sábado, junio 14, 2008

LA POLÍTICA IMPERIAL DE FEUDALIZACIÓN GLOBAL


Por Rafael Bautista S.

El fin del sistema unipolar obliga al imperio a rematar su decadencia con políticas de “solución final”; las cuales, lejos de representar “solución” alguna (como el holocausto alimenticio mundial), no hace más que acelerar la tendencia suicida del neoliberalismo (alimentado decididamente por el fundamentalismo cristiano gringo). El fracaso del control mundial de los hidrocarburos (según Kissinger y Brzezinski el control de los hidrocarburos euro-asiáticos significaba el control mundial) le obliga a descubrir sus opciones, cada vez menores, pero más peligrosas. Perdida la hegemonía gringa, le resta ejercer su poder despótico, el cual no sólo destruye países como Yugoslavia o Irak sino su propia economía y, lo que es peor, la economía mundial. Aparecen opciones demenciales que dan cuenta de una pérdida de sentido, obnubilada también por una constante en la política moderna: el afán de poder y riqueza. Afán congénito de un proyecto que nace con la invasión del Nuevo Mundo. En 1760 el jefe ottawa Pontiac logró reunir a las naciones Anishinabe, Miami, Seneca, Lenape, Shawnee, Huron, y otros, en contra de los británicos: “sólo hay un propósito: exterminarnos; sólo una respuesta: la unión ante enemigo tan poderoso”; esta unión (que resiste la invasión inglesa por casi una década y demuestra que fueron siempre los indios el ejemplo que las independencias criollas continuaron) tomó el carácter de una confederación, similar a la primera democracia de América: la confederación de las naciones Onondaga, Oneida, Mohawk, Seneca y Cayuga (donde aparece una legislación envidiable aun hoy en día, de convivencia política en la diversidad y el respeto mutuo, en gran parte inspirada por aquel legendario líder Huron más conocido como “el Gran Pacificador”), la confederación de los Haudenosaunee o pueblos iroqueses (modelo que Benjamin Franklin propone como el modelo a seguir para la constitución futura de los “Estados Unidos de América”). El exterminio de pueblos, naciones, culturas y civilizaciones, fue una tarea cuya sofisticación fue desarrollada en el propio teatro de operaciones. Si la ciencia de la economía aparece en Inglaterra, es por aquellos dos siglos de comercio desigual e injusto en el Nuevo Mundo, que destruye naciones enteras, y les da la experiencia suficiente para teorizar el modo específico de dominio mundial que está naciendo. Dominio económico, y político, pero siempre apoyado en el poder bélico.

Ahora el poder imperial ya no es hegemónico y, a medida que se hace despótico, las opciones que le restan las operativiza de modo insensato; como la guerra por el petróleo, que no garantizó su control, es más, fue el mejor modo de perderlo. Tal situación es la que obliga al imperio a la “solución final”. Pues la unipolaridad acabó (reconocimiento hecho incluso por “The Financial Times”, en abril de este año) con la pérdida del control energético; y la política actual de no dependencia del petróleo foráneo, no puede sino responder a la crisis que se atraviesa con el abuso ostentoso de la fuerza bélica, no otra cosa significa la reactivación de la Cuarta Flota (inicialmente con once buques, un portaviones y un submarino nuclear) del Comando Sur; que aparece para “restaurar el poder de sus socios regionales”, redistribuyendo el mapa continental a favor del capital trasnacional. Lo cual significa una re-colonización. Desde Woodrow Wilson no sólo es política exterior gringa el control de los gobiernos sino el control de las elites (sobre todo intelectuales), para que estas reproduzcan una condición colonial de modo cuasi natural en sus respectivos países. La adopción e importación ingenua de modelos políticos y económicos forman parte de una colonización del saber y conocimiento locales; los cuales están precisamente elaborados para desarrollar nuestro subdesarrollo. El último de estos modelos, que asegura esa continuidad, es el modelo autonomista. Se trata de un modelo mundial de feudalización sistemática. Y, como “procesos autonómicos”, constituye la pantalla eficaz para dominar definitivamente mercados que se resisten y reconquistar finalmente recursos que pretenden ser recuperados por gobiernos y procesos populares. La generación de conflictos regionales garantiza un desangramiento económico y político que, de modo evidente, se pretende realizar en Bolivia con los “referéndums autonómicos”. Por eso los afanes separatistas en Bolivia destacan no sólo un conflicto local sino, específicamente, mundial: el control global energético.

Los movimientos autonomistas son, en realidad, recientes; aparecen simultáneamente al proceso actual de globalización y se proponen históricamente los objetivos que la primera conquista dejó pendientes. Por ello vuelven los símbolos monárquicos, inquisitoriales; un sedimento oculto que se activa gracias a la cultura racista de las ciudades. Una nueva independencia es raptada por el mismo sector conservador que había raptado la primera. La historia rinde cuentas consigo misma y resurgen las contradicciones nunca superadas de una sociedad colonizada hasta el tuétano. La agrupación del sector conservador no es improvisada sino ya ensayada en los golpes militares y exhibida en los festejos mediáticos de veinte años de neoliberalismo. La reciente congregación ultra-conservadora tampoco es espontánea; hay una historia detrás, que maneja el imaginario de una sociedad presa de sus prejuicios y taras. Por eso la convocatoria es también simbólica y despierta miedos y odios nunca cicatrizados (que es el mejor modo de prender el asunto hasta que no quede ni una sola brizna de esperanza).

El asunto, trabajado también desde las universidades (que, en la década de los ochenta, son penetradas por la ideología neoliberal), paulatina y sistemáticamente, va destruyendo toda la acumulación crítica que permitió una universidad revolucionaria. Si la juventud actual es conservadora y acrítica, y racista, es por su de-formación educativa. Se trata de una juventud que se pudre antes de madurar. La penetración ideológica de la globalización conforma, en cada país, una intelectualidad que trabaja, piensa y gobierna para afuera; desaparece de la visión académica la propia realidad cuando el conocimiento es destinado exclusivamente a desarrollar el capital (ni siquiera nacional sino transnacional). Por ello aparecen intelectuales orgánicos de la oligarquía, quienes, onerosamente premiados, se dan a la tarea de justificar históricamente demandas que requieren un sostén discursivo para inventar hegemonías compactas. Ello les obliga a una reinterpretación de la historia nacional. En el caso de Bolivia, en Santa Cruz, se trata: de la invención de “lo camba”, el mito del “exitoso modelo camba” y una teoría fascista de la conspiración.

Lo primero tiene que ver con la invención de una identidad conformada en torno a un antagonismo absoluto: esa identidad (lo camba) sólo se logra negando otra (el indio). Es una construcción ideológica que deposita, de modo maniqueo, en otro (el indio), los males de una sociedad (la camba); aparece la culpabilización determinada en un alguien (el indio) que será, en definitiva, el chivo expiatorio en una “solución final” (el antecedente es obvio: el fascismo nazi). El segundo mito no sólo logra “lavar” el dinero sino la conciencia; se trata del encubrimiento del origen de la riqueza, y la apoteósica defensa del producto de la explotación, el robo y la deuda nacional, como muestras de la iniciativa y el ingenio particular de una identidad precisa (la camba); son atributos exclusivos que dicen superioridad (no en vano es un discurso racista, pues estos atributos naturalizan y homogeneizan a la identidad exaltada (la camba); el otro (el indio) es todo lo inferior por naturaleza). La tercera provoca la disposición activa de, sobre todo, la clase media; llamada a defender los valores burgueses, es la base de reclutamiento conservador que encuentra la oligarquía para la confrontación (el indio es el conspirador); el antagonismo no produce otra posibilidad que el enfrentamiento. Por eso el rechazo tácito a todo cambio se hace irracional, y el prototipo de este tipo de posicionamiento es el racismo.

Esta ideología neo-conservadora, de un extremismo impensable en pleno siglo XXI, saldrá de los ámbitos académicos bajo rótulos de “cientificidad” y “teoría crítica”; en el campo político adoptará banderas históricas de luchas populares y, bajo este hábito, operará una manipulación eficaz; en Bolivia la descentralización político-administrativa adquirirá una nueva fisonomía: la autonomía. Esta figura es la que empieza a exportar el primer mundo, como el modo de hacerle frente a los “populismos” y garantizar el acceso irrestricto de materias primas; las cuales, en la situación actual, ya no tienen sólo una importancia comercial sino geopolítica; por ejemplo: según los especuladores de Wall Street, en una guerra alimentaria, saldrían ganando la Unión Europea y USA, los mayores acaparadores de alimento a escala mundial, pues si el déficit de los países de la OPEP lo constituyen los alimentos, entonces el control de estos se vuelve un asunto geopolítico; en definitiva, el acceso y la disponibilidad de materias primas podría reconfigurar mercados globales, reordenando las fronteras según las necesidades del capital transnacional. El equilibrio del poder global se podría re-definir por algo más que no sea sólo acumulación monetaria, sino acumulación por des-posesión o desarticulación política global: feudalización. Un neomalthusianismo digita los discursos autonomistas que, en la práctica, y fieles a esta nueva re-distribución global, deja ver lo que se tiene en mente: marcos territoriales definidos en “reservas” y “campos de concentración” para la población mundial sobrante. La pretendida “legitimidad” de demandas que se reclaman regionales y de ampliación democrática, ocultan un propósito de escala planetaria, pensado por el primer mundo para hacerle frente a su dependencia del petróleo: si apuestan por los agrocombustibles es porque ya vislumbran la posesión irrestricta de tierra suficiente para producirlos; el holocausto alimenticio será la constatación de su siempre nueva doctrina: sólo los fuertes sobreviven. Las autonomías, en este contexto, hacen de caballo de Troya, en un proyecto inacabado de colonización radical.

Esta política imperial no se hará explícita sino hasta la guerra de los Balcanes; pero será sólo después de la invasión a Irak, que el imperio adoptará esta política como el modo más conveniente de control de aquello que se le empezó a escapar de las manos: los hidrocarburos. Mientras el primer mundo promueva procesos autonómicos fuera de sus fronteras, al interior de las mismas estará vetada toda posibilidad de iniciar aquello que venderán, al resto del planeta, como último modelo de modernización democrática: las autonomías. Si los gringos fueran honestos con la política que impulsan, adoptarían la misma en su propio espacio político; pues si Puerto Rico no tiene ningún lazo cultural con USA, ¿por qué no estimular un proceso autonómico allí?, ya que la autonomía de exportación es sinónimo de independencia, ¿por qué no otorgarle esa posibilidad a la isla boricua? Es más, si de derechos hablamos, las naciones indígenas de Norteamérica, son las más urgidas de reclamar y obtener aquello que los gringos venden a otros lugares como receta. No sólo porque estos les enseñaron la democracia a los gringos (que nunca aprendieron) sino porque USA está obligada a una reparación histórica con aquellas naciones que les hospedaron en su propia tierra, para después ser despojadas inhumanamente de ella. El éxodo cherokee, más conocido como el “camino de las lágrimas”, fue el éxodo obligado, en su propia tierra, de cientos de naciones indígenas, con excepción de aquellas que fueron exterminadas por el sólo hecho de amar su propia tierra; tarea que realizaron, del modo más diligente, aquellas “grandes” figuras que homenajea el país del norte, como George Washington, quien, en plena guerra contra los británicos, ordena al general John Sullivan la invasión de la próspera nación iroquesa y la expulsión de toda su gente, además de la destrucción de su capital: Onondaga (castigando así su neutralidad); o Andrew Jackson, quien, como antes William Henry Harrison, usa su fama de exterminar indios para alcanzar la presidencia (tales ejemplos muestran el carácter perverso e inmoral de los gobiernos que se sucedieron en el norte). Los nacionalismos, que ahora maldice el primer mundo, no son más que la respuesta directa a los procesos de desarticulación política y territorial que empezó a provocar este nuevo proceso de re-colonización. La condena del primer mundo, como ya es costumbre, forma parte de aquella política que la modernidad exporta, de modo sistemático, desde hace cinco siglos: ellos inventan la enfermedad para después vendernos la droga que no remedia nada sino crea adicción y dependencia. Los desastres que ocasionan los países ricos son siempre imputados a los afectados, y si los afectados plantean soluciones a la crisis importada, estas son automáticamente condenadas. De ese modo, el nuevo siglo, amanece con intervenciones y la generación de conflictos regionales; guerras de baja intensidad que cumplen el “modelo indirecto” o balcanización, promovida por el Departamento de Estado gringo.

Ese “modelo indirecto” actualiza el mito fundacional de la política moderna; ahora, como antes, le sirve para justificar su proyecto de expansión mundial: el “estado civil” como superación del “estado de naturaleza”, o “estado de guerra” en Hobbes. De ese modo, también Locke, otro padre de la política moderna, parte de esa premisa para justificar el naciente imperio inglés: el proyecto civilizatorio burgués, el “estado civil”, como superación de la guerra de todos contra todos. Pero subrayemos: “estado civil” para ellos, pero “estado de guerra” para nosotros, el resto del mundo; un “estado de guerra” que el conquistador impone, dice, “por justicia”, que le concede al conquistador “un poder totalmente despótico, un poder absoluto sobre la vida de quienes –dice Locke– han perdido (¡sic!) su derecho a la vida”. Esto es lo que se actualiza en pleno siglo XXI, de modo que las promesas de “libertad, igualdad y fraternidad” son exiliadas al terreno de las ilusiones; por eso el capitalismo retorna a su condición salvaje: aquello que intentó superar es aquello a lo que regresa. Su promesa civilizatoria consistía en la superación del “estado de guerra” de todos contra todos, pero es eso mismo lo que ahora nos ofrece con su feudalización mundial. Eso es lo que ofrece a un mundo impedido de decir no: someterse al “estado de guerra”, donde el único derecho es el “derecho de conquista”, que le impone a la víctima “pagar la reparación por los perjuicios sufridos y los gastos de guerra”. El cinismo de Locke muestra la verdadera cara de la política moderna, como la guerra a Irak, que se realiza para apropiarse del petróleo que compensará “los gastos y los perjuicios” que debe “sacrificadamente” enfrentar el conquistador: la víctima debe pagar e indemnizar a su verdugo. Ese proyecto busca, ahora, imponer un “estado de guerra” feudalizando al resto del mundo; al desarticular la estabilidad regional, las unidades territoriales y las identidades nacionales, cree poder controlar, de modo definitivo, los recursos naturales que le son indispensables, aunque eso cueste millones de vidas. La primera conquista le demandó 50 millones de indios americanos y negros africanos, ¿cuánto será el cálculo que ahora estiman sus balances económicos, ahora en déficit?

Las megafusiones de las petroleras anglosajonas (que ya tan sólo producen el 13% del petróleo mundial) Exxon-Mobil, Chevron-Texaco, British Petroleum-Shell, aun cuando les posibilite mover miles de millones de dólares (la Exxon-Mobil tuvo el año pasado un ingreso de casi 350.000 millones de dólares), resultan inútiles a la hora de reinvertir eficazmente esas ganancias. El secreto de su apogeo anterior no era tal y lo demostró la guerra del golfo. El neoliberalismo nunca demostró ser eficaz, ni siquiera para el primer mundo. La crisis financiera actual es producto de políticas de salvataje público del capital especulativo (que ahora ve en los precios de los alimentos el terreno de sus nuevas ganancias); la demonizacion neoliberal del Estado, que lo convierte en un simple matón a sueldo, no pudo nunca ocultar el hecho de que aquel Estado vilipendiado es el que garantiza, en definitiva, la reproducción parásita del capital transnacional (siempre a costa de la nación que representa); vive a costa del hambre de sus progenitores aquel que tiene como única meta el despilfarro, toda la acumulación insana que logra sólo es posible robando, engañando y matando. Por eso vuelve el capital a refugiarse bajo sombra belicista (si hay algo más cobarde que el hombre es el capital), mostrando el poder despótico de una hegemonía unipolar ya prácticamente inexistente, por eso tan abusivo y prepotente (¿no es recurrente este despotismo entre los autonomistas?). El fracaso de la globalización radicó precisamente en la persecución sistemática de toda otra alternativa; su soberbia minó toda posibilidad de crítica y disensión, lo cual terminó cegando a los organismos internacionales, como el FMI y el Banco Mundial, que cayeron presos del espejismo que inventó sus propios delirios: materias primas siempre disponibles, baratas e infinitas.

El último delirio son los agrocombustibles (y es último porque con este se garantiza el holocausto alimenticio mundial y la destrucción irreversible del planeta). La tendencia del consumo de combustible en USA hace insostenible toda forma de asegurar ese consumo. La substitución por el etanol estima el uso de 1.7 millardos de acres (casi la totalidad de la masa territorial del país del norte), cifra que se la buscaría asegurar, bélicamente, en el sur. La substitución total del petróleo, por aquel eufemismo del biocombustible, supondría usar toda la masa continental del Nuevo Mundo, desde Alaska a Tierra del Fuego, algo totalmente irracional. Vayamos advirtiendo algunos efectos: sólo la destrucción forestal (por emisión de carbón) podría ser compensada recién después de 4 siglos de uso de biodiesel; mientras tanto, el costo de producción no es halagüeño, pues para producir 1 millón de barriles de etanol se requieren 20 millones de hectáreas, las cuales requieren 4 millones de toneladas de fertilizantes, y estas, 20 millones de pies cúbicos de gas por día; se requiere la mitad de energía que se ha de producir, con la agravante de que el uso intensivo de tierra acaba cancelando su reproducción.

Al primer mundo no le preocupa el impacto económico, alimenticio y ambiental que sufra el mundo sino, exclusivamente, su dependencia del petróleo. El asunto se vuelve geopolítico. El control de los recursos energéticos y naturales denota una prioridad estratégica de control global. Si los ajustes estructurales acabaron con la soberanía alimentaria (mediante los “Tratados de Libre Comercio”), ahora se pretende acabar con la humanidad entera. El holocausto mundial no precisa ser nuclear sino alimenticio y las bombas no precisan caer del cielo sino en forma de tratados comerciales y decretos (como en Bolivia el 21060). Entre las causas que pueden explicar la crisis alimentaria mundial, dos de ellas se hallan ligadas a la invasión a Irak: la baja del dólar y la subida del precio del petróleo; las catástrofes naturales recientes (más bien humanas, producidas por un patrón de desarrollo que persiste en “destruir para producir”) disminuyeron la producción pero no al extremo de justificar lo que más bien realiza la especulación; pues los ingresos de las grandes transnacionales de los granos, semillas y fertilizantes, demuestran eso: Midland reportó incremento de sus ingresos del 54%, Cargill del 86%, Bunge del 189%, Monsanto del 54%, Dupont del 21%, Potash del 185%, Mosaic del 1200%; es decir, mientras los alimentos suben y el hambre avanza, las empresas hacen su agosto. Son los precios de los granos también los que producen un incremento en otros productos como las carnes y los productos derivados de la leche (dependientes de los granos), de modo que se genera una especie de “demolición controlada” (como lo que se hizo con las torres gemelas) que está colapsando la alimentación mundial. En los últimos tres años el precio de los alimentos subió en un 83%, para abril los precios del arroz y el trigo subieron en un 50% (en comparación al año anterior), el maíz subió el doble; de aquí en adelante las cifras tienden a superar el 100%. Según la FAO, el tercer mundo deberá pagar un 56% más en la importación de cereales, lo cual se elevará a medida que estos se destinen al etanol; el incremento también es debido a las políticas de reducción de oferta de, por ejemplo, la Unión Europea. Si algunos países empiezan a reducir su cuota de exportación (cosa que empezó Bolivia, además de la creación de empresas estatales de producción agropecuaria), para garantizar la seguridad alimentaria interna y la estabilidad de los precios, aquellos países presos de la “liberalización” de sus mercados, enfrentan, como Haití, la dependencia absoluta del arroz gringo, que se incrementó en 50% (cuando antes de firmar acuerdos comerciales con USA, se autoabastecía de ese producto de primera necesidad), o como Filipinas, que obediente del Banco Mundial, ya no produce arroz para consumo interno sino lo compra, o Kenia, que antes producía casi la totalidad de sus alimentos y ahora importa el 80% de los alimentos que consume. El “ajuste estructural” y las “ventajas comparativas” consistían precisamente en eso: en satisfacer las necesidades de las transnacionales; se producía para ellas y se abandonaba, poco a poco, las necesidades nacionales propias.

Se dice que la ignorancia se paga, en definitiva, con la muerte. Eso es cierto con aquella ignorancia que es producida por un conocimiento que no libera sino que coloniza. Por eso, cuando hablamos de descolonización, nos referimos al proceso que nos permite desestructurar aquello que nos impide una real liberación. Aquí el proceso no es sólo “objetivo” sino también subjetivo, es decir, histórico y político. Porque la colonización es, en última instancia, una expropiación sistemática de la memoria y el pasado propios. La última “terra incognita” que procura conquistar la modernidad (cuya globalización empieza con la conquista del Nuevo Mundo) no es geográfica sino humana. Por eso importa tanto el pasado, nuestro pasado, porque la recuperación del pasado se vuelve una operación revolucionaria porque lo que en verdad recuperamos es a nosotros mismos. La modernidad nace de un rechazo tácito de todo pasado, pero rechazado el pasado queda cancelado todo futuro; porque el futuro no se crea ex nihilo, necesita del pasado para proyectarse como real. La feudalización global no vuelve al pasado sino que, acabando con la humanidad, acaba con todo pasado, todo presente y todo futuro.

Por eso la modernidad concibe una concepción lineal del tiempo, que no mira atrás. Pero cancelado el pasado se cancela también el futuro; porque en la continuidad inerte de la línea del tiempo, el futuro pierde realidad, porque éste nunca llega en una marcha infinita hacia el infinito. Precisamente la modernidad nace con ese mito: el “progreso infinito”. Ese mito constituye su razón de ser y es, precisamente, el mito que socava su pretendida racionalidad: lo que es infinito jamás puede alcanzarse, de modo que su persecución sólo produce, a la larga, el sinsentido. ¿Qué sentido tiene perseguir lo infinito? Pero la modernidad cree, ingenuamente, que una aproximación asintótica al infinito es posible; en eso consiste su ilusión trascendental (o sea, imposible). De ese modo, la racionalidad que desarrolla se torna irracional; pues si la meta ilusoria del infinito organiza todo aquello que constituye la vida, entonces la vida misma se vuelve mero medio del fin propuesto; como este es inalcanzable, porque siempre se lo deposita en un futuro siempre pospuesto, se sacrifica todo presente, y con ese presente se sacrifica a toda la humanidad. De algún modo hemos llegado a la constatación amarga que ese “progreso infinito” socava aquellos mismos ideales que proclama: libertad, justicia, igualdad, etc. Promete todo aquello que, a la larga, acaba destruyendo. Porque el camino que nos impone a seguir se vuelve el único posible y absoluto, excluyendo toda alternativa, haciendo de su futuro el único futuro. En eso consiste su “utopismo”, porque al devaluar su utopía como lo único realista (hacer de lo imposible lo único posible), no se da cuenta que hace de su sueño la más horrible pesadilla; violenta la condición humana al extremo de acabar con ella.

Las utopías humanas constituyen criterios de orientación y sirven para evaluar la acción humana; por eso es proyectiva, porque es una abstracción de la condición humana. Pero cuando una utopía se pretende realista, esa utopía impone su realización y, como no puede, entonces empieza a violentar la condición humana, persigue toda disidencia y, en nombre de su “realismo absoluto”, devalúa toda resistencia como utópica: esa utopía es lo único real y posible, y lo que es real y posible es pura utopía. La inversión es total y maniquea. Se presenta como “absolutamente racional”, cuando su racionalidad no es más que la secularización de los mitos que la engendran. Cree haber superado los mitos (y se presenta como lo absolutamente racional) cuando son sus mitos los que impone al resto de la humanidad y, en nombre de ellos, acaba con todos los otros mitos que la humanidad pueda tener; afirma la muerte de los dioses cuando son sus ídolos los que intimidan al resto de la humanidad, desde hace cinco siglos. ¿No se inclina acaso el mundo ante la ciencia moderna del mismo modo como Roma se inclinaba ante el Cesar? Sus mitos prometen ahora todo aquello que la cristiandad medieval desterraba a los cielos. Ahora la ciencia baja los cielos a la tierra en términos de futuro; todo aquello que es humanamente imposible, es sólo imposible hoy, porque será posible mañana, dice la ciencia moderna. La tecnología que desarrolla la modernidad nace a partir de ese mito; la ciencia misma, que proclama la “era de la razón”, se constituye míticamente. Si nada es imposible entonces uno es dios, o está en camino de serlo. Por eso Nietzsche es un producto acabado de la modernidad. Como ahora lo son los cruzados de la globalización neoliberal, y su última bandera templaria: los agrocombustibles.

El mito de la “competencia perfecta” es imposible de realización, pero su fetichización permite precisamente ensalzar este mito como el modelo de perfección que la imperfección debe seguir (se entiende que el imperfecto aquí es el ser humano, y también la naturaleza, pues el orden de la perfección es siempre ideal, no real). Al confundir lo imposible con lo posible tiene necesariamente que violentar la condición humana. La “competencia perfecta” es imposible de realización; forzar las relaciones humanas para lograr aquello produce la destrucción de las relaciones humanas, pues lo que produce la competencia es precisamente la destrucción de unos contra otros, por eso aparecen, inevitablemente, los monopolios, que acaban con la competencia que proclaman dirigiendo esta: en condiciones desiguales triunfan siempre los grandes sobre los chicos, y cuando pelean los grandes, son los chicos quienes sufren las consecuencias. La lucha se vuelve motivo de vida y sinónimo de “progreso”: “el que lucha progresa”; por eso las guerras van de la mano del “progreso”, que, si aparece como “infinito”, la guerra también se hace “infinita”. Pero no existe “progreso infinito” (como tampoco “guerra infinita”), porque no existen recursos infinitos, ni el trabajo humano ni la naturaleza producen al infinito, pero los apologistas de los agrocombustibles creen que esa ilusión es real.

El mito del “progreso infinito” organiza la realidad violentándola: la naturaleza y el trabajo humano aparecen como infinitos reservorios de riqueza. Esa organización, que realiza la ciencia y la tecnología modernas, pierde todo sentido de realidad; no importa la constatación de las consecuencias perversas de un patrón de desarrollo que sólo sabe producir destruyendo la humanidad y el planeta, destrucción que, además, nunca es vista como tal, sino como meros desajustes que la tecnología sabrá resolver, siempre, en el futuro (no ahora, pero sí más adelante); destrucción que sólo aparece como costos necesarios para el “progreso” del mercado. Humanidad y naturaleza “viven” para el mercado; el nuevo ídolo ante el cual, “humildemente”, la humanidad debe inclinarse. En eso consiste la ética neoliberal: el sometimiento humano ante los ídolos modernos. El “reino de los cielos” es el “reino del mercado” y “el cordero de Dios que quita los pecados del mundo” es el dinero que “se eleva a Dios padre”: el capital. La teoría neoliberal es una teología secularizada; el “reino del milenio” (que anunciaba Reagan como “la ciudad que brilla en las colinas”) se logra mercantilizando todo: el ser humano, el agua, la tierra, el aire, la vida, sólo tienen valor si tienen precio. Los organismos financieros mundiales son los nuevos templos donde las transnacionales comulgan en la partición del planeta.

Este es el contexto de los autonomismos, como procesos de desmantelamiento premeditado de todo Estado de derecho (que, precisamente, en nombre de él, se trata de socavar). Una política mundial que, desde la década de los ochenta, ha venido configurando un nuevo orden global y que, ante los desbarajustes que ocasionó el propio neoliberalismo, el imperio trata de imponer: feudalizar el planeta. Se trata de una nueva clasificación mundial, más cínica, devastadora y catastrófica que las anteriores; pues concibe un modelo como antídoto, sobre todo, para países que apuestan a su propio desarrollo o que se niegan a la apertura indiscriminada de sus mercados. El primer laboratorio exitoso de esta empresa lo constituyeron los Balcanes; receta que luego trata de exportarse al resto del mundo: Rusia, África, Asia y América Latina, preferentemente a aquellos lugares poseedores de materias primas, sobre todo energéticas, donde el separatismo posibilite su control definitivo. De este modo se intenta reordenar un mapa similar a la Edad Media, donde prevalecían feudos cuya única identidad consistía en el control económico de su zona respectiva.

Los procesos separatistas, incitados por transnacionales, sobre todo gringas, suman en toda la reciente historia de nacimiento de nuevas repúblicas. Así como British Petroleum y Amoco, para hacerse del 80% de la infraestructura petrolera de Azerbaiyán, financian un golpe de estado; así Nokia, Ericsonn, Siemens, Sony, Intel, Hitachi e IBM, promueven la independencia de las provincias del este de Congo, para hacerse con el 80% de las reservas mundiales de coltan (materia prima imprescindible para la fabricación de baterías de celulares); del mismo modo sucede con Guayaquil (Ecuador) y Zulia (Venezuela), ricos en petróleo (objetos de olas autonomistas, promovidas directamente por el imperio), y con los departamentos de, sobre todo, Santa Cruz y Tarija, en Bolivia. Procesos separatistas también auspiciados por partidos conservadores europeos, como los demócrata-cristianos y los social-demócrata alemanes, o el Partido Popular Austriaco, o los propios organismos europeos, como la Unión Europea para Relaciones Exteriores, que señalan una política de “capacitación de nuestros socios para la transformación política (¡sic!) y crear liderazgos locales”; porque, según los europeos, el “populismo” habría acabado con los partidos social y demócrata-cristianos, ocultando el hecho de que la crisis económica que se desató en Sudamérica, fue producida por gobiernos de esa tendencia que, además, recibían fuerte apoyo de esas agrupaciones políticas europeas. El discurso oficial insiste en “ganar a Latinoamérica como socio (¡sic!) en la asunción de responsabilidad global”, cuando esa “responsabilidad” debiera de asumirla Europa como co-responsable directa de la crisis medioambiental. La figura es obvia: Europa asume, también, como suya, una lucha contra nuestros procesos y gobiernos populares, en una línea claramente definida desde Washington.

La imposibilidad de seguir una forma de vida que ha agotado sus perspectivas, como el modo de vida moderno-occidental, expresada de modo salvaje en esta nueva re-colonización o feudalización global, es tan evidente, como la necesidad que tiene la humanidad de proseguir viviendo. Porque al reconocimiento de que no es posible seguir viviendo como hasta ahora, le sigue la siguiente pregunta: ¿desde cuándo existe aquello que ya no puede seguirse? El enjuiciamiento de la modernidad tiene que ver con esta pregunta; porque los problemas que padecemos por cinco siglos aparecen con la globalización del proyecto moderno. Pero el agotamiento de un sistema no produce, automáticamente, una situación revolucionaria; en nuestro caso, la consumación del sistema unipolar, no representa sólo su incapacidad de renovación sino la peligrosa situación de arrastrar a toda la humanidad en su extinción. Por ello, esta situación no podría sostenerse con la atomización, dispersión y disgregación de proyectos de vida; una nueva situación multipolar requiere nuevas hegemonías de largo alcance; que es aquello que surge desde Bolivia, como el modo de iniciar una nueva convivencia política, más racional y acorde a la realidad diversa y plurinacional que caracteriza a las entidades políticas de la mayor parte del mundo. De ese modo, se trata de superar el discurso intercultural, patrocinado también por el primer mundo, que reconoce exclusivamente lo cultural pero no lo político, es decir, se continúa subordinando la relación entre culturas porque el patrón político de organización de los Estados sigue siendo propio de una sola cultura: la gringo-europeo-moderno-occidental. Se trata de atravesar de lo intercultural a lo plurinacional.

En ese camino aparece la negación rotunda del imperio y su delegación conservadora en Bolivia: el autonomismo camba; como el modo de truncar una demanda histórica de liberación en un nuevo “camino de las lágrimas”, donde vivamos exiliados en nuestra propia tierra, sin posibilidad de reproducir nuestra vida y la vida futura, porque todo se habrá destinado a satisfacer la opulencia del norte. Si las fuerzas conservadoras cancelaran nuestro derecho, en Bolivia, a otro mundo más justo, nuestra autoconciencia revolucionaria sería nuestro testimonio; cuya validez quedaría expuesta en el hecho de que este país conoció al fin su proyecto verdadero. Porque la respuesta proviene de los siempre excluidos, los indios, que aquí en el sur, como en el norte, expresan, en voz del alcalde de Achacachi: “no queremos las autonomías, queremos primero la unidad”. Un proyecto universal, como el iroquese, de convivencia política en la diversidad y el respeto mutuo. La diferencia con el proyecto conservador es clara y lo expresó en Sucre el fascismo: “¡Sucre de pie, Evo de rodillas!”. En un discurso de dominación, alguien siempre tiene que estar de rodillas, en este caso, lo que representa el Evo: los indios. Cinco siglos después, la conquista continúa.

La Paz, junio de 2008 Rafael Bautista S. Autor de “OCTUBRE: EL LADO OSCURO DE LA LUNA” y “LA MEMORIA OBSTINADA” Editorial “Tercera Piel” rafaelcorso@yahoo.com