Arturo von Vacano Escribí esta nota en Noviembre de 2003
Repitiendo paso a paso la tragedia boliviana vivida ya tantas veces, estos son los días en que aparecen los humoristas de escritorio con sus chistes obscenos sobre las figuras políticas del momento y asoma la eterna tendencia secesionista de la gente “decente” que prefiere el asesinato de Bolivia antes que continuar viviendo hombro a hombro con nuestra “indiada”.
Estas es la hora en que los entes que sueñan con administrar empresas ven en Evo Morales al Cuco, Satán mismo, nacido en el Hades y traído a los Andes por el Buen Dios para castigar esos apetitos de un pueblo que apenas tiene para comer.
Cuando andaba con mi mamadera a cuestas, ese Cuco era Villarroel, al que colgaron tras una bien organizada demostración de barbarie a cargo de los estudiantes de
Cuando ya andaba yo detrás de varias chicas de piernas bien torneadas, el Cuco era el Mono, al que muchos consignaron a los quintos infiernos no una, sino un millón de veces. Escuché hasta cansarme las maldiciones que se lanzaban (aunque a veces sólo como susurros) contra ese aborto de Satán nacido entre los tarijeños, joviales por ese entonces. Tuvo que morirse el Víctor ese tras cien derrotas y cien victorias para que Tarija y Bolivia vieran el día en que todos (con las excepciones del caso) pudiéramos llamarlo “Don Víctor” y lo despidiéramos con una lágrima de nostalgia como a nuestro común abuelo burgués revolucionario.
Si digo que hubo gentes que odiaron a Simón Bolívar y al Mariscal de Ayacucho del mismo modo, no exagero un tris. Lo malo es que hay muchos, demasiados, entre nosotros que entienden por “Bolívar” una camiseta celeste, gloriosa sin duda, pero ignoran las glorias inmortales que ese nombre entraña. Saben poco y nada recuerdan de lo poco que saben.
Y es que los tontines burgueses que acaban de aprender a usar tenedores y balbucean un inglés de seminario han venido a reemplazar a los doctorcitos de Charcas en su estúpido y maligno odio al indio, víctima de una opresión de siglos, y a los pobres, entes molestos porque no se bañan cada día, pero ambos actores eternos de nuestra historia. Repiten así la guerra del “cristiano” Sarmiento contra los imaginados malones del nativo local, ignoran su propio mestizaje y creen que, si se disfrazan de occidentales, el nuevo conquistador les respetará el pescuezo porque “luce casi blanco”.
Perogrullada repetida hasta el cansancio y más allá del genocidio que hoy debemos repetir: los pueblos sin memoria están obligados a repetir sus crímenes por toda la eternidad.
Evo, damas y caballeros, no es un monstruo del Averno enviado por Belcebú para comandar a sus bravos y cortarnos el cuello cabelludo… Es el producto natural de la coyuntura política que Bolivia vive. Es Juan Pueblo. Claro que Juan Pueblo es algo más que Evo; es Evo, usted y yo. Y fue Gualberto y Víctor en su momento.
Pero sucede que Evo era pastor de llamas antes de ser conductor de las masas analfabetas, pobres y cultivadoras de coca. Don Víctor representó, simbolizó, encabezó, dirigió, se desilusionó y finalmente mató a
“¡Blasfemo! ¿Compara a Evo con Bolívar y don Víctor? ¡Ignorante!”, escucho el grito de la bancada del MNR, y eso que vivo a un continente de distancia. Me apresuro a declarar que veo bien claras las diferencias entre el bueno de Evo ( para empezar, necesita un peluquero) y Don Víctor... Bolívar era libertador de naciones, Evo tiene ambiciones algo menores, creo yo. Veo las diferencias, créamelo usted, Don Herculano.
Pero el caso es que todo compatriota de Evo haría bien en reducirle su categoría de diablo. No es un diablo, es el dirigente legítimo de un grupo de nuestros compatriotas, aunque se bañen poco y no puedan leer cada tarde
Todo boliviano que ame a Bolivia (y son bastante menos de lo que se cree) debe hacer esfuerzos inauditos por leer esa tonelada de amargura que llaman Historia de Bolivia y debe rebuscar entre sus abuelos (por muy platudos o levudos que hayan sido) la sangre india que corre por nuestras venas y nos ata para siempre a Evo y sus legiones.
Si tal hacemos, veremos que estamos condenados a reconocerlos como hermanos, trabajar por mejorarles la suerte y esforzarnos por entenderlos con claridad meridiana, todo lo cual es otro nombre para una misma tarea: salvar al país.
Toda persona que dispone de libros al alcance de las manos y tiene algo más que salsa y carnaval en el seso ha aprendido lo que aquí digo: sólo un ignorante suicida puede creer que hay esperanza para Bolivia en el odio contra Evo y contra lo que Evo representa en este instante de nuestra común historia.
Bolivia está condenada a dar su lugar legítimo a las gentes que pagan del modo más feroz la vida del país. El hambre, la miseria y la ignorancia de esas gentes debe desaparecer para devolver un destello de esperanza a los bolivianos. Si tal no sucede (y hasta hoy jamás sucedió) Bolivia avanza inexorablemente hacia su destrucción. Si “blancos” e “indios” se odian, hacen feliz al chileno y, por ende, a todo potencial conquistador. Todos nuestros vecinos se han comido parte de Bolivia… ¿Qué más necesitamos para decidir que odiarnos a nosotros mismos es suicida?
Lo trágico es que la ignorancia de los “educados”, tan brutal, tan pesada y tan evidente hoy como siempre, es el instrumento de ese suicidio. No lo es Evo, el vocero del segmento de la bolivianidad que no halla salida histórica para sí mismo y por eso parece Cochise contra los “buenos” colonos “blancos”.
Evo (por lo menos) sabe quienes son sus amigos y quienes sus enemigos, hazaña en la que supera al pueblo de los Estados Unidos, víctima ignorante de una monstruosa plutocracia que lo ha sacrificado durante un siglo de guerras de conquista.
Por eso tengo su retrato, feo como Evo es, en mi escritorio: Consérvalo, Señor, digo de rato en rato, porque si no lo preservas, muchos perderán con Evo el cuero cabelludo… Pero la verdad es, nomás, que Evo necesita un peluquero.
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