The Devastation of the Indies by
Fray Bartolomé de Las Casas.
Por Rafael Bautista S.
para gobernarse.
Para demostración de la verdad, que es en contrario,
se traen y se copilan en este libro.
Cuanto a la política, digo, no sólo se mostraron
ser gentes muy prudentes
y señalados entendimientos,
teniendo sus republicas, prudentemente regidas,
proveídas y con justicia prosperadas”.
Bartolomé de las Casas
No se trata del poder “de” la constituyente. La “y” marca el detalle; es cierto que esta conjunción cumple una función copulativa: asocia; pero a la vez que asocia también disocia, porque uno y lo otro no son lo mismo. De lo que se trata es de saber distinguir. La concepción moderna concibe al poder como algo que se asalta y se retiene y que en esto consiste la esencia de lo político. Lo que se “constituye” es definido por el poder, por el que lo ejerce y, de ese modo, constituye a una comunidad política a imagen y semejanza de quien ejerce el poder. Manda y ordena, desde arriba, aquello que subordina; el poder permite separarse del resto, que es visto siempre negativamente (“la vil multitud”, “el vulgo”, “la plebe”, etc.). Pero quien detenta el poder acaba siempre en la defensiva, porque sabe, en el fondo, que este no le pertenece y, en consecuencia, debe (como por maldición) ejercer violencia sobre todo posible competidor en la lucha por el poder; en consecuencia, la política se reduce al juego (donde el que juega apuesta la vida de los demás, no siempre la suya) de perseverar en el poder (la farándula lo expresa bien: “lo importante no es subir, sino mantenerse arriba”). El que apuesta por este juego nunca osa tocar el poder, en toda su práctica el poder permanece intacto, es más, todo se reduce a su conservación. Su defensa entonces (para su “libre detentación”) se vuelve idolatría y, como tal, acaba por enceguecer a quienes juegan por tener siquiera un pedazo del ídolo; el poder de mandar a los demás reproduce, casi por inercia, unas prácticas que acaban devaluando el sentido no sólo de “lo político” sino de la existencia misma de la comunidad política y de la sociedad toda. Pero esto no perturba el sueño del político, porque precisamente en su sueño la realidad aparece según sus deseos.
La modernidad se constituye de ese modo, cuanto más se abstrae de la realidad, más absoluta se pretende ella misma (la “invisible hand” que todo lo regula, el “progreso infinito” que promete todo, el “curso inalterable de la historia” que arrastra a todos, el “reino de la libertad” para todos, ahora made in USA, etc.), de modo que la consideración de la realidad se vuelve superflua (porque esta ya ha sido definida y no puede ser más de lo que se ha dicho) y puede prescindir de ella para instalar sus ilusiones como lo puramente real. Lo único que fastidia sus cuitas es la preservación del poder (para eso le sirve la teoría, para justificar siempre su detentación; la eficacia es el patrón que mide la adopción de tal o cual teoría). La legitimación consiste entonces en inventar nuevas fórmulas que convenzan a los obedientes a depositar sus esperanzas en los “profesionales” y renunciar a toda demanda posterior, porque la virtud del obediente estaría en la pasiva resignación de ser siempre él la causa de sus desgracias (si escogió a tal pues que se aguante). Esta manera de entender la política es la que arrastra nuestra intelectualidad (cientistas y políticos que desfilan en el circo mediático) y, de ese modo, se muestran incapaces de comprender siquiera los cambios que estamos produciendo en esta comunidad política llamada Bolivia. Esta nueva realidad exige una nueva mentalidad, también una nueva política. La Constituyente puede ser la mediación que contribuya a la transformación del hombre boliviano pero, para ello, la parte pensante debe de estar a la altura del acontecimiento; es como si los pies del país hubiesen iniciado una maratón, pero la cabeza anda rezagada, bloqueada por su consagración a la repetición y confirmación de lo sacramentado en el centro del mundo, condenándose a ser la sumisa periferia que, siempre obediente, dice amen al destino que se nos impone, desde que nace el moderno world-system.
La concepción moderna del poder es el fundamento sobre la cual se levantan todas las teorías políticas que se traen los apantallados por Harvard o Cambridge y buscan moldear nuestro país a imagen y semejanza de lo que les enseñaron: la política es la lucha por el poder, porque el poder, dicen, es el “ejercicio legítimo de dominación”. Esta visión, santificada por la teoría clásica de la política moderna, es el credo que recitan nuestras elites “ilustradas”, cuando comulgan con sus ídolos, exhortando a los “obedientes” a preservar las instituciones, porque el poder es lo “intocable”, porque la dominación es algo “natural”, porque el orden es en definitiva “divino”, sacramentado por el occidente moderno, que por algo es “universal” y, por tal razón, los culpables somos siempre nosotros, por no ser como ellos, “modernos”. Siendo “moderno” se cree que se accede a una realidad donde se deja atrás el pasado y se lanza, como un proyectil intercontinental, a un futuro inequívoco (estrellado). Este afán enceguece una mentalidad que cree, como un dogma religioso, lo que viene patrocinado por las modas intelectuales del centro del mundo (“entiendo esto como ya lo dijo…”, “parto de la concepción de…”, “me remito a…”, “como ya lo dijo…”, etc.) y, creyendo hacer ciencia, sin producir concepto alguno, cree que “aplicando”, conoce la realidad que le toca vivir, entendiendo por realidad lo que debe de “adecuarse” a una “racionalidad universal” (lo que debe ser válido para todos, sin discusión sino por acatación) que importa aquel que, en definitiva, nunca es productor sino consumidor. Por eso nunca se le ocurre buscar qué hay detrás de aquello que, como titiritero, maneja los hilos discursivos de sus certezas.
La modernidad se piensa, desde Europa, autónoma, cuya misión le ha encomendado a ser llamada, por el “bien de la humanidad”, la “rectora civilizatoria universal”; es ella quien concibe “en su fuero interno” el destino de la humanidad e impone, por su “fuerza externa”, este destino a todo aquel que se niegue porque, como bien dice Hegel, frente al derecho del Estado portador del “espíritu absoluto”, ningún otro Estado tiene derecho alguno. Por eso Bush junior decide quiénes son las “huestes del mal” porque él, sólo él, decide que es él mismo el “bien absoluto”. Del mismo modo, la modernidad decidió, desde 1492, que nosotros (los no europeos) somos los llamados a ser civilizados y ellos quienes nos civilicen y que el daño que nos pudiesen ocasionar es culpa sólo nuestra, por nuestra “insensata” negativa a dejar de ser lo que somos. El argumento siempre ha sido el mismo y su obligación nunca fue persuasiva sino violenta; es decir, nunca fue racional sino irracional. Hasta la conquista del Nuevo Mundo, la humanidad nunca había conocido un genocidio de tal magnitud y de modo sistemático; la “edad de la razón” también inaugura la edad donde la destrucción total es una amenaza real, por eso su economía y su política se expande militarmente (la única garantía solvente es, en definitiva, el poder bélico con que se cuenta).
La magnificación moderna-occidental es una invención ideológica y encubre lo que hizo posible que Europa se concibiera con semejante determinación. La constitución de la subjetividad europea parte de una experiencia que atraviesa el que ambiciona todo aquello que no tiene y que, de pronto, por un suceso nunca antes imaginado, se ve en la posibilidad de tenerlo todo. La dialéctica del amo y el esclavo es una dialéctica devaluada que se origina en una mentalidad acomplejada por su inferioridad, que sólo sabe ser algo a costa siempre de otro, porque la superioridad ficticia nunca es segura, necesita siempre demostrarse, exponerse abusivamente. Quien se siente ahora superior (con todo el despojo del Nuevo Mundo) no sólo necesita demostrar su superioridad al que ha constituido en inferior sino demostrarla ante aquellos otrora superiores; por eso necesita culturalmente re-acomodar a la periférica y atrasada Europa (como lo era hasta la conquista) en centro del mundo, necesita transformar la conciencia de inferioridad que ella tenía de sí misma ante todas las civilizaciones que fueron en todo superiores a ella (por eso reniega del pasado, porque su pasado era su lastre y también, por ello, quiere hacer creer que todo pasado es malo, para implantarse ella como el único referente hacia el adelante que promete con seguridad absoluta). Este es un proceso que, si vio la luz con el “ego conquiro” de Cortés, tardará como dos siglos en conformar una subjetividad que hará de su superioridad fáctica una superioridad absoluta, inventándose el mito “ilustrado” de ser “centro y fin” de la historia universal. Para entender la política moderna debe primero entenderse la constitución histórica de una subjetividad que, de saberse milenariamente inferior ante lo civilizado (el mundo musulmán, el Indostan, la China), con la conquista, este hidalgo (“hijo de alguien”) desplegará una voluntad que se sabrá con el poder de decidir, como dios, la vida y la muerte del otro; esta voluntad rubricará después el “Yo” (en la cedula real) como antecedente de un “ego” que, del “ego cogito”, dará lugar al “Sujeto absoluto”, cuyas determinaciones son aquellas que constituyen al dios medieval; es decir que, el proceso de subjetivación de un individuo que jamás había poseído semejante poder y riqueza (como la que le brinda el Nuevo Mundo) catapultará no sólo su superioridad sino su divinización. Porque sólo el ser que no tiene determinación alguna, fuera de sí, es aquel que realiza “la experiencia al interior de su conciencia” y puede, porque no le debe nada a nadie, constituir al mundo, la realidad y a los mismos dioses, a imagen y semejanza suya.
El individuo que se lanza al atlántico en 1492, lo hace obligado, porque los turco-musulmanes les habían cerrado el paso centenariamente al oriente (donde se encontraba el centro del mundo por milenios). Ese individuo tenía mentalidad mediterránea, o sea, periférica, porque la economía del mediterráneo era en todo oriental y Venecia (el modelo de república que adoptará Inglaterra) era un extremo en la expansión del comercio musulmán. Los productores mundiales por antonomasia siempre habían sido (por milenios) los chinos y los hindúes, siendo los pueblos semitas los comerciantes por excelencia. El occidente europeo era (desde los griegos) lo bárbaro, lo incivilizado; hasta que el oro y la plata (de Zacatecas, Huancavelica y del Potosí) devalúa el mediterráneo, y el atlántico norte se convierte en el centro, desde entonces, del mercado mundial. El norte de Europa, por primera vez en la historia, desde el siglo XVII, acumulará tanta riqueza que, con ella, despegará no sólo económicamente sino también científica, militar, tecnológicamente, etc.; ese despegue necesitará de una justificación racional que deje sin culpa la conciencia de un individuo que inaugura su dominio en el mundo con una violencia monumental.
Para ello le sirve la teoría y, en especial, la filosofía. Porque un dominio que no se justifica, no es dominio real; la necesidad de justificar su dominio (su poder) es lo que está detrás de la filosofía moderna y la constitución de sus ciencias naturales y humanas. Pero algo centenariamente encubierto y olvidado, nos abre la posibilidad de pensar de otro modo el origen de la filosofía moderna; pensar su centralidad atlántica y su dominio absoluto, como el contexto inicial de la filosofía moderna (en contra de todo eurocentrismo que parte sólo de lo intraeuropeo), surge de la necesidad de justificar la violencia desplegada en el Nuevo Mundo. Esta reflexión imperiosa aparece como respuesta a la crítica inaugural de la modernidad como proyecto mundial, y esta crítica aparece en el Nuevo Mundo (siguiendo una reciente hipótesis de Enrique Dussel). Es decir, la posibilidad de una filosofía moderna no nace en Europa sino específicamente, como lugar de origen, en el Caribe. La filosofía es siempre, en última instancia, política, y el tema inicial de la filosofía política moderna fue cómo justificar un dominio ilegítimo: la violencia cometida en el Nuevo Mundo. La crítica a toda posible justificación racional surge, contra todo aquel genocidio, en el apostolado de Bartolomé de las Casas, en la isla de Cuba; originando una argumentación crítico-ética que, contrastando el fundamento de toda actitud cristiana, frente a la hipócrita práctica de la conquista, se convierte en una apologética, del indio primero y del afro después (las dos primeras victimas de la modernidad naciente); desde entonces, los argumentos lascasianos permanecerán como el fantasma que perturbe el sueño tranquilo de la conciencia europea. Contra Bartolomé de las Casas se levanta Gines de Sepúlveda (en Salamanca primero, después en las celebres “disputas de Valladolid” del 1550, algunos de los centros de reflexión más importantes, cuando el norte europeo estaba en todo atrasado de España), como el primer teórico que, apoyándose sobre todo en Aristóteles, justificará toda violencia cometida contra los “tan bárbaros e inhumanos, que así eran antes de la llegada de los españoles”. Sólo entendiendo este contexto se puede entender los argumentos de Locke (uno de los supuestos fundadores de la política moderna), que no hace sino repetir lo que ya dice Sepúlveda; porque de la controversia entre Bartolomé de las Casas y Gines de Sepúlveda (a la que se suma también Gerónimo de Mendieta), se desprenden las primeras teorías modernas del derecho. Francisco de Vittoria y Francisco Suárez son quienes introducen los conceptos fundamentales de “ius peregrinandi” y el de “ius gentium”, o sea, el derecho de gentes y el derecho internacional, sin los cuales es imposible el lenguaje de un Locke (Francisco Suárez es expulsado de España y va a parar a Inglaterra, donde son quemados sus libros por el rey James I) y un Kant después. Bartolomé de las Casas es el primer crítico de la modernidad, quien profetiza la “ira de Dios sobre España por todas las injusticias cometidas” y asume, éticamente, la posición de las victimas y, desde ellas, muestra el irracional e injusto fundamento del mundo que estaba naciendo: “la causa porque han destruido tan infinito numero de ánimas los cristianos ha sido por tener por su fin último el oro”. Con Hobbes y Locke aparece lo que se llama política moderna (desconociendo el origen de esta; a partir de la Ilustración, Europa empezará al norte de los Pirineos, arrojando a España fuera de la historia y, con ella, a nosotros), que ya justifica derechos “naturales” y “humanos” para el individuo que se ha hecho con la riqueza, aun a costa de los derechos de toda la humanidad. Tal aporía se resuelve pronto de modo ideológico, ya que, toda la humanidad que no es europea se ha rebajado previamente a una condición incivil y bárbara.
Ahora sí, abordemos la cuestión del poder. En el medioevo se llamaba “potestas” a lo que hoy entendemos como poder. Francisco Suárez es quien, siguiendo el razonamiento de Bartolomé, mostrará la residencia del poder o la “soberanía” en la comunidad, por medio del “consensus” (más de cuatro siglos antes que Habermas). Baruch Spinoza, un judío sefardita expulsado de España, quien expresa filosóficamente (como Descartes, quien también vive el auge del capitalismo naciente en las antiguas colonias españolas de los Países Bajos) un mundo mercantil como el de Ámsterdam, es quien establece la frontera de lo que, después de él, se ha de entender como poder. Toda esa tradición, hasta Spinoza, concebía a la sociedad como una “especiali voluntate”, que por “communi consensu” se reúne en un “corpus politicum”; porque de lo que se trata es de mostrar la ilegitimidad de una soberanía residente exclusivamente en el Papa o en el Rey; esto justificará la posterior revolución burguesa (aplastada en España, los valladares, pero triunfante en Inglaterra, cuya monarquía era la más débil de Europa). Pero esa revolución, hasta la francesa, persigue, en última instancia, el asalto y la posesión de la institución monárquica feudal. Si la soberanía reside en el pueblo (Bartolomé y Suárez), la “potestas” se entiende, ahora con Spinoza, como una delegación (“translata potestate”, traspaso del poder), no una alienación (renuncia del poder original) de esta soberanía; es decir, el pacto previo puede quedar sin efecto si aquella delegación deviene en tiranía, en este caso el pueblo puede acudir a su “poder natural”, porque aquella delegación no es alienación, o sea, nunca se priva el pueblo de ejercer esta “especiali voluntate”, el poder en sentido original. Spinoza llama a este poder “potentia” (aquello que Rousseau llamará “volonté generale”) y al poder delegado “potestas”. Pero con Hobbes (y para toda la historia venidera) esta delegación resulta una total alienación (y será el poder a secas), pues ante el Leviatán los individuos se someten absolutamente; la idea del “pacto” no riñe con este precepto, pues el “pacto” es original, de una vez y para siempre, sin la posibilidad de restablecerlo (de todos modos, el “pacto” era con el “Estado civil”, o sea, entre ellos, pero con nosotros sólo hubo “Estado de guerra”, desde Locke, repitiendo a Gines de Sepulveda). La burguesía, una vez instalada en las instituciones, reorganiza su sociedad feudal en torno al mercado, donde su comunidad empieza a diluirse en el interés individual, la avaricia y todos los efectos de una sociedad atomizada en el derecho de propiedad y la libertad individual, de modo que, políticamente, la preocupación fundamental consiste en cómo contener el desborde social (que comenten siempre los menos favorecidos, la “vil multitud”), sin tocar el orden impuesto y sus presupuestos (Hume y Adam Smith identifican el problema, pero parten de los mismos principios que provocan el desequilibrio: la propiedad privada y la libertad individual). Entonces la política se consolida como lo que después será el ejercicio “natural” de “toda” política: cómo ejercer el poder, esto es, cómo ejercer el dominio.
Weber es fiel a esta tradición, por eso la política se reduce, porque se trata del poder, a un “dominio legítimo sobre obedientes”. Por eso la política da asco, porque todo se reduce a cómo perseverar en el juego maquiavélico de estar por encima de los demás. Esto conforma un individuo cuyos propósitos nobles se diluyen siempre en la reproducción (siempre de peor modo, como cuando la izquierda “subía” al poder) de aquello que criticaba inicialmente. Pero si en eso consiste toda la política, entonces no hay salida; y esa es, precisamente, la aporía de la que no salen anarquistas y posmodernos. Porque reducen todo el poder y lo político a la concepción que la modernidad tiene de ellos, porque se confunde a todo lo santificado por la modernidad como lo humano en general: si la modernidad dice ser racional entonces sólo nos queda la irracionalidad, si ella se postula absoluta entonces sólo nos queda lo relativo, si parte de un dios entonces sólo nos queda ser ateos de todo dios; porque siempre se parte de ella y se acaba en lo mismo, por eso los anarquistas acaban de corbata y los posmodernos en la estética (como todo conduce a la destrucción, sólo resta la celebración dionisiaca).
La modernidad tiene una concepción defectiva del poder y, por ende, defectuosa de la política. Si bien desde Bartolomé hasta Suarez y hasta Spinoza se puede rastrear otro modo de entender estas cosas, lo que plantean, en definitiva, no podría ser posible, si no cargasen consigo una tradición que se remonta hasta el comienzo del cristianismo; el cual debería a su vez remontarse a la antropología semita e históricamente hasta las civilizaciones mesopotámicas y egipcias, donde aparecen el derecho y la política (milenios antes de Grecia y Roma), a partir de criterios universales de contenidos materiales: “dar pan al hambriento, acoger al extranjero, hacer justicia con el huérfano y la viuda”. Y estos criterios, en el curso civilizatorio de la humanidad (del África bantu al mundo semita, de este al medio oriente, Babilonia, Samarcanda, Bagdad, centro del mundo hasta el siglo XVII, hasta el Indostan y la China, y de allí al extremo oriente del oriente: el posterior Nuevo Mundo), siempre estuvieron presentes como fundamentos de la política y el derecho. Que estas no son invenciones, ni siquiera griegas, se descubren en una revisión histórica (posible hoy en día por toda la literatura reciente sobre aquello que parecía intocable: que todo empieza en Grecia y acaba en Europa y en USA), donde aparece el Nuevo Mundo como lo que era hasta antes de la conquista: la conclusión del ciclo civilizatorio del neolítico, es decir, la hegemonía de la ciudad sobre el campo. El occidente moderno llevó esta hegemonía hasta consecuencias que parecen, en un futuro no lejano, prácticamente insostenibles. Lo cual, más allá de la ceguera moderna (que todavía pregona el progreso infinito), muestra la pertinencia de enfrentar los nuevos problemas con perspectivas más amplias y mundiales; recuperar patrones civilizatorios que se interrumpieron salvajemente, que están demostrando ser más racionales que aquella que se otorgó el derecho de negar la racionalidad de toda forma de vida que no fuera individualista, propietaria, explotadora de la naturaleza, etc. y esto pasa por redefinir no sólo la política, sino todas las áreas del conocimiento humano.
Y esto pasa por una crítica del concepto básico de la política moderna: el poder. Una comunidad política reunida en torno a un interés común, expresada en una voluntad transformadora de un orden vigente, necesita instituir esa voluntad en mediaciones que hagan factible el interés común; por eso delega, traspasa su poder a una representación que tiene la potestad de efectivizar el camino de la transformación. Pero la comunidad nunca renuncia a su poder natural sino que siempre lo ejerce y acude a él siempre que aquella representación instituida deviene en un mando auto-referencial, es decir, un mando que no obedece. Entonces el poder está siempre y reside en el pueblo y esta es la condición originante de toda política; gracias a esta condición, siempre que el pueblo retome concientemente su soberanía, es que la política se devuelve a su fin inicial: una vocación de servicio. Una sociedad individualista, como la moderna, deviene inevitablemente en el egoísmo militante (a lo que condujo el neoliberalismo: “sálvese quien pueda”); una política que sirva a intereses exclusivamente privados le es pertinente y esta es la política que va moldeando la modernidad: reniega primero de la teología, luego de la filosofía y, por último (como la de Rorty), de la ética (parece el paso que atraviesa el adolescente que, para ser libre de toda tutela, abandona todo aquello que signifique rendir cuentas). Pero una política de liberación debe iniciarse por una asunción ética de sus propósitos y críticamente debe poder desenmascarar todo aquello que significa una política de dominación. Una fetichización del poder concibe a este como dominación, desde donde se impone el orden; esta es la versión que la modernidad tiene del poder: “potestas”. Pero el poder es, en primera y última instancia, la voluntad reunida que produce los cambios, la “potentia” que destrona lo establecido. Pero la “potentia” puede quedarse en su pura indeterminación, sin producir lo nuevo, por ello precisa de instituir mediaciones que hagan posible los cambios que se demanda, por eso “delega” su poder (“potentia”), “instituye” un poder (“potestas”) que le represente. La trampa consiste en renunciar a su “potentia”, de modo que la institución, “potestas”, por su carácter entrópico, se torne autoreferente, despótica. Toda institución, así como genera su esplendor, así también produce su decadencia; el enfoque conservador consiste en su fetichización, hay que preservar a toda costa lo instituido; el anarquista en cambio apuesta a destruir toda institución. El conservador es el discurso del esplendor, el anarquista de la decadencia; ambos parten de un sustancialismo que identifica el todo por la parte, como algo dado de sí, sin devenir, sin historia. Una institución en decadencia requiere su transformación, pero no su destrucción. Partir de la nada es siempre el sueño del Sujeto Absoluto que no precisa de determinación alguna fuera de sí, pero esto no es más que una ilusión de alguien que se cree dios.
Todas las cosas que están sucediendo, en tan apretado tiempo, no son, por supuesto, el lugar de la transformación deseada pero, a largo plazo, serán el suelo de las nuevas certidumbres, sobre las cuales se harán posibles nuevos atrevimientos; porque sobre nuevas certidumbres (lo que fue capaz de hacerse) se levantan nuevas esperanzas que anticipan nuevas realidades. La Constituyente es ahora la sede del poder delegado, es la depositaria de la voluntad popular (que es la que contiene, potencialmente también, a las naciones que hicieron acto protagónico en el desfile del 6 de agosto) como aquella excluida centenariamente de un país de unos cuantos. Decir que la Constituyente es soberana es decir que la soberanía reside en aquel que donó su poder al ente que tiene la misión de hacer respetar esa donación. Por eso se dice que el “poder delegado” es un “poder obediencial”. Porque de ese modo el poder se desfetichiza y la política sale de su entrampe maquiavélico y se les devuelve a su lugar original: el lugar de servicio a la comunidad, el poder es servicio y la política es vocación.
Que Silvia Lazarte sea la cabeza (una campesina cocalera) de la Constituyente no es un detalle; tampoco lo es la presencia de dos originarios en la presidencia. Lo que es imposible en otros lados, en Bolivia no sólo es posible, sino que esa posibilidad representa, en los hechos, un proceso de transformación simbólica y cultural que constituye el suelo de una nueva comunidad política boliviana. “Nunca más sin nosotras” decían las mujeres cocaleras y era esa la bandera de todo el desfile de las 36 naciones que inauguraron la Asamblea Constituyente. El camino de un pueblo en su liberación es siempre un camino en el desierto donde debe de aprender a creer en sí mismo (en su voluntad de transformación); que la sede del poder radica en él y que, si bien este se traspasa o delega, nunca se aliena del mismo. Creer en sí también quiere decir partir de nosotros, de nuestra historia, de nuestro pasado; porque no somos una nada como dice la modernidad, sino que somos la negación que hizo de nosotros para la afirmación de su proyecto. La modernidad nunca pudo implantarse sino destruyendo las otras formas de vida: asumirla significa renunciar a lo que somos. Pero esto ya no es sólo una cuestión de identidad, de afirmar algo distinto. El proyecto moderno no es más que la consolidación cultural y civilizatoria de la centralidad euro-norteamericana-céntrica; si este proyecto fuera emancipatorio no habría cinco siglos de violencia inmisericorde contra el resto del mundo y contra la naturaleza. Es precisamente el proyecto moderno, que se expresa ahora en la globalización del capital transnacional, el que socava toda posible vida futura.
Esa necia ilusión de nuestras elites, la tozudez (herencia criolla) de persistir en ese afán de querer ser modernos, es el punto gravitatorio que debe enfrentar la Constituyente. Bolivia nació con una constitución moderna, padeciendo el saqueo moderno que significó su inclusión en un contexto mundial moderno; pero el afán insensato de modernizar la totalidad de sus instituciones se hizo manifiesto, desde el 52, con el MNR. No es exagerado decir que el MNR es el partido del cholo boliviano; aquel que, cuya procedencia es el campo, reniega de su origen y trata, por todos los medios, de negar aquella procedencia asumiendo, como proyecto de vida, la imagen del hombre moderno; por eso desprecia al indio y le vuelve campesino, por eso ve afuera el prototipo de lo que debe hacer adentro, por eso adopta la cultura del dominador (porque frente a esta, la cultura suya no es nada) y abre las entrañas de su suelo para el disfrute del capital que viene de afuera. Fiel y aplicado alumno de las doctrinas que le encomiendan “los que sí saben”, el nuevo MNR (con el heredero blanqueado, mental y físicamente, del doctor Paz: el Goni) no vaciló en adoptar el capitalismo salvaje para no dejar de ser modernos, aun a costa de destruirnos por completo.
Todos los desatinos que moldearon esta Constituyente se quedan cortas frente al desafío que significa estar a la altura de lo que acontece en nuestro país. Que incluso un buen sector del gobierno tampoco está a la altura de estos cambios no sorprende, porque lo más duro de cambiar no es lo que está afuera sino lo que tenemos dentro, y esto vale también para las dirigencias sindicales (atrincheradas en la defensa de sus espacios de poder). Por otro lado, los enemigos de la pluralidad ahora se esconden bajo el manto de esta y demandan aquello que nunca permitieron: una “participación plena”; el “respeto a las minorías” ahora sale de boca de aquellos que disfrazaron a las mayorías en minorías y jamás les asistieron (por considerarles “grupos minúsculos”); y la aprobación por dos tercios, bajo la consigna de asegurar “acuerdos” (siendo aquellos los maestros de la prebenda y el cuoteo, que el “acuerdo” sólo es posible si pagas el precio de mi voto). Estos son los que se beneficiaron de la rifa del país, pero ahora se llenan el cuello de democracia, demandando aquello que nunca practicaron. Estos son los hábiles en el empantanamiento y los subterfugios en los pactos; ahora se llenan la boca de “dialogo”, de “consenso”, quienes no tienen una pretensión honesta y seria de persuadir con razones sus propósitos (siempre disfrazados). Pero estos no son el problema, estos son los adversarios. El problema son quienes dicen estar en representación del pueblo. A estos debemos exigirles una honesta y seria pretensión de servicio, que por sus bocas salga “palabra verdadera”, que sean ejemplo, que aprendan a obedecer, que cumplan con su pueblo y regresen a este de modo digno. Y al pueblo debemos exigirle que se comporte a la altura de su protagonismo; y podemos y debemos exigirle esto, porque un servicio es digno cuando aquel al que servimos es merecedor de este.
El 6 de agosto, en Sucre, desfilaron las 36 naciones que conforman Bolivia. No fue una entrada folklórica sino una peregrinación nacional. Ese es el camino que estamos atravesando, el camino del descubrimiento. En la guerra del Chaco los bolivianos se conocieron unos con otros, pero aquel conocimiento acabó cuando todos regresaron a sus lugares de origen y el citadino se propuso hacer de los indios, proletarios o campesinos, o sea, modernos, o sea, hombres. Por eso Bolivia nunca pudo afirmar un despegue económico, porque nunca incluyó al elemento nacional como nacional, como protagonista, sino como aquello que debía desaparecer. Setenta años después Bolivia está igual o peor que siempre y quienes debían de desaparecer son quienes nos están enseñando a no perecer, a volver la mirada hacia adentro y recuperar nuestro lugar en el tiempo y en el espacio, o sea, en la historia.
La Paz, agosto de 2006
Rafael Bautista S.
Autor de “OCTUBRE: EL LADO OSCURO DE LA LUNA”
Ed. “Tercera Piel”, La Paz, Bolivia.
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