viernes, marzo 17, 2006

PENSAR BOLIVIA BAJO EL CIELO DE OCTUBRE


Por Rafael Bautista S.

“Éramos una máscara:

con los calzones de Inglaterra,

el chaleco parisien,

el chaquetón de Norteamérica

y la montera de España”

José Marti

I. EN EL PRINCIPIO TODO ERA NOCHE

Pensar es siempre una tarea incómoda en un país que ha despreciado centenariamente su cabeza; pendiente siempre en complacer los apetitos de afuera, nuestros gobiernos nunca se han detenido a considerar siquiera las necesidades de adentro. Un país que ha perdido el camino es porque nunca ha hecho camino, es decir, nunca ha apostado por hacerse un destino. La historia de Bolivia ha sido una acumulación paulatina de estrategias de sometimiento que han conformado una subjetividad apocada, casi devaluada a la nada (no sólo las potencias extranjeras, sino también los vecinos han aprovechado aquello, con beneficios siempre considerables). Toda experiencia de liberación siempre ha devenido en un nuevo sometimiento, pareciendo inevitable el resignarse a la dependencia como forma de vida. Pero lo más grave es que la dependencia, “as time goes by”, como por ósmosis, penetró el cuerpo y se afincó en nuestras conciencias, como segunda naturaleza; es decir, cada vez y de mejor modo, éramos más aptos para desarrollar nuestro subdesarrollo; incluso contratando asesores extranjeros, a quienes pagábamos (y muy bien) para optimizar nuestra adicción al sometimiento, a no dejar de ser la siempre “periferia” sumisa a las exigencias de un “centro” siempre ávido de apetito.

El que ha aceptado su condición de sometimiento no piensa, deja esa labor para “alguien superior” (alguien que no puede ser su paisano, porque esa admiración que siente por el colonizador es siempre desprecio por sí mismo, y ese desprecio es desprecio por su semejante); porque está educado en el convencimiento de su inferioridad. Salir de ese circuito requiere una liberación, pero esta sólo puede realizarla un sujeto que no está sometido del todo. En Bolivia, la posibilidad de liberación ha sido siempre inspirada por los marginados y excluidos; estos han ofrecido siempre sus vidas (como lo único que les quedaba), como garantía para construir otro porvenir. Los reducidos a la miseria sacaron, del fondo de su memoria, lo que hace posible levantar la cabeza: la dignidad. Porque las capas “cultivadas” de la sociedad boliviana habían sido “intelectualmente castradas” (por eso las demandas de un pueblo explotado por siglos no podía ni siquiera “excitarles”); educadas en la cultura de afuera fueron condenadas a renegar de su propia cultura, de su propio yo, escindido en lo que había que asumir (lo de afuera) y en lo que había que negar (lo de adentro). Esta subjetividad fue incapaz de imaginar un proyecto de país, porque fue incapaz siquiera de imaginar una liberación de su condición de objeto. Esta condición le llevó siempre a extender la mano y someterse a la injerencia externa; preso de la fascinación por “lo moderno”, siempre costeó sus más caros apetitos aun a costa de la subsistencia de sus paisanos. En este afán jamás se atrevió a imitar siquiera lo que era motivo de sus deseos, consumidor compulsivo de las modas del “centro”, se condenó siempre a mirarse con ojos ajenos; de modo que, todo lo que hizo, lo hizo siempre pensando en afuera, en el “qué dirán” (por eso nunca desarrolló mercado interno y apostó siempre a la dependencia, empujando a este país a la firma de tratados comerciales para beneficio ajeno; arrogante frente al “Estado centralista” siempre golpeó sus puertas para aliviar sus bancarrotas financieras o que “papá Estado” se lo consiga mercados, siempre a costa de los pobres, quienes garantizaron en definitiva sus cuantiosas satisfacciones).

Por eso hay que pensar este país desde sus más hondas contradicciones; pensar Bolivia no como algo dado allá afuera, sino como algo cuyas más hondas contradicciones se dan dentro de uno mismo. Porque pensar es poner en crisis algo; en este caso, el sujeto que, desde 1825, se autodenomina boliviano. Atreverse a pensar es, en nuestro caso, hacer autocrítica; porque se hace crítica, siempre, de los últimos fundamentos, y el último de los fundamentos de la crítica es el propio yo. Pero el yo individual no es nada sin el yo nacional, porque cada individuo es del tamaño de su país. Por ello, en esta tarea está involucrado, en cada uno, el país entero. Las certidumbres (dogmas y creencias) que sostienen a un individuo son también aquellas que sostienen sus instituciones; estas articulan lo que parece “dado”, lo que estructura las certidumbres como lo obvio, como aquello que “no hay que tocar”: el mundo es así y así será. El problema es cuando aparece lo nuevo y pone todas las certidumbres en crisis; en tal caso, sólo una crítica fundamental puede hacer posible entender lo nuevo que “aparece como lo que no se entiende”. Lo considerado “indiscutible” es puesto en crisis por la aparición de lo nuevo, lo que merece un nuevo tratamiento, porque no encaja en los moldes de una mentalidad que se ha acostumbrado a santificar lo que “ya se ha dicho”. Crítica significa entonces “puesta en crisis”. Lo que se “pone en crisis” son las creencias últimas que habían configurado un tipo de hombre: el boliviano como “el pueblo enfermo”. Decimos que una revolución se produce cuando se destronan los paradigmas que sustentaban un mundo, de modo que se lo transforma en otro (pero si no se revoluciona el sujeto que produce una revolución, esta deviene en “lo mismo”). Hasta octubre se creía que, de todos modos, no se podían cambiar las cosas. Pero sucedió algo fundamental. Para estar a la altura de ese acontecimiento hay que atreverse a pensarlo. Pensar el acontecimiento es mostrar cómo ha sido este posible y cómo es posible seguir adelante.

Por eso es necesaria una pre-disposición, un abrirse a la realidad como acontecimiento de lo nuevo. Sin tal apertura no hay modo de cuestionar nada a fondo, porque todo parece sabido de antemano y no hay novedad que le afecte a uno. Si las certidumbres se consideran indubitables, entonces no hay novedad (porque la novedad desconcierta), porque su sola consideración merece un paréntesis en lo considerado indubitable. Pensar es posible porque la realidad (cuando nos acontece) es capaz de cuestionarnos, de tal modo, que nos produce irremediablemente un estado de crisis. Sólo estando en crisis se puede estimar la magnitud de lo que nos acontece. El acontecimiento nos pone en crisis y nuestra crisis pone en crisis las “certidumbres” que nos sostenían en la mentira. Entonces la cosa es grave. La gravedad de la crisis es la que “da que pensar”. Sólo se piensa lo “grave” y, cuanto más “grave” sea lo pensado, será más radical (tocará fondo) el pensar.

II. EL CIELO DE OCTUBRE

Entonces, ¿por qué octubre? ¿Por qué atreverse a pensar este país bajo el cielo de octubre? Hay una leyenda talmúdica que cuenta cómo el fiel es aquel que da gracias no por lo que ha de recibir, sino por el hecho mismo de dar gracias. Es decir, el fiel es aquel que recupera la memoria: su situación (el de poder agradecer) es producto de un acto absoluto de donación; porque no hay nada que merezca el sacrificio ajeno y, sin embargo, hay quienes están dispuestos a sacrificar sus vidas para que otros puedan vivir mejor. La fiesta que conocemos como pascua es también, en su origen, una fiesta de recordación. Lo que conocemos como pascua es, en su origen, el “pesaj”, que quiere decir pasaje; el pasaje que recorre un pueblo hacia su liberación. La fiesta conmemora el acto fundacional, gracias al cual fue posible la liberación de un pueblo oprimido: “En ese día le deberás decir a tu hijo: a causa de esto obró Dios en nuestro favor. Esas palabras estarán como recordatorio entre tus ojos, pues con mano fuerte Dios te sacó de la esclavitud” (Éxodo 13). El fiel es quien insiste en hacer memoria. Porque el olvido es lo que nos tienta a no rendir cuentas, a despachar nuestros actos irresponsablemente, como si nadie estuviera pendiente de lo que hacemos. Así despachamos, en nuestro caso, a nuestros muertos, porque cuando nuestras acciones se fundan en el olvido, empieza la irresponsabilidad de quien no se cree deudor de nada ni de nadie y observa sólo hacia adelante, atropellando la memoria de todos y condenando a repetir la injusticia; de este modo se condena doblemente a los muertos: que se vayan por donde han venido y nos dejen en paz.

Pero la recordación es un mandamiento del que vive y, también, una fiesta. Es mandamiento porque debemos a los muertos un porvenir que puede ser ahora nuestro. Y es fiesta porque es encuentro; los vivos invitan a los muertos. Recordarles no para lavar culpas, sino para sembrar esperanza. El que muere guarda siempre una última esperanza, que el sobreviviente testifique; si este no cuenta lo que ha pasado, escupe la memoria de los muertos y los condena a la soledad absoluta. Por eso sobrevivir no es cualquier acto. Se sobrevive porque se tiene esperanza y la esperanza nace de la fidelidad. ¿Por qué octubre? Porque octubre nos mostró que ya no podíamos seguir el camino por el cual nos metieron los doctorcitos que mandamos afuera, que aprenden prestamente cómo construir la felicidad de afuera a costa de la nuestra; que el desprecio del boliviano hacia sí mismo, le había llevado siempre a someterse a una oligarquía que se cree todo, menos boliviana, que ama todo lo que venga de afuera y desprecia todo lo que proviene de adentro, que acabó rifando a precio de gallina muerta lo más caro: la dignidad.

Esos nos hicieron creer que su democracia de cuello limpio y encorbatado era el gobierno de los mejores (los “notables”, “honorables”) siendo, en realidad, el gobierno de los peores (corruptos, ladrones, manq’a gastos, quienes nos dijeron que “la dignidad no da de comer”); esos nos gobernaron desde que tenemos memoria y nos metieron el miedo: eran mejor ellos que los indios brutos, o sea, nosotros mismos. Esos creen que la identidad es como una mercancía que se puede comprar en el mercado; por eso arquean la mirada o hacen cara de asco cuando hablan de lo indígena y, sin embargo, no pueden disimular el escozor de sus pies cuando escuchan una “diablada” o un “tinku” o, estando afuera, no pueden frenar sus corazoncitos cuando escuchan una quena o un charango. Quienes les dieron la posibilidad de una identidad, o sea, algo de qué sentirse orgullosos (y no una simple nada) son, en boca de esos, lo que hay que barrer de su país ilusorio (la siempre “Bolivia que se nos muere”), hecho a la medida de los intereses de afuera, nunca de adentro. Ellos nunca amaron la tierra que les dio identidad, cultura (en el alimento, en el paisaje, en la música), por eso siempre despreciaron a su gente porque, fieles a sus padrastros conquistadores, sólo estaban acá por la plata, el estaño, el petróleo, el gas; soñando con la tierra del amo de turno (adonde mandan sus ganancias, para hinchar arcas ajenas), como la cuna a la cual ansiaban con el retorno. Estos fueron los que siempre se beneficiaron de la rifa de un país llamado Bolivia y son acogidos (después de cumplir su tarea) por el centro, el imperio, que sabe cómo premiar a sus sayones.

¿Por qué octubre? Porque quienes nos mostraron esto fueron los siempre despreciados, aquellos que, como dice Zavaleta, “tienen que morir como perros para que otros coman como chanchos”. Aquellos que, setenta años antes, habían ido a defender el Chaco de un país que nunca los había reconocido como gentes, ahora ofrecían sus vidas (otra vez) para defender lo que hace posible la vida de todos los habitantes de este país: los recursos naturales. Octubre clausuró el siglo XX y marcó el inicio de una nueva historia o, para ser más sugerente, ha hecho posible ver la historia de otro modo, otro modo que haga posible imaginar una nueva utopía. Por eso es inevitable pensar octubre o, para seguir siendo sugerente, re-pensar este país llamado Bolivia bajo el cielo de octubre.

Re-pensar significa poner en suspensión todo lo que hasta ahora sabíamos, lo que nos habían dicho que éramos, lo que nos habían enseñado a ser. Éramos repetidores de lo que se pensaba en otros lados, porque nos habían enseñado a depender de lo que se dice afuera; siglos de colonización nos habían adiestrado en la sumisión ciega, a costear con nuestros ingresos nuevos programas que desarrollaban nuestro sometimiento hasta la humillación (que hay nomás que firmar todo porque sino quedamos fuera, cuando lo fundamental era estar adentro). Re-pensar todo es el modo crítico de evaluarnos como sujetos: lo que han hecho de nosotros pero, también, lo que podemos hacer de nosotros, de hoy en adelante. Porque en octubre aparece no sólo la memoria; aparecen también las fuerzas que derivan siempre toda liberación en un nuevo sometimiento, la autodeterminación en otra dependencia, la esperanza en el olvido; esas fuerzas que asumen (hoy por hoy) una metáfora que muestra su verdadera mentalidad dependiente, periférica (nunca centro de sus aspiraciones sino satélite de un centro al cual se deben): la “media luna”. El afán separatista de una idiosincrasia que nació en el entreguismo y la subordinación a los intereses foráneos, porque así constituyó sus aspiraciones de ser algo bajo las faldas del poderoso. El despertar de la dignidad del que no está sometido del todo es lo que les molesta, por eso, si no pueden someterle, es mejor separarse, “autonomizarse” (como no saben ser soberanos, ahora apuestan por una figura que garantice siempre la dependencia del capital trans-nacional, ese que no tiene patria), y así repetir la historia de fragmentar un país que se resiste a arriar bandera. Esas fuerzas son también la otra cara de una mentalidad (la boliviana) que se resiste todavía a la independencia y la autodeterminación.

La posibilidad de pensar un país bajo el horizonte que abrió octubre no puede hacerse sino de modo autocrítico. Poniendo-se el sujeto mismo en consideración (sus grandezas y sus miserias, sus contradicciones y la posibilidad de su superación), para estar “dentro” del acontecimiento, en cercanía crítica, de estar en la brega, de remontar la experiencia y hacerla conciencia. Y, también, de hacer memoria, de hacer apthapi para quienes se fueron, para no sucumbir en la incertidumbre de ellos y de nosotros; se trata de testificar para adelante, para que el olvido no nos tiente en el camino. Los muertos responden por los vivos, porque los vivos son la única razón de su existencia; si los vivos les dan la espalda, los condenan a una muerte inútil, amputándose además toda posibilidad de redención.

Una historia. Un hombre está por ejecutar a una víctima. Es de madrugada y ha estado toda la noche despierto, tratando de olvidar lo que ha de hacer. En ese momento aparecen entre las sombras su madre muerta, su padre, sus abuelos, todos sus muertos, que le rodean en silencio. ¿Qué hacen ahí?, se pregunta lagrimeando, queriendo tocar sus cuerpos transparentes. La madre se le acerca y le dice: “Hemos venido porque no podemos abandonarte en un momento como este, porque lo que hagas ahora transformará tu pasado y el nuestro, porque al convertirte en asesino nos habrás convertido en asesinos a todos nosotros, porque al momento de jalar del gatillo estaremos haciéndolo contigo”.

O sea, en cada acto de nuestra vida estamos cambiando, no sólo nuestro futuro, sino también nuestro pasado; estamos re-escribiendo la existencia de quienes hicieron posible que estemos acá. Ellos vigilan lo que hacemos, porque de lo que haga el vivo depende la paz de los muertos. El vivo es responsable no sólo por el futuro, sino también por el pasado. Octubre ha abierto un nuevo horizonte, sobre el cual se puede proyectar nuevos desenlaces, porque se puede escarbar otros comienzos. Si la memoria desea un nuevo destino, entonces el camino deseado tendrá sentido. Ahora empezamos a transitar el comienzo, el punto de partida de un pueblo que quiere creer en sí mismo. Porque la liberación no es sólo un proceso “objetivo” sino también, y en mayor medida, “subjetivo”. El sujeto liberado es aquel que empieza a ver-se con “otros ojos”; su humanidad es re-des-cubierta desde la afirmación de una dignidad que hizo posible el despertar antes del letargo final. Para ser soberano y libre hay que primero desearse y saberse digno; por eso hay que recomenzar adentro, autocríticamente, atrás y adelante. Porque nos enseñaron a ser colonizados y dependientes (a despreciarnos); ahora debemos aprender a valorarnos, a liberarnos. La marcha de un pueblo en su liberación es siempre una marcha por el desierto, donde hay que crear al hombre nuevo, aquel que pueda construir su propio destino.

El que acepta ese reto (porque nadie obliga a ser crítico, es pura elección) sabe que quien busca respuestas es alguien que no sabe siquiera formular una pregunta adecuada; y desmaya en la incertidumbre de no saber qué hacer, porque no sabe quién es, quién ha sido y quién podría ser. Preguntar es el modo cómo excavar la realidad hasta que la pala se doble, tocar fondo y saber de qué está hecha. Las preguntas abren panoramas; para ver por dónde ir, hay que tener perspectiva, hay que darse la molestia de escalar la cumbre para observar el horizonte. Pensar es, en última instancia, el suelo de lo que podría ser, proyectivamente, un proceso de “ilustración” que precisa una subjetividad que provoca revoluciones, pero que no se revoluciona a sí misma. Y, en esta deficiencia, resigna siempre sus esperanzas al silencio de los campos infinitos del olvido.

Pero esta tarea no es la que asumirá la generación intelectual y política que maneja este país. La construcción de un nuevo mundo no es desafío de una prole que no ha hecho de su vida un ejemplo a seguir. Estos seguirán pendientes de los cambios, para acomodarse en la historia y sacar réditos por ello; harán gobierno con las banderas del acontecimiento, pero no le serán fieles. Porque sus esquemas mentales les permite subir al poder, pero no bajar el poder. La izquierda boliviana nunca fue nacional, es decir, nunca tuvo identidad, porque su proyecto siempre fue pensado en otros lados, nunca adentro; por eso nunca asumió el reto de pensar este país, porque, en el fondo, no querían cambiar este país, porque eran incapaces de cambiar sus propias vidas; por eso su atavío actual es sólo superficial. Esta generación quemará sus últimas banderas por lo que le caiga. Ya el pueblo (que también tendrá que aprender esta lección) sabrá observar quiénes, sirviendo a dos amos, entregarán al César lo que NO es del César.

Por eso la esperanza está en los “waynas”, los jóvenes, los que todavía no están castrados intelectualmente, los que hagan carne un pensamiento nuevo. Porque nuestra “izquierda intelectual”, asume todavía inocentemente los mitos que la modernidad carga desde su gestación, considera tabú algo que debiera ser principio de la crítica. La modernidad es la estrategia cultural y civilizatoria por la cual occidente deviene siempre en “centro” y nosotros siempre en “periferia”; occidente es el sujeto que piensa y nosotros el objeto a ser pensado; es el “ser” y nosotros el “no-ser”. Por eso, aquel deseo inocente de ser modernos, encubre la más seria contradicción de una mentalidad que no se ha descolonizado; por eso el parloteo cuasi mecánico de lo que se piensa en otros lados, sin la previa y necesaria consideración si lo que repite es pertinente o no para el lugar en el que depositan las consecuencias de sus saberes importados.

Aun no terminamos de asumir octubre y ya se nos presentó mayo y junio, después diciembre y, para colmo, enero; para estar a la altura de la realidad no es necesario correr como ella, sino lograr panorama, buscar la perspectiva desde la cual evaluar el movimiento que está generando una nueva revolución. Hemos ingresado al siglo XXI en octubre del 2003. Pero las estructuras mentales de las dirigencias intelectuales y políticas siguen, en el mejor de los casos, en el siglo XIX. Ponerse a la altura del acontecimiento supone revolucionar también al sujeto que quiere pensar el acontecimiento.

III. EL FRÍO DE LA MADRUGADA

Es ya popular aquella hipótesis, según la cual, en Bolivia se dirimen los grandes problemas que le toca vivir a Latinoamérica y, que de su resolución depende, en gran medida, el futuro de los movimientos insurreccionales de las demás naciones. Curiosamente, esta opinión es popular fuera de nuestras fronteras; pero no es tomada en serio adentro, sobre todo por una izquierda intelectual que, conformada como “objeto periférico”, vive pendiente de lo que se piensa en el “centro”, como arquetipo irrecusable de lo que se debe de hacer en la “periferia”. Las ciencias sociales, sobre todo, viven presas de un cientificismo que les anula toda posibilidad de generar un pensamiento crítico, que les permita ya no sólo “describir” la realidad (prototipo de una neutralidad positivista); sino de recuperar una conciencia ético-crítica que permita una superación del horizonte mezquino de la racionalidad instrumental (la ciencia debe de abstenerse de emitir juicios de valor), dando paso a la justificación cínica de la injusticia hecha “la naturaleza misma de las cosas”.

Vivimos pues una época que parece haber impuesto su lógica y su manera de pensar, las cuales son patrocinadas por una globalización que pretende uniformizar a todo el planeta en torno al mercado (al cual se deben de subordinar las relaciones humanas). Pareciera que el discurso moderno no tuviese réplica posible y que la racionalidad medio-fin (traducido en la economía como costo-beneficio) hubiese impuesto su eficacia y su lógica como la “naturaleza misma de las cosas”; quedando todo pensamiento alternativo desahuciado por un presunto deseo utópico que, en la racionalidad medio-fin (presentada como “lo racional”), aparece simplemente como una pulsión patológica del que quiere el cielo en la tierra.

Pero la pauperización de más del 80% de la población del planeta y las catástrofes medioambientales (causadas por una lógica que sólo atiende a la ecuación costo-beneficio) muestran los efectos (cada vez más irremediables) de una racionalidad divorciada, cada vez más de la realidad y, más bien, afincada en modelos abstractos que persiguiendo “equilibrios ideales”, sólo ocasionan “desequilibrios reales”. La respuesta del poder mundial a los desajustes que provoca el mercado es más mercado, o sea, su lógica no se cuestiona, pero sí se cuestiona a aquellos que se oponen a esta lógica: se los elimina (la última “cruzada” del imperio muestra eso: quien no está con el “free world”, forma parte del “reino del mal”). Se ignoran los desequilibrios que produce el dogma del “equilibrio perfecto” y se le brinda, más bien, un camino expedito, limpiando toda distorsión (los pobres que produce), para la imparable acumulación de la tasa de ganancias (aun a costa del ser humano y la naturaleza).

Pero la vida se resiste a desaparecer. Por eso surge la protesta (porque un mundo mejor no sólo es posible sino necesario, para la continuidad de la vida). Por eso en Bolivia vivimos las contradicciones más profundas de un sistema-mundo (que se origina en 1492), porque acá se enfrentan no sólo dos racionalidades (la modernidad no pudo eliminar del todo “la razón del otro”); sino el “grito del sujeto” y el “grito de la tierra” contra la aplanadora moderna del “progreso infinito”. No es que el ser humano no sepa adaptarse a las “nuevas condiciones”; son las “nuevas condiciones” las que no se adaptan a la naturaleza humana. Por eso importa el acontecimiento. Por eso octubre nos permite pensar de “otro modo” un país siempre al borde de su autodeterminación; porque lo fundamental es revolucionar la revolución, transformar al sujeto que se haga cargo del proceso abierto en octubre. Por eso el pensar debe de estar a la altura del acontecimiento que lo ha originado. Un pensar crítico que se haga cargo de la palabra del “otro”; que tome la responsabilidad de su palabra excluida, de la interpelación del grito del hermano que clama desde la tierra justicia; el excluido y negado por este moderno-sistema-mundo.

Rafael Bautista S.

Autor de “OCTUBRE: EL LADO OSCURO DE LA LUNA”

Editorial “Tercera Piel”, La Paz, Bolivia

rafaelcorso@yahoo.com

Marzo de 2006

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