Por Rafael Bautista S.
“Mi palabra es como las estrellas. Ellas no palidecen.
La tierra no le pertenece al hombre. Es el hombre el que le pertenece a la tierra.
De eso estamos ciertos. Todas las cosas están relacionadas entre sí
como la sangre que une a una familia. Todo está relacionado.
Lo que hiere a la tierra, hiere también a los hijos de la tierra.
No fue el hombre el que tejió la trama de la vida: él es solo un hilo de la misma.
Todo cuanto haga con la trama se lo hará a sí mismo”.
Seattle, cacique de los Duwamish
El discurso de moda enarbola una palabrita que, pareciera, enunciar solamente un “afán popular de cambio”, acorde al nuevo panorama que se vive en una “nueva Bolivia”. Esta palabrita se muestra inocente y, como doncella de claustro, no habría cómo reprocharle nada porque de su conducta responderían “el Sumo” y “su Usía”. Tan sacramentada la cosa que hasta hay que aclarar el “no estar en contra sólo que…, es que…, pero…”, y todos los etcéteras que hay para no quedar mal con “su Ilustrísima”. Pues bien, como nuestro fin no es agradar y, si la verdad duele, pues que les duela a quienes les llegue. La “autonomía” no es ni tan inocente como se muestra ni tampoco responde a la tan mentada “voluntad popular”.
¿Qué es la “autonomía”?, ¿quiénes la toman como bandera?, ¿por qué la toman como bandera? y, en definitiva, ¿quiénes se benefician con ella? Todas estas preguntas se remiten a otra: ¿quién desea el poder? Porque en el fondo está la detentación de aquello que llaman poder. Quienes temen perderlo necesitan de otra legitimación para seguir siendo los beneficiarios de él, por eso recurren a la invención de nuevas apariencias. Las apariencias sirven para mostrar y para ocultar. En nuestro caso: ¿qué muestran y qué ocultan las “autonomías”? El juego de las apariencias es siempre un juego de formas, que buscan agradar y seducir, por eso se dice que las apariencias engañan, porque su función radica en “aparentar” algo, en “inventar” algo que no hay; por eso su empleo radica en su efecto, si logra el efecto deseado cumple con su objetivo; pero el objetivo verdadero nunca se “muestra” en la apariencia, el objetivo de la apariencia es “en-cubrir” lo que aparece detrás, y “en-cubre” precisamente “mostrándose” ella; o sea, “mostrándose” a sí misma “oculta” algo. Lo que “oculta” es lo que no-se-ve; lo que se ve es sólo lo que ella quiere mostrar. Entonces, lo que realmente interesa es lo oculto; por eso la verdad molesta, porque quien engaña teme ser des-cubierto. Verdad, como decían los griegos, es “aletheia”, “des-cubrir” lo oculto. Cuando se critica las “formas aparentes” (como la “autonomía”), lo que se busca es des-montar la apariencia para “des-cubrir” lo oculto. Por eso demandamos la verdad. Lo opuesto a la verdad no es el error, sino el engaño.
“Autonomía” es un constructo que viene del griego “autos” y “nomos”. El primero dice de lo que se mueve por sí mismo y el segundo es el nombre griego de lo que conocemos por ley. La “autonomía” la reclama iracundamente aquel que quiere darse leyes por sí y para sí. Pero la potestad de la promulgación de leyes la tiene el Estado, o sea, el que quiere darse leyes por sí mismo quiere, en última instancia, desconocer al Estado. La pregunta es obvia: ¿por qué quiere desconocer al Estado? Las palabras no son entes abstractos y eternos; son todo lo contrario, porque son construcciones culturales, o sea, históricas, o sea, no son cándidas como virgencita de pueblo. Significan el sentido depositado en sus cuencos por el despliegue histórico. Entonces, la “autonomía” (que reclaman los grupos de poder) tiene un sentido preciso, el sentido que no aparece en lo que dicen los abanderados de ella; entonces, ese sentido debe “des-cubrirse” no en lo que se dice, sino en lo que “no-se-dice”. Y lo que “no-se-dice” es la “verdad” oculta y “en-cubierta” por la nueva apariencia con la que se reviste el discurso oligárquico, la nueva legitimación para preservar su detentación abusiva y corrupta del poder.
Es cierto que la palabra “autonomía” apareció en las movilizaciones de naciones originarias del oriente y del occidente boliviano. Porque lo que se “mostraba” era, que un Estado (atribuyéndose la potestad del “derecho” y la “razón”) no puede continuar excluyendo sistemáticamente a las naciones que soportan, en carne propia, el colonialismo de nuestra suerte; que la soberanía empieza cuando el todo de un país se reconoce, autoconcientemente, como un fin en sí, y no como simple medio (instrumento) para el fin que se dispone afuera; que esto pasa por reconocer y reparar la injusticia sobre la cual se halla fundado un país como Bolivia; que un país que paulatinamente excluye y condena a la miseria a su pueblo, sólo procura su condición (como país) miserable y dependiente; y esto pasa por un reconocimiento real, ya no sólo formal, de las otras naciones al interior de ese Estado criollo-racista-moderno-boliviano. La apropiación de aquella palabra, se la hacía en nombre de una política de “restauración”, que las naciones originarias proponían como la posibilidad fundamental de recuperación de alternativas a la ya evidente decadencia del patrón de vida moderno-occidental. Aquella “autonomía” tenía como objetivo “restaurar” patrones civilizatorios que hicieron posible relaciones menos conflictivas entre la tierra y el ser humano, de las cuales se podrían derivar otra economía y otra política (necesarias ante las nefastas consecuencias del globalismo salvaje). Aquella política de “restauración” no buscaba competir con el Estado, sino “restaurar” las condiciones que necesita toda proyección de sentido; es decir, para que un mundo sea una alternativa, ese mundo debe poder desarrollar sus posibilidades y, para ello, se debe asegurar sus soportes materiales (una cultura no se despliega si a la vez no se despliegan su economía y su política).
De ninguna manera competían con el Estado, porque garantía de sus soportes debía ser un Estado (por supuesto no racista) que proteja su “restauración”. Las naciones originarias siempre demostraron, en las más críticas situaciones, como en la guerra del Chaco, ser más bolivianas que quienes gobernaron centenariamente este país. Ante el desprecio racista centenario de los grupos dominantes, las naciones originarias resistieron siempre precariamente (afincándose en sus cada vez más descompuestos patrones civilizatorios) para demostrarnos que el patrón moderno-occidental-euro-norteamericano sólo consiguió agudizar nuestra pobreza tanto material como espiritual. En esos términos, la “autonomía” que proponían las naciones originarias buscaba hacer posible las condiciones básicas para “restaurar” cultural y civilizatoriamente un mundo como alternativa al imperante y aplastante mundo mercado-céntrico.
Esa “autonomía” era la respuesta a la política de “inclusión”. Porque el Estado oligárquico, desde su soberbia, apuesta por la “inclusión” como el modo más idóneo para subsumir formal y materialmente al excluido; o sea, le “reconoce” como “diferente” (el ajeno al Yo, a lo Mismo, al amo), y como “diferente” le trata, como “extraño”, como “advenedizo”, como un algo que se debe “tolerar”. El Estado oligárquico se da el lujo, tanto de “excluir”, como de “incluir”; la misma arrogancia que desconoce y luego reconoce, como un juego donde se dice y se desdice, pero donde, en definitiva, se oculta lo que realmente quiere decirse. La política de “inclusión” es una política señorial, desde arriba, que decide cuándo y cómo te hago el “favor” de dirigirte la palabra; pero el “favor” que hace el señor no es un “reconocimiento”, porque reconocer al otro como interlocutor significa reconocerle en su humanidad, o sea, en su dignidad absoluta; sólo así tiene sentido reconocerle: otorgarle, en cuanto reparación, respeto absoluto a su vida. Lo contrario significa dejarle con vida para que siga muriendo como un perro.
La subsunción formal, entonces, consiste en etiquetarle como “ciudadano”, es decir, como el número que hace falta para seguir inflando el padrón electoral, la legitimación que le basta al señor para hincharse el cuello de democracia. La subsunción material es menos romántica; consiste en “tolerar” como “diferente”, aquello que no encaja en lo “racional”, lo “civilizado”, lo “humano”, etc., aquello que, en definitiva, tiene nomás que “modernizarse”, o sea, devenir en “lo Mismo”, el patrón blanco-moderno-occidental que se muestra como lo único “racional”, “civilizado”, etc. En tal contexto, tendría sentido un separarse del Estado moderno pero, ni aun así, las naciones originarias, optaron por tal separación, pues ellas asumen en sus reivindicaciones (que son las reivindicaciones de un todo: Bolivia) inclusive las figuras emancipadoras modernas (la modernidad postula los más altos valores de la humanidad y en nombre de ellas atropella, desde hace cinco siglos, a toda la humanidad), como los “derechos humanos” y el “Estado de derecho”.
La “inclusión” es un eufemismo que ostenta el que se arroga el derecho de decidir qué hacer con el otro; por eso tal política deviene “incluyendo” a los indios en casa del patrón, pero sólo en cuanto servidumbre. Frente a esa política surge la política de “restauración” que, desde el excluido, no busca una “inclusión” mentirosa, sino el respeto a su “ser distinto”. La política moderna deviene en un literal obstáculo cuando asistimos a la pauperización de la dos únicas fuentes de riqueza: hombre y naturaleza; porque la modernidad nace, como civilización, devaluando a la naturaleza como objeto, y al hombre no-europeo lo rebaja como salvaje, infiel y no civilizado. Por eso el Estado oligárquico-moderno-racista-boliviano siempre consideró a su elemento nativo como un lastre y a su tierra sólo como fuente de ganancias (para el capital internacional). Las naciones originarias, desde su patrón civilizatorio, pudieron advertir las consecuencias de la lógica moderna: la destrucción de la tierra termina siendo destrucción de la humanidad. Por eso demandan la “restauración”, porque la modernidad significa una alteración del orden natural; concebir a la tierra, como simple cosa, lleva a perderle todo posible respeto, lo cual lleva a un inmisericorde abuso de su capacidad reproductiva, lo cual, en última instancia, nos conduce a lo que asistimos: La explotación de los recursos naturales, bajo el patrón de acumulación de ganancia, excluye al 80% de la humanidad, condenándola a la miseria absoluta (material y espiritual), dejando al 20% restante despilfarrar el 80% de los recursos naturales de modo cínico e insensato. Pero ese despilfarro tampoco es solución, ni siquiera para el primer mundo, porque este es sólo ostentación y, como tal, es pura apariencia, porque “oculta” el precio de ese despilfarro: la miseria del 80% que atestigua impotente la perversidad de esa lógica (y que ya acordona, mediante la violencia, a las grandes urbes del primer mundo).
Un verdadero “reconocimiento” no busca la “inclusión”, menos “incluirse” en un orden éticamente perverso. La “autonomía” que proponían las naciones originarias, era la respuesta a esa política señorial que le deja hablar al excluido, pero que nunca le escucha: el falso diálogo entre mudos (los indios) y sordos (los que dominan). Pero la “autonomía” que proponen ahora los comités cívicos de Santa Cruz y Tarija, los partidos de la derecha, las oligarquías (sobre todo cruceña) y los medios de comunicación, no tiene nada que ver con lo anteriormente expuesto. Una misma palabra, en boca de distintos actores, tiene también distintas derivaciones, porque los intereses son distintos. Ahora proclaman “autonomía” los heraldos de la exclusión, los herederos de aquella mentalidad colonial, dependiente, racista, con la cual se fundó Bolivia (los doctorcitos que redactaron una carta magna para ser como ellos, como los amos que los habían abandonado). Escarbando la génesis del nuevo discurso “autonómico” de la oligarquía, se entiende que este discurso tiene otros fundamentos y persigue otros propósitos. Y es la respuesta que manejan torpemente ante una política de “restauración”. “Autonomía”, para el sector beneficiario de las políticas neoliberales, consiste en reeditar la consigna del “menor Estado posible” (bandera del neoliberalismo fundamentalista, “a la Reagan”). Porque el Estado, para el “reino milenario del mercado”, es siempre el cuco que pretende controlar sus excesos; por eso reduce al Estado a su faceta autoritaria y le sirve sólo para maximizar las ganancias, o sea, para reprimir toda protesta. Porque en nombre de las leyes del mercado, el fundamentalismo neoliberal denuncia toda oposición como irracional y salvaje, asumiéndose como lo único racional y civilizado. El mercado (supuestamente perfecto) debe de ordenar la realidad (lo imperfecto), aunque la misma realidad se oponga. Hasta la visión neoclásica de la economía capitalista, se pretendió atenuar los desequilibrios que produce el automatismo del mercado mediante una intervención planificada. El socialismo real apostó por el extremo: planificación total; el neoliberalismo fue más lejos: mercado total; porque ya no interesan los desequilibrios que se producen (aunque sean irremediables) sino exclusivamente las ganancias que se logran.
Esa manera de mirar las cosas penetró en la mentalidad colonizada de las elites latinoamericanas (sobre todo de quienes fueron castrados intelectualmente en Harvard y Chicago) y, como “naturaleza misma de las cosas”, es la imperante ideología que se acuesta en las sombras aparentes de la palabrita de moda: “autonomía”. Como respuesta a la erupción social, a la “guerra del agua”, a la “guerra del gas”, a la elección de un “indio” como presidente, a la reconstrucción de un Estado colonizado hasta la vergüenza, la oligarquía opta por su típica política colonial: despedazar un país, para repartirse lo que queda. La “autonomía” que persiguen es la separación formal y real del Estado nacional (porque este ya no les pertenece) y, como ya no pueden gozar de sus beneficios, entonces optan por asegurar sus feudos; para ello necesitan romper las ataduras legales y “autonomizarse”, o sea, en constituirse en Estados dentro del Estado. Se trata de una política de división, porque la unidad nacional sólo puede asegurarse con un Estado que consolide su soberanía; pero a un Estado débil, como el boliviano, lo que menos puede reconstituirle es la descomposición estructural de su jurisdicción. El capital transnacional hidrocarburífero logró, mediante su influencia en los círculos de poder, patrocinar la idea de “autonomías departamentales” para que, departamentos como Santa Cruz y Tarija decidan, por sobre el gobierno, el destino de los recursos naturales en sus respectivos departamentos. Ante la presencia de un gobierno no manipulable, la solución es, como en la guerra del Chaco, enfrentarnos para, otra vez, despedazar nuestra tierra. A lo cual se añade aquella insistencia de grandes latifundistas por lograr control absoluto de la tenencia de la tierra, de ese modo, asegurar legalmente su posesión ilícita de propiedad.
Bajo la bandera de la “autonomía” se oculta la detentación de privilegios mal habidos en (sobre todo) veintiún años de neoliberalismo; donde, como fórmula mágica, se enriquecieron unos cuantos, dejando a todo un país repartirse la miseria que dejaron. Este sector es el mismo que, en casi dos siglos de vida republicana, empobreció a su elemento nacional, ignorante del efecto que eso le traería, porque de ese modo se conformaron como una oligarquía miserable, acostumbrada a la limosna, incapaz de iniciar un despegue económico, porque nunca pudo ni quiso democratizar su sociedad y ampliar el bienestar a todos los sectores del país que les cayó del cielo (porque nunca lucharon por él). Deformadas sus cabezas con el racismo proveniente de más allá del atlántico, nunca pensaron una política para todos, así como nunca planificaron una economía para todos (así se formó a generaciones de médicos, bajo las teorías eugenésicas, donde el “indio” era catalogado como una raza condenada a la decadencia; así se formaron los “doctores de la ley”, creyendo que su cuna estaba en Grecia y Roma, despreciaron centenariamente a los “indios”, gracias a quienes comían y vivían como “superiores”), porque vivían quemándose las pestañas para garantizar la felicidad de los amos de turno, a los cuales abrían las puertas y dejaban hacer su agosto con lo que encontraban, porque así gozaban de las migajas que les dejaban los amos (incapaces de imitar siquiera aquello que colmaba sus apetitos: el modo de producir los artilugios a los que eran adictos). Estos son los abanderados de la “autonomía” y apuestan por ella, porque ella garantiza sus posesiones y sus disfrutes. El Estado puede estar en manos de un “indio”, pero en sus fincas sólo mandan ellos. La euforia “autonómica”, que patrocinan los grupos de poder, oculta todo eso y los medios (de propiedad privada) se ocupan (sobre todo en Santa Cruz) de hacer de esa apariencia una seducción irresistible y “magnífica”.
El modelo de país “autonómico” es una receta, como la “reforma educativa”, que viene de afuera. Quien pregona tal modelo es, como sus antepasados (los primeros colonizados: los criollos; quienes nacieron mirando para afuera y despreciando lo que había adentro, la tierra que les dio cobijo y sustento), incapaz de pensar algo propio, y por eso se presta modelos de otros lados porque cree que, si allá dio resultado, aquí también lo hará, porque piensa que la realidad es (como ya lo sacramentó la ciencia moderna del siglo XVIII, hoy en plena crisis) plana y homogénea en todo lado. El modelo “autonómico” de España es “un” intento (deficiente) de “modernizar” la imposición centenaria de Castilla y Aragón por sobre otras naciones: el país Vasco, Cataluña, Galicia, Asturias, etc. Se trata de la misma evidencia en suelo propio de la falacia moderna: ningún estado moderno es un Estado-Nación. Lo mismo sucedió con la “I’lle de France”, que es la imposición sobre bretones, provenzales, etc.; la Alemania de Bismarck corrió la misma suerte, es la dominación de los prusianos sobre los bávaros, francos, etc.; la “Gran Bretaña”, es la dominación inglesa sobre Escocia, Irlanda, Gales, etc.; ni qué decir del que se arroga ser el campeón de la democracia: Estados Unidos de Norteamérica; ¿acaso no es la culminación del atropello salvaje de sioux, cherokees, cheyenes, mohicans, chiracahuas, etc.?
El Estado moderno nace con esa contradicción: se propone como “Estado-Nación” cuando se trata, en realidad, de la imposición de una nación sobre la otra; la contradicción es mucho más grave cuando sucede la imposición moderna-occidental en las colonias americanas (donde el racismo es el mejor argumento para liquidar por completo a las naciones originarias). Cuando las “autonomías” se proponen departamentales reproducen no sólo la herencia colonial (porque la delimitación departamental responde a una política de apropiación y enajenación de recursos que la colonia sistematizaba para sacar todo lo que servía para financiar el moderno-sistema-mundo naciente, del cual España fue el primer beneficiario), sino que atropellan, de modo cínico (en nombre de la “patria”), toda posible restauración racional del territorio (porque las naciones originarias siguen siendo prisioneras en un espacio mal distribuido y, producto de ello, son desplazados en su propia tierra, mendigando lo que es garantía de vida y debiera ser derecho inalienable).
El “referéndum autonómico” reconoce sólo el modelo departamental, que es el enarbolado por las oligarquías, y quiere hacer creer que ese modelo representa la alternativa a un “centralismo colla”. El centralismo afecta a todos, lo mismo a los pueblos (“collas”) aledaños a la sede de gobierno que al oriente del país. Lo coherente ante un centralismo es una descentralización administrativa; pero de allí imponer “autonomías departamentales”, bajo el prurito de evitar el centralismo, es saltar de la coherencia a la artimaña; porque del centralismo siempre se beneficiaron quienes, en veintiún años de neoliberalismo, se llevaron la riqueza (que sobraba al capital transnacional) a ciudades como Santa Cruz, y ahora esgrimen, en nombre de “reivindicaciones regionales”, una “autonomía” que les garantice, de modo legal, persistir en el poder, aunque este sólo sea departamental, ya que quienes persiguen la “autonomía” (por eso el carácter “vinculante departamental”) son precisamente los grupos de poder de los departamentos en donde se encuentran los más grandes campos hidrocarburíferos: Tarija y Santa Cruz.
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