o encontrar las sendas que conduzcan al camino señalado por el pueblo. Todo oficio se dignifica por su propósito y el propósito real de todo oficio es el servicio que este presta a los demás, sobre todo a los más necesitados. El oficio del intelectual será otra vez digno si está al servicio del pueblo, recorriendo juntos el camino, produciendo conocimiento sobre los sentidos propuestos y deseados, porque la realidad es, siempre y en primera instancia, la proyección de las utopías humanas.

Rafael Bautista S.
Autor de “OCTUBRE: EL LADO OSCURO DE LA LUNA”
Ed. “Tercera Piel”, La Paz, Bolivia.
rafaelcorso@yahoo.com
La Paz, 4 de octubre 2006

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