Por Rafael Bautista S.
de todos estos logros,
que se los hace pagar a gente que está muy lejos
de la metrópoli y dista muchísimo de su opulencia?
¿Tiene la sociedad opulenta conciencia
de lo que está haciendo, de cómo está propagando el terror
y la esclavitud en todos los confines del globo?
Herbert Marcuse
En el fondo (donde las aguas estancadas despiden su verdadero hedor), la pretensión del sector conservador (la oligarquía pues, activa y pasiva), encierra todas sus opciones a una sola; porque ella misma se ha condenado (gracias a su desidia de construir un proyecto propio) a una falsa dicotomía: “modernidad o barbarie”. Por eso no aspira sino a ser “moderna”; porque más allá de ella no ve nada. Y, como no ve nada, entonces se entiende la contraofensiva que protagoniza este sector (ya no sólo empresarial, también intelectual). Como toda alternativa es, según ellos, irracional, lo único posible (en su “tiny bit of vision”, dicho en su lengua, para que nos entiendan) es persistir en el afán de ser “modernos”; esto traducido en
Porque desde sus dioptrías “made in” no apareciera nada más allá del proyecto “moderno”, es que (ante tanta “demencia irracional”) se muestran a sí mismos (en las pantallas mediáticas, auspiciadas por las transnacionales) como héroes de una tragedia que ya el inquisidor del siglo XXI, Vargas Llosa, denunció como “peste de estupidez”. Las pestes, en el siglo XV y en el XXI, se controlan por un solo medio: la erradicación; y esta, “aunque duela, salva de la muerte” (como ya dijeran Gabriel Rene Moreno y Nicomedes Antelo, “célebres patricios cambas”, que así describían la necesidad de acabar con los indios de este país), porque la muerte que provocan las nuevas pestes (“demagogia populista”, “fundamentalismo indígena” y demás chuscadas de aprendiz de brujo) son más graves, porque ellas no matan gente (cosa que poco interesa) sino instituciones abstractas que, hoy en día, valen más que la vida de todos (“fiat iustitia perea mundis”, o sea, secularizadamente: “que se haga la ley del mercado aunque perezca el mundo”).
Y el mundo al cual se refieren es este país, el que nos tocó como cuna y como destino. Si debe perecer ese mundo es porque es ese mundo el que está mal (no ellos ni sus ideas importadas). De ese modo nos pretenden explicar el “atraso centenario” que pesa como una maldición sobre nuestra mediana idiosincrasia: no habría “desarrollo” porque no habría posibilidad de “modernización” mientras el elemento indígena esté presente en nuestra subjetividad. Hasta la revolución de 1952 la extirpación debía ser objetiva; después de ella subjetiva, o sea, “modernizarnos” a toda costa, o sea, “limpiar” de toda muestra de “barbarie” nuestro lenguaje, nuestras conciencias y hasta nuestros sueños. Medio siglo después, el afán continúa siendo el mismo, porque resultamos excelentes alumnos en asumir lo que no éramos y extirpar lo poco que éramos a costa de anularnos por completo; instruidos en vernos con ojos ajenos, acabamos siempre despreciando lo propio, porque lo propio aparece (desde las gafas conceptuales que nos “dona” la inversión extranjera) como el lastre que impide ser como nos habían enseñado a ser: “modernos”.
Y esta aspiración (nuestra droga centenaria; mientras más aspirábamos, más adictos a los espejismos que pintaban delirios ajenos) había que realizarla, no importando lo que cueste; por eso todos los gobiernos nos pedían un sacrificio infinito, porque el problema parecía ser nosotros, ya que las elites nunca se sacrificaban, es más, de nuestras crisis eran siempre ellas las únicas beneficiadas, y cuando instalaban sus nuevos comodines en la arena política, nadie podía dejar de advertir que su “amor” por este país era un amor dramático, porque era un “amor que mata” (en ese arrebato pasional su pretendida inocencia era siniestra: el pueblo nunca era merecedor de semejante “amor”). Por eso todo ese afán parecía una tragedia, porque más allá no había nada y toda alternativa era un invento nocivo que era mejor erradicar; como ahora afirman los empresarios cruceños del agro, quienes ven en la naturaleza y en el campesino sólo los medios para incrementar su riqueza particular (y a eso llaman “modernizar” la economía boliviana): “lo comunitario es una invención de escritorio, de quienes no saben lo que es trabajar”. Esa aseveración es centenaria y aflora, hoy en día, mostrando una reacción recalcitrante ante toda posibilidad que no sea la única posible ante sus ojos: “globalizarnos”, o sea, siempre, “modernizarnos”, cueste lo que cueste.
Eso es lo único que ven, lo que les muestra sus ojos, porque aprendieron a ver de ese modo, porque sólo ven lo que han sido instruidos para ver. La realidad es el ámbito en el cual es posible el despliegue de nuestra visión, pero la realidad no se agota en lo que podemos ver de ella. De todos los sentidos que pueda tener, son las culturas las encargadas de desarrollar tal o cual sentido, eso perfila “lo humano”, por eso cada cultura nos dice algo de aquello en lo que consista ser “humano”; pero ninguna cultura puede agotar, ella sola, la significación de “lo humano”, porque su aproximación a la realidad es siempre particular, o sea, mediada en el tiempo y en el espacio. Lo cual no impide que cada cultura tenga “pretensión” universal, pues toda cultura nos habla siempre, sobre todo en sus periodos clásicos, en términos universales. Esa es “conditio humana” y muestra aquel particular modo de hallarse de un existente siempre en constante movimiento de trascendencia. El movimiento que supone la trascendencia hace posible la comunicación de formas de vida y el aprendizaje que desprende nuevos desarrollos, condición que es posibilidad de aquello que llamamos historia humana. Lo nuevo (en sentido radical) es aquello que proviene de afuera y siendo, en principio, resistido, acaba transformando lo que hay adentro, proyectando lo propio de una manera más rica y compleja (el etnocentrismo no constituye la normalidad cultural, sino la tendencia decadente del momento clásico de una cultura, cuando lo propio se cierra a toda posibilidad de apertura, cancelando así el impulso necesario para originar una nueva edad). Por eso la historia humana es una suma continua de aprendizajes recíprocos, en ocasiones problemáticos y hasta trágicos, pero siempre incesantes.
La “modernidad” inaugura no sólo una nueva era. Esta novedad es, de tal magnitud, que la transformación que opera (por vez primera a nivel mundial), para ser efectiva, debe imponerse (como violencia expansiva) en todas las esferas de la vida, provocando desordenes en la convivencia humana para someterle un nuevo orden. Pero este orden ya no es sólo cultural sino, en cuanto proyecto, se trata de un sistema civilizatorio: este “reordenamiento” de la sociedad humana deberá unificar la historia mundial (imponiendo una visión eurocéntrica, por eso se divide la historia en antigua, medieval y “moderna”, el aparente “destino” de la historia dizque universal), la cultura (la occidental aparece desde entonces como la única racional y con el derecho a llamarse a sí misma universal y todas las demás son condenadas a un folklorismo pasado, “superado” del todo; un etnocentrismo cuya soberbia exageración se impuso violentamente y, cuando ya no hubo resistencia, la educación que impuso se encargó en concluir el proyecto civilizatorio europeo-moderno-occidental) y el predominio de una raza sobre las otras (sobre este racismo se constituyen las ciencias modernas y a partir, sobre todo, del romanticismo alemán, la visión racista ordenará la historia, el lenguaje, la ciencia y la filosofía).
Hasta entonces, los ejes civilizatorios anteriores, habían logrado una convivencia compleja pero posible, donde las expansiones comerciales no suponían la destrucción de las economías tradicionales, siendo incluso los intercambios comerciales, promotores de un progreso cultural compartido. Por siglos, el camino de la seda, había sido el puente de comunicación entre los tres ejes civilizatorios más antiguos de la humanidad; la demanda del algodón y el lino produjo el desarrollo de la manufactura en
La historia de la humanidad, desde una perspectiva no eurocéntrica, da cuenta de seis ejes madre civilizatorios que producen la revolución neolítica, es decir, la aparición y hegemonía de las ciudades: el egipcio-bantú, el mesopotámico, el indostán, la china, el mayo-azteca y el que se origina a partir de Tiwanaku y Cuzco. La condición fundamental para esta revolución humana fue el origen de la agri-cultura, es decir, la domesticación del alimento (cosa hoy en día no tomada en serio, pero que le costó a la humanidad milenios, si el hombre llega a producir el fuego hace como 50.000 años, se convierte en agricultor recién hace 10.000 años), es decir, asegurando la reproducción de la vida se hacían posibles las demás dimensiones que aparecen para completar el desarrollo de la vida humana; de ahí en adelante lo natural deviene en cultural, o sea, la evolución de la vida continúa por re-evolución, por intervención humana. Cada uno de estos ejes producen culturas en torno al alimento que lograron producir, por eso se dice que el Egipto produce una cultura del trigo, o
Cuando Max Weber se pregunta cuáles fueron las causas por las cuales sólo en Europa se dan aquellas determinaciones de carácter universal que la empujaron a ser la “emisaria de la civilización”, en realidad no sabe lo que está preguntando. Porque su pregunta supone algo fantástico y sobrenatural que debió de ocurrir en suelo europeo. Nada de ello. Lo que sucedió fue algo tan digno de asombro como de espanto. Taylor y Habermas no superan esta ignorancia, porque no saben ver más allá de sus narices. Más allá de
Entonces la “modernidad” no empieza en el siglo XVII. Las condiciones fundamentales para su realización se dan gracias a la conquista del Nuevo Mundo; siendo Descartes, el siglo de las luces y
La “modernidad”, en su primera constitución, para afirmarse a sí misma, tenía que lidiar todavía con una comprensión del mundo todavía renacentista. El siglo XVI (que las historias de la filosofía omiten) es el siglo donde la nueva visión del mundo empieza a cobrar cuerpo: la matematización. El problema al que se enfrenta el europeo es cómo “gestionar” la “centralidad” que Europa estaba logrando; para que haya “centro” tiene primero que constituirse una “periferia”, es decir, la primera consideración no es intra-europea, ni siquiera por su lugar de origen. Bartolomé de las Casas sitúa su conversión en favor de los indios en el 1511, cuando Antón de Montesinos, en la isla caribeña de
El capitalismo o la economía “moderna” nace por una simplificación de la realidad, porque sólo la simplificación (privilegiar lo cuantitativo en desmedro de lo cualitativo) puede hacer factible una explotación inmisericorde que tenga como único fin la acumulación de ganancias: la naturaleza se concibe en términos de objeto, el dualismo antropológico concibe una nueva moralidad (“vicios privados, virtudes públicas”), la cual hace posible bajar los criterios éticos, de los cielos (medioevo europeo) a la tierra (a la conciencia individual, el ciudadano moderno burgués no responde de sus actos más que a sí mismo), y la economía aparece como la nueva ciencia, cimentada sobre dos principios inamovibles: la libertad de contratos y la propiedad privada; la administración racional del sistema-mundo-moderno es la encargada de “gestionar”, “viabilizar” y “consolidar” el nuevo orden, lo mismo hará la política liberal. Locke no es nada sin Francisco Suárez, este todavía lidiaba con el anterior paradigma renacentista, aquel ya presenciaba la primera revolución triunfante burguesa y su propósito era consolidar ese nuevo mundo que iba a llevar la batuta después de España: Inglaterra. Adam Smith todavía saca el cuello fuera de Europa para ver de dónde se puede aprender a “gestionar” la “centralidad” y encuentra a
Entonces la “modernidad” es en primera instancia un proyecto: el ejercicio sostenido de una “centralidad”, que se piensa a sí misma, para efectivizar su “centralidad” siempre de mejor manera. Al principio debía de justificar racionalmente la pretendida “bondad” de su proyecto (eso es lo que hace desde Gines de Sepúlveda y, en adelante, toda la filosofía moderna), luego “gestionar” la viabilidad de su proyecto (la economía y la política inglesa) y, después y siempre, confirmar racionalmente su proyecto (
Por eso llaman “consenso” a su imposición, “pluralismo” a su proyecto único, “respeto” a su soberbia, “seguridad jurídica” a la justificación de sus robos, etc. La “ética del discurso” que proponen Habermas o Apel, es decir, la superación pragmática del “paradigma de la conciencia” supone, en el fondo, una intención seria y honesta del argumentante, pero fácticamente esa suposición se desvanece ante la presencia, ya no del escéptico (que es al que se enfrenta esta “ética”), sino del cínico, que es quien no está dispuesto a dialogar y menos a escuchar, es más, está incluso dispuesto a terminar con la “vil multitud”, porque sus prejuicios pueden más que las razones y sus prejuicios señalan al “otro”, que no es él, siempre como lo “bárbaro”, “salvaje” y “falto de toda humanidad”. Esa es la situación límite que la modernidad ha constituido y recurre a ella siempre que la amenaza es seria; por eso sociedades “cultas” e “ilustradas” pueden dar muestras de infamia inaudita, como
Pero, como en Bolivia, sus privilegios están en entredicho, entonces arremeten con el encono propio de un héroe dizque traicionado (figura melodramática que inventan los “medios”, al estilo de telenovela mexicana, donde el galán es siempre un empresario y su lucha consiste en realizar el sueño de la “sufrida”, que sufre porque el maquillaje no se le corra mientras llora su infortunio: no vivir en Miami), que hace de la confusión de lenguas su bandera donde arremete como le venga en gana, y los “medios” patrocinan esta orgía de palabrería hueca porque ahora es el espectáculo que atrapa al que “no se mete en nada” y todos hablan por él, y por no meterse en nada acaba sin saber qué esperar, qué hacer o qué decir y sólo se limita a repetir lo que los “medios” dicen por él, y lo que repite cree que es la verdad porque ha salido de su boca y, ¡qué casualidad!, aparece como titulares en los “medios”: “así piensa el pueblo” (si hoy aparece una cultura de la indiferencia y la intolerancia, es aquella que patrocinan los “medios”, cuya fidelidad posmoderna al culto de la imagen, les hace proclives al festejo insensato del caos y la incertidumbre, figuras que la posmodernidad, o ‘modernidad in extremis”, explota y disfruta en épocas de crisis).
En tales circunstancias no hay apelación a la razón, como nunca lo hubo cuando se conquistó y colonizó el Nuevo Mundo, ni cuando terminó de expandirse la “modernidad” por el mundo entero; sus ideales “emancipatorios” e “ilustrados” fueron siempre la ilusión que le vendieron al mundo mientras estos aseguraban su nuevo orden, por el cual el tercer mundo queda condenado a suministrar todas las necesidades que al primer mundo se le antoje. Por eso era un proyecto siempre en constante reformulación, porque el orden que imponía provocaba desórdenes que eran siempre motivo de nuevas recomposiciones; en su última etapa humanista todavía buscaba mostrar algunas bondades frente al comunismo soviético y el Estado keynesiano todavía lograba incluir trabajo, o sea, mano de obra sobrante. Pero ahora, sin muro de Berlín al frente y proclamado el “fin de la historia”, se siente libre (el mundo “moderno”) de hacer lo que le venga en gana y eso es lo que hace con la última cruzada “moderna”: la globalización.
La intención es obvia, se trata de abrir las fronteras para el capital, pero construir muros para los seres humanos (porque la revolución tecnológica puede prescindir de ellos); provocar nuevos conflictos para crear situaciones de desestabilización que reclamen intervención. Esa es parte de la estrategia de la derecha (no pensada por ellos, pero acatada hasta sus últimas consecuencias): si se avizora algún cambio, por mínimo que sea, hay que provocar incertidumbre y anarquía, que todo afán de cambio sea interpretado como “populismo”, “dictadura”, “totalitarismo”, “comunismo”, terrorismo”, etc. Porque el proyecto “moderno” no puede permitir otra Cuba en Bolivia, porque de lo que se trata es de hacer “negocios” y los “negocios” se hacen para las empresas no para la gente, porque un país “rentable” es un país donde las empresas saquen “ganancia extraordinaria”, donde los recursos naturales sigan alimentando al primer mundo y, si es todavía “rentable”, al país donde se encuentren, donde la economía y la política continúe administrada por una elite servil que esté siempre dispuesta a rifar a su país por lo que se le ofrezca. En ese proyecto estamos metidos desde
El capital necesita de las únicas fuentes posibles de riqueza, el hombre y la tierra, pero su tendencia competitiva (exclusivamente orientada hacia la ganancia) destruye esas fuentes y se destruye a sí mismo; lo grave es que, en esa destrucción, no hay punto de retorno, pues una humanidad condenada a la miseria no se recupera ni en dos generaciones y la destrucción de la tierra hace imposible toda recuperación humana. Pero al capitalismo salvaje, léase neoliberalismo, parece ya no importarle estos costos, dicen los neoliberales, “probables”, pero en un futuro (siempre infinito) “superables”. Hoy nos encontramos en una situación paradójica y única en la historia mundial: la decadencia de una civilización arrastra consigo la destrucción de la vida en el planeta. Ya
La “modernidad” es el primer sistema civilizatorio que vacía de contenidos la ética que postula, es decir, la ética “moderna” descansa, en última instancia, en la conciencia solipsista del individuo aislado; para colmo este individuo es un ego dividido, cuya humanidad se describe en términos de razón, es decir, privilegia la conciencia, el pensamiento, el lenguaje, a costa de la conformación unitaria de una subjetividad que no está dividida en cuerpo y alma. Sino que es un existente como necesidad, por eso su primera y fundamental modalidad es la trascendencia, de una subjetividad siempre intersubjetiva, porque nace en otro, se alimenta de otro, le educa otro, le hace feliz otro y le entierra otro, cuyo horizonte de satisfacción nunca es pleno aisladamente, por eso la trascendencia es su modo de apertura al otro que no es él, que no puede ser como él y que, como demanda anterior a todo deber, le instala en la responsabilidad, siempre anterior a toda libertad, por eso su existencia es comunitaria. Una ética cuya fundamentación última es formal, acaba abstrayéndose de la vida concreta, material, de las necesidades reales del existente. Y estas son las que han permanecido inalterables desde la aparición de las primeras civilizaciones, desde el “Libro de los Muertos” del Egipto milenario, el “Código de Hamurabi”,
La ética “moderna” no considera esas necesidades, porque parte de un dualismo antropológico que no reconoce aquellas necesidades como plenamente humanas; reconocerlas le obligaría a reparar la injusticia que desató a los cuatro vientos. Le obligaría a reconocer las perversas consecuencias de su proyecto y le obligaría, también, a relativizar su pretendida justicia racional y civilizatoria y abrirse a otras maneras de ver el mundo y la vida que, al no haber sido destruidas del todo, pueden ofrecerle alternativas a la tendencia suicida de su economía: el capitalismo. Esa es la panorámica que se abre ante
Como alternativa de un mundo más justo, no puede negar nihilistamente la “modernidad” (sería caer en su propio nihilismo, pero al revés) y asumir ciegamente una nueva totalidad con pretensión de dominio; por eso los criterios éticos son fundamentales y son los que nos ayudan, ahora, no sólo a atravesar la “modernidad” sino a evaluar críticamente toda pretensión de liberación. Por eso la disyuntiva no es “modernidad o barbarie”, porque la “modernidad” (como proyecto) no es ninguna alternativa y lo otro no es la barbarie, es “otro modo” que la “modernidad”, que puede subsumirla, pero dotándole de nuevo sentido, porque oponerse críticamente a la “modernidad” no es negar su tecnología o su cultura sino subsumirlas como posibilidades de un proyecto distinto, más justo, como dicen los zapatistas: “un mundo en el quepan todos”.
Que sea entonces
Rafael Bautista S.
Autor de “OCTUBRE: EL LADO OSCURO DE
Editorial “Tercera Piel”,
Noviembre de 2006
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