Jorge Gómez Barata
ARGENPRESS
Allí donde se estime que la participación de la ciudadanía, sobre todo de la juventud es un elemento decisivo para el funcionamiento del sistema, especialmente para el fortalecimiento de las instituciones en las cuales se sustenta la democracia y la legitimidad de los liderazgos, han de esforzarse por lavar el rostro a la política.
Al conocimiento de la corrupción, hipocresía, formalismo y banalidad característicos de la democracia liberal y la partidocracia, incluyendo los procesos electorales, no sólo en América Latina sino también en Europa y los Estados Unidos, se suman los decepcionantes gobiernos de la izquierda socialdemócrata, los procesos nacionalistas fallidos en Asia y África donde, excepto la India, no se ha consolidado ninguna democracia, el fiasco de la Unión Soviética y del socialismo real donde la política, presuntamente basada en el poder proletario y el accionar de las masas, se reveló como una farsa burocrática que incluyó al estalinismo.
Las personas que en todas las latitudes detestan la política o son indiferentes a ella por considerarla un comportamiento plagado de hipocresías y dobleces, en estos días han sumado abundantes municiones. Difícilmente haya un evento en el cual sea más claro y repugnante la manipulación de las ideas y las instituciones políticas que lo ocurrido en torno a Libia.
La ONU que en su momento constituyó una conquista histórica y devino esperanza de justicia y equidad en las relaciones internacionales, sobre todo por su Carta que reivindicó los preceptos de: igualdad soberana de los estados, soberanía nacional, autodeterminación de las naciones y la solución negociada de los conflictos; se desmiente una y otra vez poniendo a prueba la confianza en tales principios. Esa fe que alimenta fuerzas para luchar y razones para esperar un mundo mejor, también se agota y Libia para muchos puede ser la gota que colma la copa.
Al desafuero cometido por el Consejo de Seguridad, convertido en un frívolo club de millonarios, se suman actitudes como las de la Liga Árabe, una organización de países del mismo origen étnico e idéntica cultura, unidos por la tradición, la fe en el Islam y por la milenaria resistencia a la opresión colonial, la confrontación con el sionismo y el imperialismo, que en una conducta increíblemente abyecta, sobrepasa todos los limites y pide a sus antiguos opresores y verdugos que ataquen a uno de los suyos. Algunos incluso envían sus aviones a una guerra comandada por generales de Estados Unidos y la OTAN.
En lo que respecta al Tercer Mundo, a la inesperada genuflexión de la Liga Árabe se suman el Movimiento de Países no Alineado y la Conferencia islámica que hurtan el cuerpo, se invisibilizan, miran para otro lado y callan en una actitud lamentable, compartida por decenas de países del Tercer Mundo que no sólo no han condenado la agresión, sino que ni siquiera la han comentado.
Resulta imposible no apreciar críticamente las actitudes de Rusia y China, grandes potencias, presuntamente independientes que, apenas 12 horas después de abstenerse de usar su capacidad de veto para paralizar la agresión; condenan acciones que pudieron impedir con sólo levantar la mano y Sudáfrica que levantó la suya a favor de la agresión y 24 horas después, se sumó a una comisión mediadora de la Unión Africana. A ellos se unió Líbano, conocedor del significado de ser bombardeado e invadido reiteradas veces que dio su voto para que hicieran lo mismo con un país vecino. Brasil que también se abstuvo figura entre los que ahora demandan el cese de la agresión.
De haber actuado en la reunión del Consejo de Seguridad como lo hicieron horas después; cualquiera de esos países pudo evitar el derramamiento de sangre inocente que toda guerra implica. También pudo hacerlo Muammar al-Gaddafi si hubiera tenido la visión y el coraje necesario para afrontar con altura el desafío planteado por parte de sus compatriotas y, en lugar de lanzar bravuconadas y ultimátum hubiera intentado negociar con ellos para tratar de conjurar el peligro de guerra civil provocado por el rechazo a su régimen y si hubiera declarado el alto al fuego, antes y no después de que la OTAN iniciara los bombardeos.
A la colección de asombros se añade la posición del Secretario de Defensa Norteamericano, Robert Gates quien reiteradamente señala que no corresponde a Estados Unidos comandar las operaciones ni aportar hombres, entre otras cosas porque en Libia no hay implicados intereses norteamericanos. El tira y jala en torno a quien comanda la agresión que ha llevado a Berlusconi a ordenar a sus pilotos que se limiten a tareas de exploración y no disparen en Libia y a Holanda a no participar mientras no se aclarar quién manda es otra arista de la infamia.
No obstante, lo verdaderamente imperdible son los contundentes comentarios del primer ministro ruso Vladimir Putin quien en una elaborada definición, califica a la agresión a Libia como una “Cruzada medieval” y a la Resolución 1973 como “defectuosas y viciada”. Para no quedarse corto e identificar el blanco de su ataque, el ex hombre fuerte de Rusia, subraya que en su país “la política exterior es atribución exclusiva del jefe del Estado” quien replicó inmediatamente a su primer ministro.
No faltan quienes crean que en realidad se trata de un forcejeo entre el primer ministro Putin y el presidente Dimitri Medvedev que han utilizado el escenario libio para probar fuerzas. De hecho Putin ha demostrado independencia y audacia al cuestionar al presidente en un asunto de relevancia mundial mientras el mandatario carece de entereza para destituirlo u obligarlo a retractarse.
En cualquier caso, resulta abrumadora la evidencia de suciedad, ausencia de principios y de ética que rodea a los acontecimientos en torno a Libia. Nadie supo nunca quienes eran los rebeldes, Gaddafi no mostró interés alguno por solucionar el conflicto interno sin acudir a la fuerza arriesgándose a la guerra civil, la ONU nunca intentó gestiones a favor de la paz, no se interesó en mediar ni interponer buenos oficios, las potencias occidentales actuaron con frio oportunismo y grandes países como Rusia, China, Brasil e India, el flamante BRIC, se sumaron a una mala causa.
Libia es una guerra que nadie puede ganar, excepto aquellos que se conformen con victorias pírricas; pero en la cual habrá varios perdedores, entre ellos el pueblo Libio pero también el crédito de la ONU, el buen nombre de países inconsecuentes y el prestigio de la política que una vez más ha sido enlodada.
Sin contenido y perfil ético, la política interna y externa, manejada con ausencia de principios, basada en cálculos mezquinos y en el oportunismo; de una esfera digna de respeto desde la cual se proponen metas a la sociedad, se trabaja por la formación de los consensos y se gobierna, puede tornarse repugnante. Estemos o no de acuerdo. Allá nos vemos.